HISTORIA DE LA MEDICINA

Ciento cincuenta años del descubrimiento del bacilo de Hansen. Una mirada al pasado y una reflexión bioética

One hundred and fifty years from the discovery of Hansen’s bacillus. A look at the past and a bioethical reflection

Luis María Murillo Sarmiento1


1. Miembro de la Academia Nacional de Medicina del Instituto Colombiano de Estudios Bioéticos y de la Sociedad Colombiana de Historia de la Medicina.


Recibido:

Febrero 13, 2023

Aceptado:

Julio 17, 2023

Correspondencia:

menssesuum@gmail.com


DOI: 10.56050/01205498.2285


Resumen

El sesquicentenario, este año, del descubrimiento del bacilo de Hansen, agente de la lepra, trae al presente un padecimiento que causó con la despiadada discriminación más dolor espiritual que el físico propio de la condición médica.

Atribuida desde la Biblia la enfermedad de Hansen al pecado, quien la padeció fue considerado inmundo. La creencia en su origen sexual pecaminoso prevaleció por siglos. La enfermedad fue considerada un castigo por el mal comportamiento, luego no cabía la piedad con el doliente. El leproso fue maltratado, proscrito, alejado de su familia y recluido. Sometido a multitud de restricciones perdió su libertad y todo trato humano.

Pese al conocimiento científico de la enfermedad que llegó con el tiempo, aún cerca del presente, prevaleció la segregación y el aislamiento, justificados en el contagio, pese a que otras enfermedades contagiosas no fueron tratadas de la misma forma.

En Colombia, solo hasta 1961 la ley suprimió de forma definitiva los lazaretos. El principal había sido el de Agua de Dios, que comenzó a funcionar en 1871. Era un pueblo con la mayoría de sus espacios, pero con cerca de alambre y una población secuestrada.

Este artículo se centra en la historia de los leprosos en Colombia y el mundo desde tiempos bíblicos hasta el siglo XX, y a la luz de los principios de la ética principialista de Beauchamp y Childress hace un análisis del comportamiento de la medicina y la sociedad con los enfermos de Hansen.


Palabras clave: Enfermedad de Hansen; Agua de Dios; Historia de la lepra; Juan de Dios Carrasquilla; los lazaretos; principios bioéticos.



Abstract

The sesquicentennial, this year, of the discovery of Hansen’s bacillus, the agent of leprosy, brings to the present an illness that, with ruthless discrimination, caused more spiritual pain than the physical pain of the medical condition.

Since the Bible, Hansen’s disease has been attributed to sin, whoever suffered from it was considered unclean. The belief in their sinful sexual origin prevailed for centuries. The disease was considered a punishment for bad behavior, so there was no mercy for the mourner. The lepers were mistreated, outlawed, removed from their families, and confined. Subjected to a multitude of restrictions, the lepers lost freedom and treatment as human beings.

Despite the scientific knowledge of the disease that came over time, segregation and isolation prevailed even near the present, justified by contagion, despite the fact that other contagious diseases were not treated in the same way.

In Colombia, it was not until 1961 that the law definitively abolished lazarettos. The main one had been Agua de Dios, which began operating in 1871. It was a town with most of its components, but with a wire fence and a kidnapped population.

This article focuses on the history of lepers in Colombia and the world from Biblical times to the 20th century, and in light of Beauchamp and Childress’ principles of principlist ethics, it analyzes the behavior of medicine and society with respect to Hansen’s disease patients.


Keywords: Hansen’s disease; Agua de Dios; history of leprosy; Juan de Dios Carrasquilla; the lazarettos; bioethical principles.



¡Qué sentimiento más sublime que el de curar y aliviar al que sufre anima el ejercicio de la medicina! Intuye quien este bien procura que si no lo alcanza, debe al menos evitar todo mal para el enfermo. La medicina es así, en su generalidad y por naturaleza, no obstante, no ha estado exenta de momentos oscuros.


El temor y la ambición perturban la racionalidad y la conciencia del hombre al punto de derrumbar las empresas más nobles. Por el temor, o en su nombre, la humanidad se ha conducido por sombríos y vergonzosos caminos en los que muchos hombres han sido sacrificados. La ciencia, que tanto bien procura, ha visto cometer faltas a sus protagonistas.


No ha estado la medicina a salvo. En sus inventos y en sus descubrimientos, en sus ensayos y en su progreso hay pasajes en los que, por desgracia, se ha despreciado la dignidad humana. No la envilece, desde luego, porque ese no es su fin y son otros, altruistas, sus propósitos.


Desnudar sus yerros y ser críticos y analíticos con los sucesos del pasado engrandece a quienes ejercemos esta bella profesión, a quienes entendemos el porqué de la bioética, que nació para advertir que no es correcto todo lo científicamente realizable. A la luz de la moral los sucesos pasados son lecciones.


En este sesquicentenario del descubrimiento del bacilo de Hansen, agente de la lepra, que más oportuno que recordar la triste historia de un padecimiento que causó más dolor espiritual que el físico propio de la condición médica.


En esta historia, en la que hay tanto por contar, seré somero, pero daré particular importancia al maltrato a los leprosos, a los leprocomios y a la mirada humana a los enfermos del mal de San Lázaro, que también la hubo, ejemplificada primordialmente en la defensa de los derechos de los enfermos y en las investigaciones científicas del doctor Juan de Dios Carrasquilla, ilustre representante de nuestra medicina de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX.


Sinonimia

Muchos términos han designado a la enfermedad, al enfermo y al sitio de aislamiento. El diccionario histórico de la lengua española es rico en denominaciones.


Proveniente del griego Λέπος (Lepos), la lepra ha sido denominada elefantiasis griega, enfermedad de Hansen, gafedad, gafez, gafeza, lacería o mal de San Lázaro, lebra, leprosía, leprosidad, leprosis, malatez, malatía y mal terrible -relacionado con el término hebreo tzaarath que pasó de la versión hebrea de la Biblia a la griega como lepra), entre muchas denominaciones.


A los enfermos se les ha designado como agotes, elefanciacos, enfermos de Hansen, enfermos de lepra, gafos, gafosos, lazarinos, lépricos, leprosantes, leprosos, malatos y malautos.

El sitio de reclusión de los enfermos se ha conocido a través de los siglos como lazareto, leprario, leprería, leprocomio, leprosaria o leprosaría, leprosería, leprosario, leprosía, leprosorio, malatería y malautería.


Una breve mirada a la historia de la lepra en el mundo

Una enfermedad atribuida al pecado, cuyo carácter infeccioso fue plenamente confirmado con el descubrimiento del Mycobacterium leprae por el médico noruego Gerhard Armauar Hansen en 1873 y que alcanzó la cura con la introducción de las sulfonas en la quinta década de la centuria pasada, es hoy motivo de recordación por el sesquicentenario del feliz descubrimiento del bacilo, pero también por los penosos sucesos que encierra su pasado.


Desde tiempos bíblicos lepra y leprosos fueron blanco de sospechas y objeto de segregación. El Levítico que tuvo a Moisés entre sus autores, por lo que debe proceder del siglo XIV antes de Cristo, señala en el capítulo 13: “Y el leproso en quien hubiere llaga llevará vestidos rasgados y su cabeza descubierta, y embozado pregonará: ¡Inmundo! ¡Inmundo! Todo el tiempo que la llaga estuviere en él, será inmundo; estará impuro, y habitará solo; fuera del campamento será su morada”. Y más adelante agrega: “Cualquier varón de la descendencia de Aarón que fuere leproso, o padeciere flujo, no comerá de las cosas sagradas hasta que esté limpio” (Levítico 22:4).


La deshonra que estos textos enuncian se extendió en la posteridad a todas las sociedades cristianas. La enfermedad tenía connotación sexual y pecaminoso el sexo, pecaminosa la enfermedad y moralmente despreciables quienes la padecían. Era resultado de una violación de la Ley Mosaica. La creencia en su origen sexual prevaleció muchos siglos, incluso más cerca de nuestros días se la llegó a considerar el cuarto estado de la sífilis.


Contrasta con el Antiguo Testamento la percepción del leproso en el Nuevo Testamento. En este, más que inspirar temor es objeto de compasión y del milagro sanador de Jesús. Sin embargo, siglos después la sociedad cristiana persistía en su condena. En el siglo IV el Concilio de Ancyra los declaró impuros en cuerpo y alma. Cuatro siglos más tarde se estableció en Francia el aislamiento riguroso para los enfermos de lepra. Tras el surgimiento del islam, los musulmanes también consideraron inmoral la enfermedad y rechazaron a los leprosos. Para los hindúes los elefanciacos habían cometido faltas en vidas pasadas.


En el siglo XII los cruzados padecieron la lepra y la propagaron a su regreso a Europa. Al cuidado de los enfermos estuvo la Orden de San Lázaro, orden humanitaria, inicialmente hospitalaria y más tarde militar, existente aún. Fue fundada en 1098 y consagrada a San Lázaro. Se dedica desde entonces al cuidado de los leprosos. Lázaro, el hermano de Marta y María, a quien resucitó Jesús, y de quien se cree que sufrió la enfermedad de Hansen, dio el nombre a los lazaretos y a la lepra, que por él fue bautizada como mal de San Lázaro.

No todo fue humano para los leprosos de la Orden, en 1253 todos los leprosos del hospicio de la Orden Hospitalaria de San Lázaro de Jerusalén murieron a manos de los sarracenos.


El mal se extendió tanto en Europa que los lazaretos, sitios de reclusión de los leprosos, se multiplicaron en Europa. En el siglo XIII existieron al menos 19.000 en el continente -en toda la cristiandad, dice Mateo de París-. Los más grandes de la capital francesa en tiempos de Luis VIII eran Saint Germain y Saint Lazare. A los leprosos italianos en los siglos XVI y XVII se les recluía en la isla de San Lázaro, frente a Venecia.


En la Edad Media la enfermedad era considerada castigo por los pecados. Así que muchos, por orden de Felipe V en Francia y de Enrique II en Inglaterra, terminaron en la hoguera. Así, la lepra, una enfermedad física, fue también un estigma moral; representaba la degradación y la herejía.


En el medioevo a los leprosos les estaban prohibidos los sitios públicos, dirigir la palabra a los demás, disponer de sus pertenencias, tocar elementos que no fueran de su propiedad, acercarse a mujeres diferentes a la suya, beber agua de pozos públicos, salir al campo, entre las muchas restricciones. Hugo Sotomayor Tribín, en Historia y geografía de algunas enfermedades en Colombia, nos describe así, en el capítulo sobre la lepra, el sufrimiento moral que se imponía en la Edad Media a los enfermos de Hansen:


“Se expulsaba de la comunidad a los enfermos que se consideraba que tenían lepra y se celebraba la denominada separatio leprosorum en una capilla lateral, separada de la nave principal de la iglesia. Esta ceremonia difería poco del oficio de difuntos. Después de echarle tres paladas de tierra se le consideraba muerto. A partir de este momento el leproso tenía prohibido relacionarse con personas sanas y estaba obligado a llevar ropas grises, a vivir de la limosna, a anunciar su presencia con una matraca o una campanilla y a colocarse en contra del viento si se veía ante personas sanas. No podía tocar el agua de las fuentes y arroyos, para obtenerla se veía obligado a usar recipientes o cucharas. A los enfermos de lepra se les prohibió casarse y a los casados se les obligó a divorciarse; su cónyuge no podía contraer nuevo matrimonio, aunque estuviera sana”.


Con más conocimientos científicos, pero equivocados, el siglo XIX aisló a los pacientes con lepra y los condenó a multitud de restricciones, como la prohibición de contraer matrimonio con personas sanas.


La historia, así como consigna el infortunio del leproso, también argumenta en contra de la desdicha que se le provocaba. Por ejemplo, que en la Edad Media los asilos eran albergue para todo tipo de personas, no solo para los leprosos; que estos no estaban universalmente recluidos en los leprocomios y su permanencia en ellos les brindaba vivienda segura y tratamiento, a la vez que los aliviaba de tensiones en su convivencia con los pobladores sanos. También se ha afirmado que el siglo XIX trató de imponer la segregación obligatoria de los enfermos de lepra basada en una visión intencionalmente deformada de las conductas medievales. Según esto habría sido, la de la edad media, una realidad menos trágica que la que se ha enseñado.


La lepra desde el siglo XIV comenzó a disminuir en Europa, al punto de que en el siglo XIX la enfermedad dejó de ser relevante en ese continente, pero lo fue en el trópico. El advenimiento del conocimiento científico de las enfermedades en este siglo cambió ostensiblemente su concepción como castigo divino, pero no conllevó, desafortunadamente, un cambio en el trato a los leprosos. Se supo que era infecciosa, y creyéndola extremadamente contagiosa -también había opiniones diametralmente opuestas-, el aislamiento del leproso prevaleció sobre cualquier otra conducta. De hecho, fue recomendado en 1885 por el Congreso Internacional sobre la Lepra.


La Lepra en Colombia

Surgida probablemente en Asia, la lepra se extendió por todo el mundo. No existía en América precolombina. Llegó al Nuevo Mundo con los españoles, los portugueses y los esclavos negros. Según el médico historiador Juan Bautista Montoya y Flórez, la trajeron principalmente los conquistadores andaluces.


En el Nuevo Reino de Granada apareció en el siglo XVI. La puerta de entrada fue Cartagena, asiento durante toda la Colonia del más grande foco de lepra del Nuevo Reino. De Cartagena pasó a Mompox. A través de los ríos Cauca y Magdalena se diseminó por el país, llegó a Santander, Antioquia, al altiplano cundiboyacense, a Cali y Buga, Meta, y al sur a Putumayo y Caquetá.


Los períodos

El académico Hugo Sotomayor distingue cinco períodos: el primero desde su llegada en el siglo XVI hasta el descubrimiento del bacilo de Hansen en 1873, en el que se fundan el Hospital de San Lázaro en Cartagena y los lazaretos. El segundo de 1873 a 1961, que concluye con la suspensión de las estrictas medidas de confinamiento y aislamiento en lazaretos. En él aparecen las sulfonas, primer tratamiento efectivo. El tercero se extiende hasta 1986, año en que se introduce la poliquimioterapia en Colombia. El cuarto de 1986 hasta 1997, muestra una lepra controlada. El quinto hasta el 2011 maneja un discurso bioético con prevalencia del principio de autonomía.


Sotomayor esboza un sexto período en pleno desarrollo, con cifras en descenso. Baste decir que la OMS informó la detección en el 2020 de solo 127.558 casos nuevos en el mundo.


La población leprosa, un temor creciente

Los cálculos en el país a finales del siglo XIX pronosticaban que una centuria después la cuarta parte de la población colombiana padecería de lepra. Es que había voces muy autorizadas que así lo presentían. Juan de Dios Carrasquilla, el médico tan consagrado a la lepra y sus enfermos, creía que el país se convertiría en “una República de leprosos en un día no muy remoto”. Para Juan David Herrera, otro académico, los leprosos en Colombia sobrepasaban los 20.000, cifra ostensiblemente inflada que hacía del país uno de los grandes focos de lepra en el mundo, mas cuando en el exterior exageraban hasta 100.000 la cifra.


Con base en criterios de respetables personalidades, la lepra se convirtió en Colombia en una amenaza mortal. Un censo poco confiable de doctor Gabriel J. Castañeda, y las opiniones alarmantes de los doctores Abraham Aparicio y Proto Gómez, miembros como Castañeda de la Academia Nacional de Medicina, alimentaron el temor, y el temor, las duras medidas contra los leprosos. Artículos médicos y periodísticos contribuyeron al sobresalto. Abraham Aparicio, uno de los fundadores de la Academia, recomendó aislar a los leprosos de manera absoluta y vitalicia. El temor se mantuvo: años después el presidente Reyes seguía hablando de “proporciones horrorosas” que podrían afectar a todos los hogares.


La realidad era que hacia 1910 debía haber 4.000 leprosos en Colombia, aproximadamente uno por cada 1.200 habitantes. Cifras más reales fueron las reveladas en 1940 por el director del Instituto de Investigaciones de Lepra, Luis Patiño Camargo, quien reportó 8.200 enfermos recluidos en lazaretos y 4.000 tratados en otras unidades sanitarias. Cinco años después había recluidos 3.000 leprosos en el lazareto de Agua de Dios, 2.500 en el de Contratación y 600 en el de Caño de Loro.


El hospital y los lazaretos

Los principales lazaretos en lo que hoy es Colombia fueron: Caño de Loro, Tierra Bomba (1796); El Curo, Santander (1812); Contratación, Santander (1861) y Agua de Dios, Cundinamarca (1871). El primer hospital antecedió en casi dos siglos al primer lazareto.


Establecida la República, se expidió la “Ley sobre lazaretos” el 5 de agosto de 1833 durante el Gobierno de Francisco de Paula Santander. Tomó parte en su redacción el doctor José Félix Merizalde. La norma dispuso la creación de tres establecimientos que permitieran cubrir todo el territorio nacional para recluir a los enfermos de lepra. Con base en un “Reglamento Administrativo” que fijó las normas para la fundación de nuevos lazaretos, en 1861 se fundó el de Contratación, Santander; y por ley de 1867 el de Agua de Dios, erigido en 1871 sin cumplir la famosa normatividad. Hacia 1888 ya había lazaretos en Amagá, Boyacá y Cali. La Ley 28 de 1903 ordenó a los departamentos crear lazaretos en su jurisdicción.


En el virreinato del Nuevo Reino de Granada el primer hospital para enfermos de lepra se construyó en Cartagena. Fue el Hospital de San Lázaro, fundado durante la presidencia de Juan de Borja, a comienzos del siglo XVII. Levantado cerca de la plaza principal de la ciudad, debió ser trasladado por su ubicación tan céntrica. Fue reubicado en el cerro que por él tomó su nombre: el cerro de San Lázaro. Estaba constituido por algunas chozas de paja. Allí ejerció su apostolado con los leprosos san Pedro Claver, pues otros religiosos no querían hacerse cargo de los enfermos por temor al contagio. En él vivían algo más de un centenar de enfermos, según censos de diferentes épocas.


En el hospital eran recluidos hombres y mujeres que habitaban las chozas de paja y podían salir a la ciudad por un único motivo: pedir limosna para completar sus precarias raciones. El hospital pasó a Caño de Loro, en la isla de Tierra Bomba, en 1789.


En procura de concentrar a todos los enfermos de la Nueva Granada, el lazareto atendió a enfermos desde la costa Atlántica hasta Ecuador y Panamá. Se sostenía con el impuesto de anclaje pagado por los barcos. A pesar del lazareto de Cartagena, muchos enfermos deambulaban por las calles. Antes de la existencia del hospital, los enfermos debían permanecer “secuestrados” en sus casas de habitación por orden de las autoridades.


Para enviar los enfermos al lazareto de Cartagena las autoridades solicitaban, para el diagnóstico, el concurso de prestantes médicos como José Celestino Mutis, Miguel de Isla y Honorato Vila. La renta de aguardientes cubría los gastos del viaje a los leprosos sin recursos. En Honda los “lazarinos”, como se les llamaba, iniciaban su travesía por el río Magdalena para para llegar a Cartagena de Indias. Una sutil frontera podía separar el diagnóstico correcto del erróneo, por lo que de una confusión podía depender la estigmatización, el encierro y la muerte social.


Durante el sitio de Morillo a Cartagena, en 1815, hubo enfrentamientos entre españoles y patriotas en la isla de Tierra Bomba. Las chozas del lazareto fueron incendiadas y los enfermos pasados a cuchillo.


El lazareto pasó de la Colonia a la República, y desapareció en 1950, cuando el Decreto 121 de ese año, del Gobierno Nacional, destinó la isla de Tierra Bomba a la Base Naval Militar de Cartagena. Sus 500 enfermos fueron enviados al lazareto de Agua de Dios y algunos al de Contratación. Las instalaciones fueron bombardeadas por la Fuerza Aérea Colombiana en el mes de septiembre de ese año, Sui géneris medida que ya había sido empleada en un lazareto de los Estados Unidos para acabar con los gérmenes.


El lazareto fundado en El Curo, Santander, en 1812, debió ser trasladado a Contratación en 1861, en busca de un clima más benigno; pero según mención del médico Juan Bautista Montoya y Flórez, era un peligroso hacinamiento, y menos que un refugio de mendigos.


El leprocomio de Agua de Dios comenzó a funcionar en 1871 con 74 enfermos. En 1896 llegó la primera religiosa para brindar cuidados a los enfermos. La población contó hasta 1910 con un hospital, el San Rafael. En ese año se fundó el de San Vicente y al año siguiente el Hospital Boyacá. Para la atención de enfermos mentales se creó “La Casita”, que mantuvo a estos enfermos en celdas con barrotes, con camas en cemento y tratados con choques eléctricos hasta comienzos del actual milenio. Agua de Dios era un pueblo con iglesia, plaza, escuelas, teatro, los hospitales descritos, como muchos, pero con cerca de alambre y una población secuestrada, como pocos.


Los juicios de Núremberg (1945-1946), que juzgaron y condenaron los crímenes de la Alemania nazi, hicieron reflexionar sobre el derecho de los sujetos de investigación y por extensión sobre los derechos de los pacientes, lo que condujo a la recuperación de los derechos de los enfermos de lepra.


En Colombia, el presidente Alberto Lleras Camargo, en 1958 suspendió la Intendencia de Agua de Dios, acabó con el cordón sanitario y los retenes de policía y garantizó la libre movilización de los enfermos. La Ley 148 de 1961 suprimió de forma definitiva los lazaretos, autorizó la creación de los municipios de Contratación y Agua de Dios y les restableció a los enfermos todos sus derechos civiles políticos y sociales. En 1994 los sanatorios se convirtieron en Empresas Sociales del Estado y los enfermos contaron con un subsidio de tratamiento de un salario mínimo mensual legal vigente.


Las voces en pro del aislamiento del leproso

Los que hoy consideramos sin atenuantes sitios de encierro, fueron entonces, defendidos como asilos filantrópicos para el bienestar de los enfermos, aun por médicos prestantes.

Ante el temor y con la pretensión de controlar la enfermedad, la Junta Central de Higiene creó a finales del siglo XIX la Comisión de Construcción de Lazaretos para determinar los mecanismos de la reclusión. Se evaluó la ampliación del de Agua de Dios y la construcción de nuevos leprocomios.


El doctor Proto Gómez, miembro de la Academia Nacional de Medicina, crítico del leprocomio de Agua de Dios, pero no del aislamiento, aseguraba que en toda la República no había un establecimiento que mereciera el nombre de lazareto. Sobre el de Agua de Dios decía: “Es una aglomeración de individuos enfermos de los dos sexos que están en contacto permanente con los habitantes exentos de lepra que viven en el mismo Distrito”. Y ante el temor a la propagación del mal no veía otra solución que el aislamiento total y definitivo del enfermo, y consideraba ideal una isla segura de la que no pudieran escapar. Recomendó la isla de Coiba, en el Pacífico. Su informe a la Junta de Higiene fue aprobado por unanimidad. En tal discusión tomaron parte los doctores Juan David Herrera y Luis Fonnegra en representación de la Academia Nacional de Medicina.


De otra parte, los periodistas y los escritores opinaban y reforzaban la idea del asilamiento. Soledad Acosta de Samper, una de las más destacadas escritoras colombianas del siglo XIX, escribió: “Sábese que el único remedio que tiene el mal es aislar a los enfermos a todo trance, impedir que tengan comunicación alguna con los sanos pues hasta ahora la enfermedad no tiene contra. […] Si no se pone eficaz coto a este mal, pronto, muy pronto, Colombia será una nación de seres monstruosos incapaces de trabajar física y moralmente. […] …una nación de leprosos de la cual se apartarán todas las demás con horror”. Pero como bien valía que se sacrificaran por la humanidad, termina el artículo señalando:


“Su sacrificio será grande, ¿quién lo duda? pero al reflexionar en la vida de dicha que les aguarda en la eternidad y lo pasajera y rápida de la presente, sus espantosos sufrimientos serán para ellos ligeros, y aún bendecirán la mano que los ha probado en este mundo para recompensarlos en el otro”. Y como esta, multitud de voces clamaron por la reclusión de los leprosos.


La desdichada vida del leproso y la vida en los lazaretos

Recluidos o no, los leprosos soportaban una vida miserable. Podían sentir, incluso, más discriminación en libertad que confinados. Así lo expresó el doctor Manuel Uribe Ángel: “Los enfermos no aislados llevan una existencia más angustiosa y deplorable que los reunidos en sociedad con sus compañeros de infortunio”. Y nos describía su vida en sociedad: “La vida del elefanciaco en la sociedad común es verdaderamente tormentosa; las gentes le retiran la mano al saludarlo, no puede abrazar a sus amigos porque se esquivan, se le niega la hospitalidad, no puede acariciar a sus hijos porque los envenena, no puede negociar; el terror que infunde lo priva del cariño, de las relaciones, de la estimación y hasta de la caridad misma, que a no ser heroica, retrocede espantada ante él. El desdén, el asco, la esquivez, repulsión y el miedo que infunde, deben ser para él martirio tan tenaz y tan cruel que no nos atrevemos a describirlo”.


Efectivamente, el aspecto podía ser terrorífico. Bástenos como ilustración una parte de la larga y estremecedora descripción de un leproso, de Emilia Pardo Bazán, citada por Adolfo de Francisco. Menciona en ella la desfiguración del rostro, la nariz y los pabellones auriculares carcomidos, la pérdida de las cejas, las pestañas, la barba y el cabello, el olor repugnante, el desprendimiento de las falanges, las úlceras que llegan hasta los huesos y el aspecto paquidérmico de la lepra de los árabes. En resumen, un padecimiento en que el enfermo ve cómo se deshace. “Un despojo informe roído por todas partes cómo están los cadáveres en el osario”, escribió la novelista.


Para su confinamiento las normas eran rígidas, las condiciones precarias, y ante todo, pesaba moralmente la pérdida de la libertad. Veamos algo de la Ley 5 de 1833, ley sobre lazaretos, expedida por Francisco de Paula Santander: “Luego que se tenga informe de que alguna persona se halla atacada de elefancia, el jefe político del respectivo cantón procederá á hacerla reconocer por un profesional de medicina. […] Si del reconocimiento… resultare que dicha persona padece realmente la elefancia, se dará aviso al Gobierno de la provincia i se dispondrá que se le conduzca al lazareto con las correspondientes precauciones y seguridades. […] Si los mismos -los enfermos-tuvieran hijos pequeños, o les nacieren después de estar en el lazareto i estuvieran sanos, se les quitarán inmediatamente i y se entregarán a algún individuo de la familia… o se enviaran a la casa de espositos… en defecto de una u otra cosa, se repartirán entre personas caritativas…”.


No pocos leprosos protestaron contra la conculcación de sus derechos. El periodista Adriano Páez (1844-1890), por ejemplo, denunció en sus artículos de prensa las condiciones inhumanas en que vivían los leprosos en el lazareto de Agua de Dios, reseñó la crueldad del confinamiento y calificó de delito la prohibición a los leprosos para casarse. El literato bogotano Luis Carlos Pradilla, criticó en su artículo Agua de Dios (1878) la organización de los leprocomios, “la inhumanidad de la especie humana” y la imposición de “los mismos medios que opusiera Europa en los tiempos de las cruzadas”.


Fundado el leprocomio de Agua de Dios, los enfermos de Tocaima se resistieron al confinamiento, pero los vecinos los expulsaron por la fuerza. El lazareto fue cercado con alambre y contó con policía en el interior como en el exterior. La del interior estaba integrada por enfermos. En varios puntos como el Puente de los Suspiros, Tocaima y el Salto hubo puestos policiales para controlar la entrada de los pobladores. El Puente de los Suspiros era, en efecto, de sollozos, el lugar del adiós, en el que los familiares despedían al enfermo. En este, como en todos los lazaretos, debía tramitarse un permiso de autoridad competente para poder ingresar. Parapoder deambular entre los edificios los enfermos contaban con un pase. Los leprosos rebeldes eran castigados con reclusión o con el envío al lazareto de Caño de Loro. Los fugados eran regresados bajo custodia. Enfermo o sano que saliera del lazareto era escrupulosamente desinfectado. Así mismo, la correspondencia debía ser esterilizada en autoclave. Las empresas de transporte tenían prohibido movilizar a los leprosos. Los niños sanos eran separados de los padres enfermos.


Parte de la vida en reclusión fue la emisión de monedas para el uso exclusivo en los leprocomios. Fueron las primeras, pero no las únicas en el mundo. Aparecieron en 1901, y fueron de 2.5, 5, 10, 20 y 50 centavos. Con el tiempo aparecieron de mayores denominaciones. Se las llamaba coscojas, es decir, de poco valor.


A los enfermos se les conculcaban derechos civiles y políticos, no podían tener propiedades y se les expedía una cédula de ciudadanía especial que no los habilitaba para elegir ni para ser elegidos. El Departamento Nacional de Higiene podía conceder permiso a los enfermos para salir del leprocomio.


Con otros ojos se veía la escena desde la esfera gubernamental. En el Congreso Panamericano de Chile, en 1909, el doctor Pablo García Medina afirmó sobre el manejo de la lepra en Colombia: “Dada la marcha de la enfermedad tan lenta en la mayoría de los casos, sería una crueldad someter a estos enfermos a una dura y larga prisión, que tal sería para ellos un hospital”, y anotaba que los enfermos sometidos a prisión perpetua buscarían los medios de evadirse, que de seguro los encontrarían. Pero más adelante señalaba como ideal una colonia situada en una isla para para poder vigilar fácilmente el aislamiento. Y como representante del Gobierno, resaltaba que lo existente en Colombia era un sistema mixto de colonia con hospital establecido en ellas, a las que se trasladaban leprosos con enfermedad avanzada. Según él los hospitales estaban construidos de acuerdo con la higiene y tomando en cuenta la mayor comodidad del enfermo; circulaban en la colonia monedas propias para que los enfermos no sufrieran perjuicios ensus negocios; contaban con librería, escuelas para niños, local para teatro, bandas de música, baños de fuentes termales, asilos para niños enfermos y para sanos hijos de leprosos, y casa cómoda para los médicos, con laboratorio bacteriológico y médicos competentes. Una descripción distante de las carencias descritas por otros autores.


La otra mirada al enfermo y a la enfermedad

No todo en la lepra fue un temor in crescendo. Muchos médicos abrazaron en Colombia la causa de los leprosos. El doctor Adolfo de Francisco Zea en su capítulo Antecedentes históricos de la lepra en Colombia menciona entre otros a Roberto Azuero, Juan de Dios Carrasquilla, Gabriel J. Castañeda, Luis Cuervo Márquez, Evaristo García, Pablo García Medina, Julio Manrique, Juan Bautista Montoya y Flórez, Rafael A. Muñoz, Jesús Olaya Laverde, Nicolás Osorio, Carlos Putman y Roberto Sanmartín.


De ellos, traigo a estas páginas el recuerdo de Juan de Dios Carrasquilla, miembro muy distinguido de la Academia Nacional de Medicina. Su pluma como su vocación científica estuvieron al servicio del leproso. Su artículo La atenuación de lepra intentó disipar las descripciones horrorosas que circulaban del mal de San Lázaro: “No hay miembros desprendidos de cuajo […] las úlceras destruyen a veces grandes porciones musculares pero no afectan en general los huesos […] Estos cuadros terroríficos y fantásticos son los que han conducido a mirar a los leprosos como seres distintos de sus semejantes; desprovistos de sus sentimientos morales, sometidos a las furias infernales y entregados irremisiblemente a perecer en medio de los más atroces sufrimientos. Tiempo es ya de que se empiece a abandonar tan errónea y tan fatal creencia”. Y rectificando las imprecisiones sobre la enfermedad, publicó en los Anales de la Academia de Medellín, en 1905, varios artículos sobre las características de la lepra en Colombia. Un cuarto de siglo atrás, en 1881, Carrasquilla había comenzado, en El Agricultor, sus publicaciones sobre la lepra con La elefantiasis de los griegos.


Juan de Dios Carrasquilla alzaba su voz a favor de los leprosos y buscaba con sus investigaciones una cura para la enfermedad. Así obtuvo un antisuero antileproso -conseguido principalmente en caballos que habían recibido sangre de enfermos de lepra-, que sembró una enorme y fugaz esperanza. Alentado por este antisuero, Carrasquilla se oponía a la reclusión de los leprosos. Respetuoso como era de la libertad de los enfermos, se oponía al aislamiento, que los separaba de por vida de la familia y los condenaba a la soledad en un ambiente infrahumano y deprimente, amén de las deplorables condiciones higiénicas. Su idea era la de hospitales apropiados, a semejanza de los sanatorios antituberculosos europeos, que respetaran los derechos de los leprosos.


En 1895 se inició la aplicación del suero a enfermos de lepra de Agua de Dios y Contratación. Para 1900 el alborozo había pasado, pero sus investigaciones habían despertado el interés de científicos de renombre como Koch y Hansen, quienes lo invitaron al Congreso Internacional de Lepra en Berlín, en 1897, en el que presentó su Memoria sobre la lepra griega en Colombia, con todo lo relacionado con su descubrimiento y sus apreciaciones sobre el tratamiento de los leprosos. Sobre este punto expresó: “La obra de la medicina no es de destrucción, de exterminio, y mucho menos de castigo, quede eso para los legisladores, quienes sabrán si tienen derecho para tratar a los desgraciados como criminales, y entonces la justicia exigiría que se aplicara el mismo rigor a todos los miembros de la Sociedad atacados de enfermedades infecciosas”. Y puso como ejemplo de tratamiento el de los tuberculosos. “En sanatorios en las mejores condiciones higiénicas para aliviar su sufrimiento para que, por la desinfección, se evite el que propaguen su enfermedad, y para aplicarles los medios que la terapéutica recomienda. No se les persigue, no se les obliga al aislamiento forzoso, no se intenta exterminarlos. La justicia pide que se trate de igual manera a los tuberculosos, los sifilíticos y los leprosos” Y señalaba como deber de la ciencia encontrar los medios para prevenir y evitar la enfermedad.


Su suero suscitó en el congreso múltiples discusio- nes entre los investigadores europeos, y varios de ellos lo utilizaron. Con el tiempo, en los mejores casos, no hubo más que remisiones transitorias. El informe adverso de la Academia Nacional de Medicina al suero de Carrasquilla terminó con la clausura por el Gobierno Nacional del Instituto Carrasquilla. Años después el investigador anunció la obtención del cultivo del bacilo de la lepra, por desgracia solo era un contaminante.


Consideraciones bioéticas

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La cruel experimentación médica en los campos de concentración de la Alemania nazi, condenada en los juicios de Núremberg, condujo a la reflexión sobre los derechos del sujeto de investigación científica y dio origen al Código de Núremberg (1947), que estableció las pautas para la experimentación en seres humanos, adelanto que no tardó en exten- derse al campo clínico.


En Estados Unidos la búsqueda de los principios éticos básicos en investigación llevó a la expedición del informe Belmont en 1979, año en el que también aparece Principios de ética biomédica, libro de Tom Beauchamp y James Childress, en el que formularon cuatro principios básicos en la asistencia clínica: beneficencia, no maleficencia, autonomía y justicia, preceptos cardinales de la hoy denominada ética principialista. No son obviamente los únicos principios que rigen el quehacer médico, pero si lo más frecuentemente aplicados en el análisis práctico de los dilemas éticos.


Hay en lo paternal autoridad y amparo, obra el padre imponiendo y protegiendo. Como un padre quiso durante siglos la medicina que el médico fuera con su paciente. No entenderían los antiguos griegos, tampoco los médicos del medioevo, la libertad que hoy tiene el enfermo para aceptar o rechazar las medidas terapéuticas. Aceptar la decisión del paciente demandó un largo camino que apenas se materializó en la segunda mitad del siglo pasado. Una desacostumbrada consideración y un profundo respeto a la dignidad dirigieron los pasos de quienes por el enfermo actuaron tan filantrópicamente. Varias generaciones de médicos que hoy ejercen la profesión vivieron la transición, otras, las más jóvenes, solo han conocido lo que es aceptar la autonomía del paciente. Se necesita un escrupuloso discernimiento ético para que tal aceptación no termine por convertirse en despreocupación por la suerte del enfermo: total indiferencia por la vida del paciente que no acepta el tratamiento.


La autonomía es un principio al que no pudieron acceder en el pasado los enfermos de lepra. Claro hoy, no lo tuvo en mente la medicina de antaño. Dependiendo de las normas y las costumbres difiere el juicio que pueda llevarse a cabo sobre las conductas de una época. Las reflexiones en torno a la lepra en el pasado se basaron en conocimientos precarios y erróneos sobre la enfermedad, en concepciones religiosas y argumentaciones morales que no procuraron el mayor bien alcanzable. Se actuó mal indudablemente, pero es difícil concluir que el daño causado fuera producto de una intención malvada. Inevitablemente sesga nuestro juicio el conocimiento de la enfermedad, que cambia la actitud ante el flagelo. Hoy, conociendo el padecimiento nos atemorizamos menos, y sabiendo que hay cura, ni nos inquietamos.


Se ha afirmado en párrafos anteriores que el leproso podía sentir más discriminación en libertad que confinado, al fin y al cabo la discriminación se aliviaba al convivir con personas de su misma condición. Lo cuestionable no es el aislamiento sino la idea de una conducta tomada por la fuerza, sin el asentimiento del enfermo, y de por vida, permanente.


El particular temor del hombre a la lepra resulta incomprensible frente a tantas enfermedades dolorosas y mortales. El maltrato a los leprosos no lo padecieron enfermos con otras temibles afecciones. Tal parece que un sesgo religioso, una infundada relación entre el pecado y la lepra, hizo perder la noción de justicia. A diferencia de otros enfermos, sujetos de piedad, el de lepra fue objeto de castigo. Se quebrantó indudablemente la noción de igualdad (principio de justicia). No hay conclusión más objetiva en nuestros días.


La convicción en la falta del leproso, así diéramos por válida la primitiva creencia en el pecado, no justifica moralmente la ausencia de humanidad con un pecador que con su enfermedad ya sufre por su falta. La ciencia dio mejor explicación que la religión al origen de la lepra, una explicación real, inobjetable. Quedó sin piso la discriminación y el maltrato como consecuencia de una culpa. Entonces, solo el temor al contagio pesó en la elección del tratamiento. No obstante siguió siendo injusto en la medida en que para otros enfermos hubo sanatorios y buen trato y para el leproso, encierro y conculcación de derechos.


El principio que rige la bondad (beneficencia – no maleficencia), que no es asunto estrictamente médico, falló con los leprosos en todos los tiempos de segregación y encierro. No se pensó en la beneficencia del paciente sino en la seguridad de la población en general, argumento teóricamente aceptable, pero no cuando la lepra, de baja contagiosidad, no ameritaba las medidas impuestas. El desconocimiento del comportamiento de la enfermedad en épocas pasadas, atenúa la que a los ojos de la medicina actual y la bioética fue una decisión equivocada.


El reconocimiento de la autonomía del paciente es reciente y posterior al levantamiento de las medidas restrictivas contra los leprosos. Su ausencia, dado el paternalismo médico ancestral, fue un derecho del que estuvieron privados todos los pacientes, no solo los de lepra. No se puede más que elucubrar hoy sobre la actitud del paciente frente a la reclusión y al tratamiento. Hubiera, seguramente, accedido a este y rechazado el encierro.


Se actuó definitivamente mal con los leprosos a la luz de los conocimientos actuales y de nuestros principios bioéticos, pero toca aceptar que no fue, en general, resultado de una mala intención, sino del desconocimiento y el apego a verdades que apenas eran afirmaciones dogmáticas de la religión, la moral y la ciencia. No se encuentra argumento a nuestra vista que lo justifique.


Nuestra época difiere de aquellas en costumbres, principios y conocimientos. El surgimiento de la conducta con los enfermos de lepra no se entiende, no es claro, nuestro tiempo no admite correlacionar la enfermedad con el pecado. Aunque absurdo, debo asumir, en ausencia de otra poderosa razón que lo demuestre, que fue el pecado intuido en el enfermo el que definitivamente dio origen a tantos siglos de maltrato a los leprosos. Presiento que se confabularon contra el enfermo el temor y el pecado. El uno alentó al otro, el temor magnificó la falta, y esta, intuida todavía más grave, justificó, a manera de expiación, todo atropello. ¡El pecado se convirtió en pretexto! Con el tiempo, la concepción de pecado se fue desvaneciendo, pero la larga historia de un tratamiento inicuo, de tanto reiterarse creó un hábito: la lex artis del manejo de la lepra, que aun en contra de toda evidencia conservó la medicina.


El paciente leproso fue privado de la humanidad que ha debido recibir, su dignidad fue violentada, el trato sobrepasó lo exigido por la medicina de la época, y se extendió a lo social con un maltrato no justificable. Hubo discriminación, estigmatización y coartación de la libertad, acciones absolutamente condenables en el tratamiento de un enfermo. No hubo equidad, no se tomó en cuenta su sentir ni su criterio, la beneficencia fue parcial. El aborrecible comportamiento de la humanidad con el leproso hoy se advierte francamente irracional y condenable. Queda una lección: ni la sociedad ni la medicina pueden repetirlo.


Conflicto de Interés

El autor no tienen ningún conflicto de interés para declarar.


Financiación

No hubo ninguna fuente de apoyo financiero.


Referencias

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  3. De Francisco-Zea A. Carrasquilla y los lazaretos. En Juan de Dios Carrasquilla hombre de ciencia. 1a ed. Bogotá: Editora Guadalupe; 2004. p.176-80.

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  5. De Francisco-Zea A. La conferencia internacional de Berlín. En Juan de Dios Carrasquilla hombre de ciencia. 1a ed. Bogotá: Editora Guadalupe; 2004. p.186.92.

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