El Último Paciente

Autores/as

  • Juan Antonio Gómez Academia Nacional de Medicina

Palabras clave:

literatura Médica, poesía, Academia Nacional de Medicina, El Último Paciente, Juan Antonio Gómez

Resumen

La Revista MEDICINA y sus editores rinden especial homenaje al Académico de Número, doctor Juan Antonio Gómez, prematuramente fallecido el lunes 7 de julio de 1986, con la publicación de este relato que fue su última contribución para estas páginas, en cuyo desarrollo tuvo él tan destacada parte.

Guilleume Dupuytren, el famoso médico y cirujano francés del pasado siglo, tenía su servicio en el pabellón de Santa Inés del Hotel Dieu, centro a la sazón de lo más granado de la medicina europea. El día en que comienza nuestra historia se levantó como de costumbre a las cinco de la mañana, despachó con rapidez algunos asuntos personales después del desayuno y se encaminó al hospital calculando el tiempo preciso para llegar a las siete en punto, según lo hacía por muchos años. Sus quinientos o más discípulos esperaban impacientes para iniciar la ronda con el más brillante maestro de la cirugía francesa y recoger, así, prácticamente a codazos, la sabiduría y experiencia de aquel hombre excepcional. Sólo unos cien fueron admitidos para acompañarle y los demás tuvieron que esperar turno para los días siguientes.

Dupuytren púsose encima del levitón oscuro de calle una blusa, que dejó desabrochada de modo que veíanse claramente el chaleco negro, la camisa de pechera y la blanquísima corbata, y con pasos firmes inició la revista de los pacientes que se alineaban en dos filas de camas a lo largo de las paredes del enorme pabellón. Estaban mezclados de todas las edades y condiciones, con la más variada patología imaginable. Estos hallábanse infectados, aquellos habían sido amputados recientemente, pocos eran convalecientes y los más quejábanse en forma continua de sus dolencias.

Por el corredor central del pabellón Santa Inés movíanse las hermanas estirando los blancos tendidos de las camas pues deseaban dejar la mejor impresión en el maestro y sus ayudantes. Algunos lechos, principalmente hacia la entrada y salida del pabellón, tenían cortinas de gasa a su alrededor y en ellos poníanse los enfermos más graves o los que por alguna influencia o importancia lograban esa distinción. Precisamente en el primero a la derecha habían colocado al anciano que el propio

Dupuytren recomendó el día anterior para ser admitido en su servicio. Era una persona de apariencia bondadosa, obviamente emaciado, pero lleno de una extraña fortaleza interior y con algo inquietante en su personalidad que se imponía a quienes le rodeaban. Dupuytren pidió al practicante a cuyo cuidado estaba el paciente que hiciera una breve descripción de la historia clínica. El aprendiz, azorado por el imponente cortejo, e incapaz de superar el miedo reverencial que profesaba al “patrón”, como se le conocía en el servicio, no acató a mascullar más que dos o tres palabras en voz baja. Dupuytren se impacientó y con rudeza le reconvino a tiempo que pedía silencio en alta voz de modo que hasta el último de los pasantes pudo oírlo, más no verlo por la apretada barrera que formaban los que estaban en los primeros círculos alrededor de aquel paciente que, en resumen, tenía un fungus cerebral, así llamado por su apariencia, no por su etiología, en la región frontal derecha.

El “patrón” pidió una palangana y los instrumentos quirúrgicos que acababan de ser limpiados con agua clarinada y jabón, se lavó las manos con la misma mezcla (varios cirujanos menos cuidadosos no lo hacían) e inició la intervención separando los labios de la herida con unas pinzas grandes que al cerrarse sobre la piel hicieron estremecer al enfermo. Un ayudante privilegiado sostuvo los instrumentos y ayudó a preparar el campo operatorio a tiempo que el maestro con un escalpelo hendió la masa extruída e introdujo unas compresas para limpiar el fondo. Luego, con tijeras, empezó a seleccionar metódicamente los tejidos desvitalizados pero una sangría incómoda le interrumpió y la hermana que asistía proporcionó gasas que a medida que se empapaban eran exprimidas y vueltas a usar. El ayudante preguntó si quería irrigar con leche o con espíritu de vino. Dupuytren optó por este último y continuó su tarea con rapidez y precisión. Hacia los lados localizó el reborde óseo y con una cureta lo raspó. En esa maniobra se cortó levemente la mano pero no le prestó atención. Luego identificó la dura, que sabía la mejor barrera contra la infección, la debridó cuidadosamente e intentó aproximar los bordes sin lograrlo. Al oprimir la masa parcialmente extruída algunas gotas de pus le salpicaron la cara, que fue prontamente limpiada por la enfermera con una compresa de gasa de la que estaban usando en el campo operatorio.

Mientras tanto, el paciente, que al principio se había movido, permanecía religiosamente quieto. Se le notaba muy pálido. A lo lejos oíanse unas letanías rezadas en voz baja-por otras religiosas que rogaban a Dios por el buen éxito del tratamiento. Todos los demás asistentes permanecían en tenso y respetuoso silencio...

Biografía del autor/a

Juan Antonio Gómez, Academia Nacional de Medicina

Académico de Número

Cómo citar

[1]
Gómez, J.A. 1986. El Último Paciente. Medicina. 8, 3 (dic. 1986), 36–41.

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Publicado

1986-12-31

Número

Sección

Novedad Bibliográfica