ACADÉMICO
HONORARIO
ERNESTO BUSTAMANTE ZULETA
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Por
el Académico Remberto Burgos de la Espriella 1
Los lunes por la mañana en el Hospital Universitario
de San Ignacio en Bogotá, alcanzaba a ver las manos
arañadas y pulladas del Profesor Ernesto Bustamante. Había pasado el
fin de semana en su finca en las
afueras de Bogotá cuidando su cultivo de rosas, esas
flores que, cuando nacen en Colombia, son las más
apetecidas del mundo, con todo y sus espinas que accidentalmente
lesionan las manos de quien con pericia
y celo las protege.
Durante años nos acostumbramos a ver las hábiles y
dóciles manos del Maestro maltratadas por una de sus
grandes pasiones, que al mismo tiempo lo llenaba de
energía positiva, de amor, de ánimo inspirador de gratitud, respeto e
inspiración. Yo pienso que el lenguaje
simbólico de la generosidad es la docencia, el desprendimiento de
conocimientos de un maestro para trasladárselos a sus alumnos,
esperando que lo superen y
vuelen todavía más alto. Tuve la fortuna de tener al
mejor a mi lado durante dos décadas y media.
Ernesto Bustamante viajó desde Medellín a formarse
con el pionero de América Latina, Alfonso Asenjo.
Bajo su tutela llegó a Santiago en donde principió su
entrenamiento en Neurocirugía. Asenjo reconoció
al inquisitivo clínico y diestro cirujano. Intento sin
éxito imaginarme el rostro estricto del profesor chileno escudriñando
las expresiones y gestos faciales del
Maestro Bustamante, quien en silencio cuestionaba las telarañas de la
semiología neurológica del paciente en estudio.
En Santiago de Chile conoció a Jeanne, quien con su
encanto lo cautivó en breve. Seguramente ella le contó la leyenda del
amor ancestral de Hues y Copihue,
que parió bajo las románticas aguas de una laguna la
flor nacional de su país, porque fue justamente en ese
lugar mítico donde resolvieron regresar a Colombia y
establecer en Medellín su hogar. Tres hijos fueron la
bendición de Ernesto y Jeanne.
La carrera académica del Doctor Bustamante se inició
en la Universidad de Antioquia, con la formación de
alumnos y una producción académica que enaltecía su
vocación pedagógica. Siempre pensó que la clínica y la
cirugía eran un matrimonio indisoluble y parejas complementarias. Libró
una lucha constante para mantener neurociencias en la misma aula
académica. Sus
cirugías comenzaron a calar en el ambiente incrédulo
de los resultados, y en la medida en que la experiencia
enriquecía, nuevas propuestas quirúrgicas aparecían.
Los problemas sociopolíticos de la Universidad de Antioquia lo
desanimaron. Jaime Gómez González se
lo trajo al Instituto Neurológico de Colombia como
director Científico, y en su seno se produjeron cerebros de la
especialidad esparcidos hoy por todo el país.
Durante los 26 años que pasé a su lado, no puedo recordar un solo día
sin verlo estudiar. La biblioteca y los
textos fueron sus compañeros más cercanos. Recorrió
todos los estratos gremiales y dio un ejemplo de transparencia en el
manejo de los asuntos colectivos. Fue
fundador de la Federación Latinoamericana de Neurocirugía y su
presidente Honorario. Organizó con
éxito el Congreso Latinoamericano de Neurocirugía
en Medellín, entre otras actividades.
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1 Miembro
de Número de la Academia Nacional de Medicina.
Su producción académica fue robusta y prolija, como
él mismo. Escribió centenares de artículos médicos y
en doce libros publicó sus mayores tesoros, algunos
de ellos apoyados por la Asociación Colombiana de
Neurocirugía, que en ese entonces vimos como una
especie de brazo educativo de la entidad. En la Academia Nacional de Medicina fue un innovador; sus
conferencias, de lujo, eran imperdibles. Fue el primero
en hablar con la elocuencia que da el conocimiento, de
las neuronas espejo y de los memes. La profundidad
de sus investigaciones y escritos era oceánica.
Pero hay que recordar al hombre, al ser humano impresionable y sensible ante las ocurrencias de sus hijos
y nietos, y las palabras de agradecimiento de quienes
fuimos recipientes de su sabiduría. Poco tiempo después del fallecimiento de su esposa, yo personalmente
le insistí para que fuese al Simposio Internacional de
Neurocirugía en Cartagena, donde presenté su libro, el
cual tuve el honor de prologar. Allí dejé que mi corazón hablara y utilicé la analogía de las rosas, el amor
y los aneurismas cerebrales. Guardaba el temor de que
la muerte de Jeanne se llevara a mi maestro también.
Cuando terminé, se me acercó y me dijo: “Burgos, casi
me ha hecho llorar.” Ese era el hombre desconocido
para muchos de sus alumnos, el mismo que disfrutaba
el silencio, la meditación y la lectura, y cuyo sistema
de recompensa cargaba solo tres cajas de dopamina: su
familia, las rosas y las neurociencias.
Los últimos años su luz en el hogar fue apagándose,
por las dolencias propias de la edad y, cuando las conexiones sinápticas dejaron de recibir energía, el Maestro
murió. Ana María, su hija, y su nieta, le acompañaron
con alegría. Y vaya si en mi país no es un privilegio
morir de muerte natural.
Asistí a la misa de sus cenizas en traje quirúrgico. Había finalizado
la resección de un meningioma voluminoso paraselar que envolvía nervios
ópticos y vasos carotideos. A través del microscopio la voz del
Profesor
Bustamante me guiaba: “No coagule; diseque… más
cerca. Ojo con la coroidea, llegue a la cerebral media.
Recuerde sus perforantes, hay que respetarlas. Son las
que marcan las secuelas. No toque el III par”.
He pensado que cuando un neurocirujano latinoamericano muere, deja un
pequeño Asenjo en el continente.
Cuando viaje un par colombiano, con gratitud diré que
dejó un cromosoma Bustamante. Sí, mi Profesor querido, el de la vida
silenciosa y las enseñanzas elocuentes,
a quien con seguridad también recordaré siempre que
vea una rosa. Así como cada vez que el día de San Valentín escuche un
avión en el cielo con rumbo a Estados Unidos, lo imaginaré cargado de
esos 700 millones
de tallos que en esa fecha les sirven en otras latitudes a
los enamorados para decir: “Te quiero”.