Resúmen
En este artículo para la revista Medicina, de la Academia Nacional de
Medicina, se presenta un análisis de la historia del Instituto Nacional
de Cancerología, fundamentado en dos obras:
Setenta años
del cáncer en Colombia. Historia del Instituto Nacional de Cancerología,
1934-1999, del médico Efraim Otero
Ruiz, publicada en 1999, y
Medicina
del cáncer, ciencia y humanismo. Historia del Instituto Nacional de
Cancerología, nuevo libro que saldrá a la luz dentro de pocos
días, firmado por otros autores. Por razones
de espacio, se centra en tres problemáticas: los orígenes del
instituto, algunos de los principales conflictos, y los legados que
permiten pensar en un futuro promisorio. Estos ejes centrales de la
narrativa
y el análisis se entrelazan con algunos de sus hitos y algunas de sus
cotidianeidades en la perspectiva
de mostrar que se trata de una institución pública caracterizada por
superar las crisis, desarrollar un
buen modelo de gestión y sobrevivir al viejo Sistema Nacional de Salud
y al nuevo Sistema General de
Seguridad Social en Salud, adaptándose de forma creativa a los cambios
y las tensiones de la historia,
sin perder de vista su misión original de asistencia, docencia e
investigación, ni su vocación de servicio
social bajo una perspectiva de equidad.
Palabras clave: Instituto Nacional de Cancerología;
Instituto Nacional de Radium; cáncer; historia;
historia crítica; Colombia; historia de Colombia; historia
institucional; sistema de salud; lucha contra el
cáncer; radium; radioterapia.
¹ Médico cirujano de la Universidad Nacional de Colombia,
máster en Historia y candidato a doctor en Historia de la misma
universidad. Docente de la maestría en Salud Pública de la Pontificia
Universidad Javeriana de Cali y profesor titular de la Facultad de
Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad Externado de Colombia.
² Médica cirujana de la Universidad El Bosque con maestría en Salud
Pública de la Universidad de Tokio. Investigadora y docente
en la Universidad Externado de Colombia. Actual Directora general del
Instituto Nacional de Cancerología y editora jefe de la
Revista Colombiana de Cancerología. Miembro de la Asociación Americana
para la Investigación del Cáncer.
³ Sociólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Ha sido
profesor titular en la maestría y el doctorado de Bioética y Filosofía
de la Ciencia en la Universidad El Bosque, de Historia de las Ciencias
y de Ciencia y Tecnología en la Facultad de Ciencias Sociales de la
Universidad de los Andes, de Historia de la Medicina en la Universidad
del Bosque y en la Universidad del Rosario.
Director del Seminario «Ciencia, Tecnología y Medicina en América
Latina» en la maestría de Estudios Sociales de Ciencia de la
Universidad Nacional de Colombia.
TOWARDS A CRITICAL AND COMPREHENSIVE READING OF
THE HISTORY OF THE NATIONAL CANCER INSTITUTE
Abstract
In this article for the journal Medicina, of the National Academy of
Medicine, an analysis of
the history of the National Institute of Cancerology (INC) is presented
based on two works:
Setenta años del cáncer en Colombia. Historia del Instituto Nacional de
Cancerología, 1934-
1999, by doctor Efraim Otero Ruiz, published in 1999, and Medicina del
cáncer, ciencia y
humanismo. Historia del Instituto Nacional de Cancerología, a new book
that will come out in
a few days, signed by other authors. For reasons of space, it focuses
on three issues: the origins of the institute, some of the main
conflicts and the legacies that allow us to think about a
promising future. These central axes of narrative and analysis are
intertwined with some of its
milestones and some of its daily life in the perspective of showing
that it is a public institution
characterized by overcoming crises, developing a good management model
and surviving the
old National Health System (SNS) and the new General System of Social
Security in Health
(SGSSS), adapting creatively to the changes and tensions of history
without losing sight of its
original mission of assistance, teaching and research, or its vocation
of social service under
a perspective of equity.
Keywords: National Cancer Institute; National
Institute of Radium; cancer; history; critical history; Colombia;
history of Colombia; institutional history; health system; fight
against cancer;
radium; radiotherapy
Introducción
En 2020 el Instituto Nacional de Cancerología (INC)
conmemoraba sus 86 años de vida como la primera institución pública de
investigación, asistencia, docencia
y liderazgo en la lucha contra el cáncer en Colombia.
Una primera versión de su historia está consignada en
un libro publicado por el doctor Efraim Otero Ruiz en
1999. En el año 2018 se emprendió, por iniciativa de
la actual dirección del instituto, una investigación que
aparecerá en formato de libro y que explora fuentes
inéditas y desarrolla análisis más comprensivos e integrales. Este
artículo de
Medicina intenta
suministrar
elementos para entender, en una primera instancia, la
excepcionalidad del Cancerológico como institución
pública en el complejo contexto de la salud y de la historia de
Colombia y, quizás, dar respuesta a un interrogante puntual: ¿de dónde
proviene el buen desempeño
del INC en un país donde las instituciones públicas
en salud se han caracterizado -en buena parte- por la
crisis y la desaparición?
Para llevar a cabo este ejercicio, es necesario superar
el «sentido común» con el que se aborda la historia de
las instituciones y proponer tres «giros analíticos». El
primero, superar la historia como una simple cronología de eventos y
adoptar un enfoque que la asuma
como una disciplina con capacidad explicativa (1). El segundo giro
implica mirar críticamente la manera
como se ha hecho la historia de las instituciones en el
campo de la salud, abandonando la visión teleológica
que fija la atención en los logros y que construye una
narrativa de progresos consecutivos, para pasar a una
visión comprensiva, atenta también a lo contingente, a
los conflictos y a las tensiones propias de los procesos
históricos. El tercer «giro analítico» consiste en abandonar el relato
que trata los procesos endógenos de la
institución como un todo, y poner la lupa en la relación que existe
entre esa vida íntima y las condiciones
contextuales de cada época. Siguiendo tales premisas
se intenta aquí esbozar el recorrido del INC como un
proceso de creación, consolidación, adaptación y cambio en el marco de
un país con una historia sectorial y
nacional dinámica y conflictiva.
El origen, un asunto más allá de las
fechas
Es usual explicar la creación de las instituciones como
producto de acontecimientos excepcionales o de ideas
nuevas que provienen de un genio personal. Nada más
ajeno a la realidad. En el origen de las instituciones
convergen procesos políticos, sociales, económicos
y culturales en diferentes escalas que trascienden el
campo de la voluntad individual y la excepcionalidad
factual. Lo cierto es que la institución termina siendo
una condensación de su tiempo y ella cambia en función de las dinámicas
de la sociedad que la contiene.
El Instituto Nacional de Cancerología es producto de
la conjunción de al menos cuatro procesos importantes que venían
produciéndose en el mundo y en Colombia: la construcción social del
cáncer en el ámbito
internacional, la conformación del Estado y la economía nacionales bajo
la guía del liberalismo interventor
de los años treinta del siglo XX, la impronta francesa
sobre la medicina colombiana y, finalmente, las situaciones de guerra y
paz, en este caso las de la guerra de
Colombia contra Perú.
De enfermedad incurable a mal moderno:
el cambio en las nociones sobre el cáncer y
el origen del INR
A comienzos del siglo XX, el cáncer –esa vieille maladie
descrita por Hipócrates y que ocupó un lugar discreto
en la nosología de los siglos siguientes– obtuvo una
nueva apariencia al convertirse, como lo sugirió Justin
Godard (2), en el «cuarto azote social» de la humanidad
después de la tuberculosis, el alcoholismo y la sífilis. Incluso el
médico y sociólogo Patrice Pinell, en su entrada
al
Dictionnaire de la pensée médicale
la llamó «un azote de
los tiempos modernos» y afirmó que «el cáncer cesó de
ser una enfermedad incurable para convertirse en un hecho de sociedad»
(3). Y eso es fundamental: el cáncer se
convirtió en un hecho social en el siglo XX.
Los enfermos anónimos, que hasta el final del siglo
XIX eran atendidos con medicinas tradicionales en
sus casas, pues el carácter incurable del cáncer que padecían hacia
inoficioso remitirlos a un centro asistencial, comenzaron a llegar en
el siglo XX a los hospitales, dotados ahora de rayos X y de
radium, otorgándole
una esperanza y una visibilidad inéditas a esta enfermedad. El impulso
inicial de este movimiento fue el
desarrollo de la radioterapia (Rx y
radium),
que trajo
a su vez un renovado interés científico, clínico y terapéutico por la
enfermedad, ubicándola en el centro del
debate médico y de la opinión pública.
Lo cierto es que en las instituciones asistenciales que
sobrevivieron al siglo XIX las lógicas de la caridad y la
beneficencia se encontraron con la novedad del
radium
y con una nueva cuestión social, la del cáncer. Fue tal
el interés en este campo que muy pronto se fundaron
sociedades para la investigación en Alemania, Inglaterra, Escocia, etc.
y también otras formas organizativas e
institucionales que rebasaron el marco de los hospitales,
como fueron las ligas contra el cáncer, las organizaciones benéficas o
asociaciones internacionales como la
Unión Internacional Contra el Cáncer (UICC).
A estas organizaciones se sumó la creación de hospitales
especializados. Ya para 1914 funcionaban centros
anticancerosos en Estados Unidos (Nueva York, Philadelphia, Saint
Louis); Gran Bretaña (cinco en Inglaterra, uno en Escocia y uno en
Irlanda); Alemania (Berlín, Heidelberg, Hannover, Münster, Bremen,
Múnich,
Luisburgo), y también en Rusia (Moscú), Suecia y los
Países Bajos (2). En paralelo, se produjo la creación de
instituciones dedicadas específicamente al uso del
radium para el tratamiento del
cáncer. Estas encontraban
su razón de ser en los beneficios de la prometedora,
pero a la vez incierta, radioterapia. En este ámbito se
destaca el Instituto de Radium de París –creado en
1909 por iniciativa de madame Curie, con el apoyo
de la Universidad de París y del Instituto Pasteur– el
cual era dirigido en ese momento por Émile Roux
(1853-1933), heredero científico del propio Pasteur
y donde trabajaba Claude Regaud, figura central en
la creación del Instituto Nacional de Radium (INR)
en Colombia.
La historia de este movimiento entre la enfermedad
incurable y el
azote social
siguió un curso similar en el
país, aunque con sus especificidades. Al final del siglo
XIX el médico Liborio Zerda (4) llamaba la atención
en la
Revista del Colegio Mayor de
Nuestra Señora del Rosario sobre los avances cognitivos en torno
al
radium
y sus posibles aplicaciones. Aunque no insistía en su
utilidad médica, evidenciaba la existencia de este elemento que
cobraría gran importancia en las décadas
siguientes. Poco después de esta referencia llegaron
algunos milicurios de radium al país y las primeras experiencias en su
aplicación fueron adelantadas por los
médicos Ricardo Valencia Samper, en 1919, Roberto
Sanmartín Latorre, en 1920, Rafael Ucrós, en ese mismo año, y Ricardo
Calvo Cabrera, en 1921 (5). Gracias a estos procedimientos esa
enfermedad críptica e
incomprensible, que en el siglo XIX apenas se asomaba en la medicina
colombiana, se ponía en el centro
del campo médico, y en periódicos como
El Tiempo
aparecían noticias sobre ella y sus avatares.
Por aquellos años también se establecieron servicios y
sociedades de
radium en el
país. Hacia 1920 se instaló el Servicio Público de Radiumterapia en el
Hospital
San Juan de Dios de Bogotá, a cargo de los doctores
Roberto Sanmartín y Rafael Ucrós. Pese a que este servicio tuvo que
cerrar por falta de recursos, se reabrió
en 1927 bajo la dirección del doctor Alfonso Esguerra
(6). Estos esfuerzos denotan claramente que antes de la
creación del INR ya se había comenzado a construir
una incipiente estructura asistencial para el uso de este
elemento en el tratamiento contra el cáncer. Todas estas iniciativas y
la creciente producción de tesis sobre el
cáncer y su tratamiento en la Universidad Nacional y en
las facultades de otras universidades como la de Antioquia o la de
Cartagena fueron conformando, durante los
años veinte, una masa crítica de pacientes que aportaba
mayor visibilidad al cáncer y al
radium
(7). De aquellos
años provienen las primeras estadísticas sobre el cáncer
producidas en el Servicio de Radioterapia del San Juan
de Dios y organizadas, en lo fundamental, en las tesis
de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional.
El interés de estos trabajos académicos se enfocó particularmente en el
cáncer de lengua, el cáncer de seno y
el cáncer de estómago. (8-10).
Nombrado en escritos de doctos y legos, presente en
los registros clínicos de los hospitales y con un incipiente arsenal
técnico para ser enfrentado, el cáncer se
fue configurando como una enfermedad importante y
urgente en Colombia. Un viejo mal, revisitado por el
modelo biomédico que ya se abría paso a comienzos
del siglo XX, puesto en el centro de las inquietudes
sociales y políticas del país. Es importante decir que,
de haber seguido tratándose el cáncer en la intimidad
del hogar de los pacientes, como ocurría en el siglo
XIX, a lo mejor la lucha contra la enfermedad no habría despegado. Pero
el brillo de las agujas de radium y
el temor y la esperanza que estas suscitaban lo hicieron
visible socialmente y esta visibilidad fue decisiva para
la creación del instituto. Sin este escenario de fondo sería
incomprensible la celeridad con la cual el Gobierno de Miguel Abadía
Méndez produjo –en el marco de
la visita del doctor Regaud a Colombia– la Ley 81 de
1928, norma que seis años más tarde se haría realidad
con la inauguración del INR⁴
.
Más que la decisión de un médico o de una figura pública, lo
determinante fue la construcción social del
cáncer a la que contribuyeron los periódicos y la radio nacionales, así
como las revistas y las facultades
de medicina. Lo interesante es que el carácter social
de ese proceso se fijó en su origen y determinó su naturaleza futura.
En el contexto del Sistema Nacional de
Salud del siglo XX y de la Ley 100 de 1993, el Instituto
Nacional de Cancerología se diferenció de otras instituciones por
conservar un fuerte sentido social dado
no solo por la población que atiende, sino también por
la forma como se relaciona con los pacientes, con los
actores privados y públicos y con la sociedad en general. Su manera de
abordar la lucha contra el cáncer
ha tenido en cuenta tanto los dictámenes de la ciencia
y los desarrollos de la tecnología, como las urgencias
sociales del país. Todo ello ha sido posible gracias a su
carácter público, un carácter que con algunos cambios
se mantiene hasta hoy dentro del proceso que bien podría llamarse «
Bringing the state back in» (11)
que está
teniendo lugar en el mundo y que la pospandemia seguramente propiciará.
El liberalismo interventor, la cuestión
social y el INR
Aunque la Ley 81 de 1928 que creó el INR se sancionó
durante el Gobierno del conservador Miguel Abadía
Méndez, la apertura de la institución no tuvo lugar
sino hasta el 4 de agosto de 1934, bajo el mandato del
liberal Enrique Olaya Herrera (12). No hay duda de
que Olaya se apresuró a inaugurar el INR justo tres
días antes del fin de su gobierno, con el propósito de
quedar en la historia como su creador; sin embargo,
resulta claro que un proceso de carácter estructural
superior a él explica mejor la fundación del instituto.
....................
⁴ Ley 81 de 1945: por la cual se dota y perfecciona el Instituto
Nacional de Radium y se crea la Asociación Colombiana de la
Lucha contra el Cáncer. Colombia: Congreso de la República.
Diario Oficial 26019 del 27 de diciembre de 1945.
El mandato de Olaya ocupó solo una parte de los dieciséis años que se
conocieron como la República Liberal (1930-1946), un periodo decisivo
tanto por la profundización de la modernización económica del país,
con base en un modelo dual y contradictorio de Industrialización por
Sustitución de Importaciones (ISI)
y agroexportación, como por la consolidación de un
Estado tendencialmente social que estaba en sintonía
con los cambios mundiales de los años treinta (13). En
efecto, durante esta década los impactos nocivos del
mercado autorregulado promovido por el liberalismo
económico se hicieron evidentes de manera dramática
en la gran crisis financiera y productiva de 1929. Para
enfrentar este descalabro de dimensiones globales, se
impuso en muchos países la perspectiva económica del
keynesianismo y un nuevo ordenamiento de la relación
Estado-mercado-sociedad conocido como el Estado
de Bienestar. Se trataba de ensanchar el Estado con
nuevas instituciones que asumieran la cuestión social
y la provisión de un conjunto de derechos laborales
y de ciudadanía para mejorar las condiciones de vida
de la población, aumentar la productividad, dinamizar
la demanda de bienes y reactivar, en consecuencia, la
industria y el comercio. En el seno de los Estados de
Bienestar surgieron los sistemas de salud en el mundo europeo; sin
embargo, en América Latina solo fue
posible construir Estados interventores con precarias
instituciones y una menor amplitud en la expansión de
los derechos sociales (13).
Los gobiernos de la República Liberal, en distinto
grado, incorporaron algunos elementos de la agenda
keynesiana, dando lugar a un intervencionismo liberal
o liberalismo estatista, que denotaba una moderación
en las ideas radicales de libre mercado. En particular,
la Revolución en Marcha del primer Gobierno de Alfonso López Pumarejo
(1934-1938) llevó a cabo una
reforma constitucional que explicitó la función social
de la propiedad, creó el Estado social y abrió espacio
a un conjunto de normas que en realidad tuvieron
más pretensiones que realizaciones, como la Ley 200
de 1936 de reforma agraria y el reconocimiento de las
asociaciones sindicales. La educación pública, la salud
y la seguridad social dieron pasos importantes, pero
insuficientes ante las necesidades reales (14).
En este contexto, y como había sucedido en Francia,
la magnitud de la inversión que suponía la adquisición
del
radium y de los equipos
para usarlo en la terapia
contra el cáncer hacían que solo el Estado tuviera la
capacidad institucional y financiera para hacerse cargo
de la tarea. De modo que un instituto dedicado a estas
actividades solo parecía viable como entidad pública,
pues las iniciativas privadas carecían del capital suficiente y de
experiencia en la gestión administrativa.
Ahora bien, la ausencia de un sistema de salud o de un
ministerio robusto, así como el carácter un tanto experimental en ese
momento de la radioterapia, hicieron
que este tipo de institutos, tanto en Francia como en
Colombia, no se ubicaran bajo los débiles departamentos de higiene que
existían, sino en el seno de la educación superior de carácter público.
Por ello la Universidad Nacional de Colombia acogió en sus primeros
años al INR sosteniéndolo con su presupuesto, lo que
generó un fuerte debate entre distintos sectores políticos y académicos
del país. Para unos era incomprensible que una entidad de asistencia en
salud estuviera en
el marco de una institución educativa y consumiera sus
exiguos recursos. Para otros, las funciones de docencia
e investigación, que en realidad fueron muy escasas
durante los primeros años, eran una razón suficiente
para incorporar al INR a la universidad. El instituto
permaneció hasta 1951, no sin conflictos ni tensiones,
bajo el ala de la Nacional, a la que precisamente el
liberalismo interventor dotó en 1937 de una nueva ciudad universitaria
y de recursos y estatutos acordes con
la lógica estatista y social. No resulta exagerado decir
que el instituto fue expresión de la configuración del
Estado moderno en Colombia y que, a su vez, el INR
contribuyó a construir ese Estado.
Una vez más la medicina francesa hace
presencia
Junto con los desarrollos del Estado, otros procesos de
orden externo le imprimieron un elemento adicional
al carácter del instituto, ubicándolo en el contexto internacional de
la salud y del cáncer. El primer proceso
en esta dirección fue el influjo de la medicina francesa,
que ya venía siendo importante en la consolidación de
la profesión médica colombiana desde el paso de la Colonia a la
República. Para el caso del cáncer y del INR,
este influjo se materializó en la relación personal que
se estableció entre Claude Regaud y Alfonso Esguerra
en el marco del Instituto de Radium de París, de donde
surgió la idea de desarrollar una institución similar en
Colombia. Posteriormente, la gestión de Esguerra ante
el Gobierno de Miguel Abadía Méndez y su ministro de
Educación, José Vicente Huertas, dio lugar a la Ley 81
de 1928 para fundar un instituto que enfrentara y estudiara el cáncer
en Colombia, expedida al calor de la visita de Regaud al país. Más
adelante, durante el Gobierno
de Olaya Herrera, fue Huertas quien impulsó la entrada
en funcionamiento del instituto, en medio de conflictos
y polémicas. El impacto de la medicina francesa fue evidente no solo en
las concepciones anatomoclínicas que
acompañaron el abordaje de la enfermedad durante los
primeros años de vida del instituto, sino también en la
arquitectura del edificio que albergaría al hospital, en su
dotación, en los protocolos para el uso del radium, así
como en la organización de la atención y en el manejo
hospitalario.
Además del influjo francés, la visita de los doctores
Juan Pablo Llinás, Daniel Brigard y Ruperto Iregui a
Estados Unidos y a algunos países de Europa como
comisionados del instituto para ponerse al día con los
avances mundiales sobre el cáncer, además de sugerir tecnologías y
dotaciones para el INR, abrió paso a
los debates en los que la medicina de laboratorio y de
impronta estadounidense iba ganando espacio –como
biomedicina– frente a la
medicina francesa. Más allá
de los detalles y las controversias que generaron estos
contactos, es importante señalar que a partir de esas
experiencias el instituto comenzó a ocupar un lugar
importante en el contexto internacional, participando
de la UICC, aportando al conocimiento mundial con
estadísticas sobre el cáncer, recibiendo reconocimientos sobre sus
primeras publicaciones, promoviendo la
formación de sus médicos en los países que estaban en
la vanguardia de la lucha contra el cáncer, pero también, abriendo sus
puertas para la visita de destacados
cancerólogos extranjeros como el uruguayo Alfonso
Frangella (15) y el estadounidense George Humphreys
(16), para citar solo dos casos. El INR también recibió a profesionales
de los países vecinos que vinieron a
formarse en Bogotá y a pacientes que recibían su tratamiento en la
nueva institución.
Este lugar internacional se mantuvo a lo largo del siglo
XX y si bien el INR no fue el primer hospital de este
tipo en América Latina –pues ya se habían creado en
los años veinte el Instituto de Radium de Belo Horizonte (1922) y el de
São Paulo (1929)–, su impacto en
la lucha regional contra el cáncer fue indiscutible gracias a la
generosidad y solidaridad forjadas en su origen. En años recientes esa
inscripción internacional se
ha mantenido, como lo demuestra la realización aquí
del Encuentro de Institutos Nacionales de Cáncer de
América Latina, en el marco del cual se creó la Red de
Institutos Nacionales de Cáncer. En un mundo global,
este rasgo no solo supone un orgullo, sino, sobre todo,
una gran responsabilidad.
Sin la guerra, o mejor, sin la paz, no habría
instituto
Los elementos hasta aquí señalados fueron vitales para
la creación del instituto y le aportaron rasgos estructurales que hasta
hoy explican su excepcionalidad. Sin
embargo, hace falta aludir a un tema financiero que
tiene un alto valor simbólico en la tarea fundacional
del INR. Los recursos necesarios para la nueva institución no se
habrían obtenido de no ser por un acontecimiento único en nuestra
historia contemporánea:
la guerra con el Perú, un país hermano. Esta breve
conflagración se inició con la invasión de 48 peruanos
a Leticia, el primero de septiembre de 1932, quienes
reclamaban para ese país una porción de la Amazonía
colombiana que según ellos había sido entregada por
el gobierno peruano a Colombia a través del tratado
Salomón-Lozano en 1922. En realidad, la guerra hundía sus raíces en
procesos más complejos como eran
las delimitaciones territoriales coloniales, la explotación cauchera
–adelantada por la Casa Arana en respuesta a la creciente demanda de
este material para
nutrir la industrialización europea y estadounidense–,
el conflicto local de La Pedrera y la difícil construcción
de las soberanías nacionales en los países de América
Latina.
Según Efraím Otero, fueron los recursos obtenidos
por la venta de bonos de un empréstito interno para
el financiamiento de esta guerra, los que alimentaron
financieramente el sueño de crear un Instituto de Radium en Colombia.
Un sueño que apenas unos años
atrás era utopía para el médico colombiano, creador
de la Pasta Colombia, Alfonso Esguerra, y para el reputado médico
francés Claude Regaud, su colega y
amigo. Pero si analizamos con más cuidado ese momento de la historia
del país, no fue la guerra sino la
paz la que permitió el uso de estos recursos. Gracias a
realidades diplomáticas regionales y al ánimo pacifista
de aquellos años, la guerra culminó el 5 de mayo de
1933, solo ocho meses después de su inicio. Su desenlace fue eterno
para los soldados que participaron
en ella, pero precoz para los contradictores políticos
del presidente liberal Enrique Olaya Herrera, que clamaban por un
conflicto más cruento y prolongado. La
Ley 12 de 1932 había permitido emitir el empréstito interno –calificado
como «patriótico»– para la defensa
del país por diez millones de pesos, más el valor de las
joyas y alhajas donadas por las damas de la élite y algunas menos
encumbradas. Ante el amplio apoyo económico que despertó en los
colombianos esta medida,
se sancionó después la Ley 33 del 19 de noviembre de
1932, por medio de la cual se facultó al gobierno para
invertir el sobrante de dicho empréstito con el fin de
«auxiliar instituciones de beneficencia o de protección
social en la forma que el mismo gobierno determine»⁵
.
Si la guerra se hubiese extendido habría consumido todos los recursos
económicos del país, pero ella terminó
pronto con la firma de la paz y la ratificación del tratado
Salomón-Lozano. El gobierno emitió el Decreto
984 del 22 de mayo de 1933 autorizando la creación
del instituto con los recursos sobrantes del conflicto.
Así, la paz, y no la guerra, fue un soporte para el naciente instituto
en condiciones de fraternidad con los
países vecinos, que se reafirmaron en sus primeros
años de vida a través de las llamadas «becas bolivarianas» (17), un
programa de apoyos económicos y manutención para que médicos de los
países bolivarianos
vinieran a formarse en el INR de Bogotá. Las becas se
asignarían primero a las facultades de medicina más
antiguas, y la de San Marcos, en Lima (fundada en
1551), fue la primera. Este programa constituyó un
claro gesto de paz y solidaridad, como lo expresó el
médico colombiano Jorge Bejarano (17):
El Instituto Nacional de Radium por sus características y por ser el
único en su alcance en esta parte de
la América, debe cumplir una misión científica y de
acercamiento entre nuestros pueblos [...] Todo lo que
en este sentido haga nuestra Universidad, será correspondido, de ello
estoy seguro, con el afianzamiento de
la paz con los pueblos que tienen con nosotros no solamente un común
patrimonio histórico, sino también
territorios y ríos que en veces han servido para sembrar la discordia y
la guerra. El vínculo universitario es
vínculo espiritual y bien sabemos que el dominio del
espíritu sobrevive al hombre.
..............
⁵ Ley 33 de 1932, por la cual se abren varios créditos adicionales
al Presupuesto de gastos de la actual vigencia económica y se
dan unas autorizaciones al Gobierno». Colombia: Congreso
de la República. Diario Oficial. Bogotá; 31 de diciembre de
1932.
Los conflictos intraclaustro, un espacio
fértil para la historia crítica del instituto
Es común que en los libros históricos sobre las instituciones se
dedique un espacio privilegiado a los momentos de realizaciones y de
anécdotas felices y se
guarde silencio sobre los problemas y los conflictos.
Aunque comprensible, esta perspectiva de la historia
dificulta la mejor comprensión del pasado y, también,
nubla la visión del futuro. Por ello, el segundo gran
tema que este artículo resalta es el de los conflictos
que ha vivido el instituto. De la manera de enfrentarlos surgieron
aprendizajes y oportunidades. Dos tipos
de conflictos son importantes en este sentido, los que
se generaron en el dominio tecnocientífico y aquellos
propios de la vida institucional y de las relaciones de
poder internas y externas.
Conflictos en el dominio tecnocientífico
En la ceremonia de la inauguración del INR, el 4 de
agosto de 1934, no faltaron los elogios para quienes
habían concebido e impulsado este proyecto. La presencia de
funcionarios del gobierno en cabeza del presidente del país (Enrique
Olaya Herrera), así como de
personalidades del mundo médico y de la alta sociedad bogotana, le
dieron una gran relevancia a la fundación. El único elemento
perturbador fue la ausencia
del doctor Alfonso Esguerra, un detalle que parecería
menor, de no ser porque justo antes de la creación del
instituto se había dado un debate entre él y el grupo de
médicos fundadores del INR, compuesto básicamente
por Juan Pablo Llinás, Daniel Brigard, Ruperto Iregui,
José Vicente Huertas y Jaime Jaramillo.
Este debate surgió entre 1933 y los primeros meses de
1934. Esguerra cuestionaba la pertinencia de crear una
entidad tan especializada como el INR en un país con
apremiantes necesidades en salud básica (18). Le preocupaban los
altísimos costos del radium en el mercado mundial, por lo cual sugería
la adquisición de una
pequeña cantidad de este elemento y proponía invertir
el sobrante en la solución de las carencias básicas en
salud pública y educación (19). No es que Esguerra se
opusiera tajantemente a la creación de una institución
que él mismo había impulsado, sino que abogaba más
bien por darle vida a una entidad de pequeñas dimensiones, pues
consideraba que el cáncer aún no era un
problema de salud importante, había pocos enfermos
y se hacía más urgente ampliar la red asistencial general que crear un
hospital hiperespecializado en un país
donde primaban las enfermedades infectocontagiosas.
No obstante, en lo que se equivocaba era en restarle
importancia a la emergencia del cáncer, reconocido ya
como un amenazante hecho social, una enfermedad
que había pasado desapercibida no por ausencia de
casos, sino por las dificultades diagnósticas y terapéuticas, así como
por la tendencia a tratarla en casa, debido precisamente a estas
dificultades. A pesar de ello,
la radioterapia había comenzado a sacar a la superficie
la punta de un iceberg enorme que cobraba la vida de
miles de colombianos.
Sus críticas sobre la cantidad de radium que se debía
adquirir, fundamentadas en los conocimientos que sobre este tema había
leído del puño y letra de Regaud
años atrás, tampoco fueron muy afortunadas (20).
Precisamente, el médico francés, entre 1933 y 1934,
reconoció que las realidades de la radioterapia habían
cambiado desde 1928 y que un instituto como el que
se pretendía abrir en Bogotá en realidad necesitaba
grandes cantidades de radium para lograr tratamientos
efectivos. En medio de acaloradas discusiones, en las
cuales el doctor Jaime Jaramillo se comportó como el
adalid de los fundadores, se impuso su posición, por
lo que el gobierno finalmente dio vía libre a la naciente institución
en las condiciones en las que la habían
concebido los fundadores, y sin la participación inicial
de Esguerra, quien solo en los años cuarenta se incorporaría al
instituto.
Si superamos la visión maniquea de buenos y malos
con la que en ocasiones se escribe la historia, queda
claro que las apreciaciones de Esguerra estaban basadas en un interés
genuino por la salud del país y en
lo que sus observaciones clínicas y terapéuticas le permitían
comprender acerca del comportamiento de la
enfermedad. Entre tanto, la perspectiva de los fundadores iba un poco
más allá debido a sus contactos y sus
relaciones internacionales, lo cual le permitió imponerse. Aludir a
esta coyuntura da pie para reflexionar
sobre la necesidad de diferenciar los conflictos tecnocientíficos y
administrativos de los conflictos de poder
propiamente dichos, lo cual no es un asunto sencillo y
exige sabiduría directiva e institucional.
Conflictos ligados al devenir institucional
El informe que elaboró Claude Regaud después de
su visita a Colombia en 1928, y que sirvió como fundamento al proyecto
de creación del INR, incluía la
advertencia de que el instituto debía mantenerse al
margen de la dinámica política y elegir a sus directivos
y funcionarios con base en criterios científicos y técnicos.
Obviamente, esta advertencia no se pudo acatar
plenamente en un país con una polarización tradicional entre liberales
y conservadores desde el siglo XIX,
como lo evidencia la crisis suscitada a raíz del nombramiento de César
Pantoja en la dirección de la institución, en 1944. Este nombramiento
se produjo durante
el segundo gobierno de Alfonso López Pumarejo y
generó serias polémicas, pues muchos identificaban a
Pantoja como una ficha del gobierno debido a su cercanía con el
presidente y con el partido liberal. No hay
duda de que elementos de orden personal y/o político
pudieron haber pesado en este nombramiento, sin embargo, la crisis
institucional que se desató trasciende las realidades partidistas y se
ubica en otro lugar que
es preciso explorar. Antes de la llegada de Pantoja al
máximo cargo del INR, Huertas –el primer director–
había intentado llevar a cabo un plan de reorganización del instituto
que fue solicitado por la rectoría de la
Universidad Nacional, en cabeza de Gerardo Molina
–a quien se tildaba de socialista–, debido a las crecientes presiones
financieras y a los rápidos cambios institucionales que ocasionaban los
impulsos modernizadores de aquellos años en el Estado colombiano.
Para sorpresa de Huertas, el plan, que incluía entre
otras modificaciones algunos ajustes en las jornadas
de trabajo y en las modalidades de contratación y administración,
generó una enconada confrontación entre una parte del personal,
incluidos algunos médicos,
y la Dirección. Este choque condujo a la renuncia irrevocable de
Huertas y al nombramiento en su remplazo
del doctor Pantoja quien, una vez asumió el cargo, retomó la iniciativa
del plan de reorganización y redactó un nuevo proyecto que también fue
rechazado por
los médicos y por otros funcionarios inconformes. La
oposición se basaba no solo en los vínculos políticos
de Pantoja con López, sino también en la supuesta ausencia de
participación de médicos y trabajadores en la
elaboración de la propuesta de reforma. Acto seguido
se produjo una renuncia masiva y gradual del personal
del INR, ocasionándose una crisis que estuvo a punto de provocar el
cierre de la institución y la renuncia
de Pantoja (21). Pese a que la prensa informó de la
inminencia de estas dos situaciones, ninguna de ellas
sucedió finalmente (22).
Pero lo importante es que este conflicto en realidad escondía un asunto
que rebasaba la situación de la medicina del cáncer. Se trataba de la
resistencia a la modernización en sectores importantes de funcionarios
de diverso nivel que descansaba, tanto en el miedo a
perder la estabilidad alcanzada, como en el temor que
producían el ordenamiento y las exigencias en el trabajo
de la burocracia estatal. Aquí, al igual que en diversos
ámbitos del desarrollo del Estado, esas resistencias, que
eran parte de las tensiones y conflictos propios del proceso
modernizador, se camuflaron de azul y de rojo y se
esgrimieron como la razón del enfrentamiento.
El balance de esta crisis es menos dramático de lo que
parece. Los que se fueron del INR en aquella ocasión
encontraron otros nichos para aplicar lo aprendido e
incluso alguno de ellos se proyectó como alcalde de
Bogotá. Los que se quedaron –incluyendo a los pacientes que
participaron activamente de esta coyuntura–, junto a las directivas de
la Universidad, lograron
hacer de la crisis una oportunidad para cambiar la
imagen cerrada que tenían los médicos del país sobre
el instituto e impulsaron los procesos de formación y
de investigación, al igual que los de divulgación hacia la población,
reforzando al mismo tiempo la labor
asistencial. En remplazo de valiosos médicos como
Brigard o Llinás llegaron personajes de la talla de Roberto Restrepo y
Alfonso Esguerra, quien por fin lograba acceder al instituto.
En los años cincuenta tuvo lugar otra coyuntura crítica
en la que el conflicto originado en la resistencia al cambio volvió a
asomarse, esta vez en torno a dos temas,
uno antiguo y relativo a la necesidad de encuadrar el
INR en el sector salud y otro nuevo, el de cambiar su
nombre por el de Instituto Nacional de Cancerología.
El primero de estos conflictos surgió en 1951 cuando
por instrucciones del entonces presidente, Laureano
Gómez, el ministro de Higiene, Alonso Carvajal, incorporó las
recomendaciones de la Misión Currie y en
particular una: la de reorganizar los ministerios para
«disminuir el paralelismo de funciones en sus distintas
dependencias» (23), lo cual permitió que el instituto
dejara la Universidad Nacional y quedara inscrito al
Ministerio de Higiene (Decreto 308 de 1951). Pese a
las resistencias de algunos, este proceso era inevitable, dado que las
funciones asistenciales del INR superaban a las docentes e
investigativas, pero también
porque no era justo seguir sobrecargando financiera y
administrativamente a la Universidad cuando ya en el
país se estaba logrando consolidar una estructura sanitaria con un
Ministerio como cabeza visible y unos
subsectores como el de la seguridad social, liderado
por las Cajas de Previsión y por el Instituto Colombiano de Seguridad
Social, creado en 1947.
El segundo conflicto se había esbozado por primera
vez en 1951, pero se desencadenó en 1953 a partir de
la propuesta de cambiar el término «Radium» por el
de «Cancerología», que tuvo detractores y adeptos (5).
Dentro de los primeros estaban los que consideraban
que la palabra «cancerología» podría generar miedo en
la población, y que para muchos pacientes el solo hecho de asistir a un
hospital con ese nombre significaría
una confirmación de ser «un canceroso», lo que en ese
momento significaba una condena de muerte. Para los
segundos, los tratamientos de radioterapia habían perdido terreno ante
los avances de la quimioterapia y la
cirugía y otros desarrollos que se anunciaban, por lo
que la misión del instituto trascendía el uso del radium y
comenzaba a ser más integral, con la inclusión de múltiples estrategias
terapéuticas e incluso con un énfasis
importante en la prevención. Pese a las resistencias, los
promotores del cambio de nombre se impusieron y a
partir del Decreto 519 de 1953 el viejo INR se comenzó
a llamar Instituto Nacional de Cancerología. Un asunto
aparentemente menor –de forma, dirán algunos–. Lo
cierto es que en las décadas siguientes esa nueva denominación, en el
contexto de un Sistema Nacional de
Salud ya estructurado, no ahuyentó a los pacientes; por
el contrario, los atrajo cada vez más ante la ampliación
del espectro de posibilidades terapéuticas que venía de
la mano con la noción de cancerología.
Al finalizar el siglo XX se produjo el último conflicto
significativo del instituto. La Ley 100 de 1993 aprobó
la creación del Sistema General de Seguridad Social en
Salud (SGSSS), un régimen de mercado regulado en salud con separación
de las funciones de aseguramiento y
prestación de servicios, competencia entre prestadores
e intermediación financiera de los aseguradores. Ello
obligó a los hospitales públicos, o bien a adaptarse y sobrevivir en
competencia con los privados, o a liquidarse
y sucumbir. En efecto, mientras hospitales centenarios
como el San Juan de Dios de Bogotá o el Lorencita Villegas de Santos
desaparecían, el INC se vio enfrentado
a las conflictividades que trajo este reordenamiento en
términos laborales y asistenciales.
Las tensiones no fueron menores y los conflictos laborales y
sindicales, abordados hasta ese momento
de una manera relativamente tranquila, se volvieron
más agudos. No obstante, los procesos de cambio y de
adaptación salieron adelante y el instituto finalmente
se convirtió en una Empresa Social del Estado (ESE).
No fue un proceso fácil, y, sin embargo, la opción de
desaparecer o de privatizarse nunca estuvo presente.
De hecho, convertirse en ESE le permitió al INC mantener su carácter
público y social originario, conservar
un lugar privilegiado dentro del conjunto de instituciones estatales y
mantener su misión, que desde los
años setenta se volvió cuádruple: asistencia, docencia,
investigación y salud pública en materia de cáncer.
Desde el punto de vista financiero, esos años significaron un reto
enorme, el más difícil, al tener que invertir radicalmente la
proporción de sus ingresos. Hasta
1993 estos habían sido mayoritariamente aportes de la
nación y minoritariamente recursos por venta de servicios de salud. A
partir de la reforma de los noventa
la mayor parte de sus ingresos deberían ser producto
de la contratación con los aseguradores y en menor
proporción recursos de la nación.
Casi veinte años después de la reforma de la Ley 100,
la adaptación del instituto ha seguido su trasegar de
manera relativamente positiva. Mientras instituciones
públicas han entrado en liquidación, y las privadas
emergieron en el campo oncológico, el instituto se ha
convertido en ejemplo de gestión financiera, recuperación de cartera,
desarrollo tecnológico, enfoque hacia
la prevención del cáncer, liderazgo nacional y regional en la lucha
contra el cáncer y doliente de interesantes políticas públicas en
beneficio de la población. Por
todo ello ha recibido distintos reconocimientos y premios, de modo que
el habitual fantasma de las crisis
y el conflicto han constituido a lo largo de su historia
momentos difíciles, pero también oportunidades.
Legados, una conclusión
sobre el
futuro
En el caso de la historia del INC, el gesto de ir al pasado para
construir el futuro no significa solo una garantía de no repetición de
lo vivido a manera de tragedia o
comedia, como lo han afirmado diversos pensadores;
es, sobre todo, una herramienta de apoyo para tomar
decisiones hacia el futuro sustentadas en la comprensión de los
procesos históricos que se desplegaron en
el tiempo y que avanzan imparables. En esta perspectiva, las historias
ya escritas y asimiladas críticamente
se constituyen en legados que vale la pena resaltar. El
primero y más evidente de ellos es que sin la creación
del INR hoy el país estaría desarmado ante una enfermedad que, de
acuerdo con la OMS y otras autoridades, crece y cobra numerosas vidas.
En el mundo,
alrededor de 9,6 millones de personas murieron de
cáncer en 2018, el año más reciente para el cual hay
datos bien consolidados. En el país, de acuerdo con
la información generada por los registros de cáncer de
base poblacional –avalados por la Agencia Internacional de
Investigación en Cáncer en Colombia–, para el
año 2018 se estimaron 101.893 casos nuevos de cáncer
y 46.057 muertes. El INC publica las estimaciones con
base en los mismos registros, pero con la mortalidad
registrada; de acuerdo con los datos que serán publicados este año, el
número de casos nuevos en Colombia es de 81.610 (24). La cuenta de Alto
Costo reporta
29.151 casos nuevos de cáncer atendidos en el sistema
(25). Sin el INC, Colombia no habría podido dar una
respuesta social adecuada para el control del cáncer.
Uno de los factores de mayor importancia en su quehacer es la formación
de talento humano de primera y
segunda especialización que está presente hoy en todo
el territorio nacional, cuyo aprendizaje se desarrolló
dentro de una cultura de la atención integral del paciente con cáncer
como enfermedad sistémica.
Un segundo legado es la provisión de asistencia para el
cáncer bajo estándares de calidad, tecnología de punta
y un enfoque centrado en lo humano que está presente
desde sus orígenes y que se ha fortalecido con el paso
del tiempo. Junto a él emerge un tercer legado: el INC
es una institución dedicada a tratar una enfermedad
que se hizo social en el siglo XX y que entendió muy
pronto la importancia del abordaje integral del paciente con cáncer, de
la mano con fundaciones privadas
y de caridad y con programas como los de cuidados
paliativos, cuidado de cuidadores, educación de pacientes y niños
afectados a quienes se les presta tratamiento y apoyo psicosocial
integral. Esa integralidad
supuso también un liderazgo en las campañas extramurales de lucha
contra la enfermedad que hoy sirve
como ejemplo para otras instituciones.
Podría hablarse de un cuarto legado fundamental que
apenas se insinúa en estas páginas. Se trata de la asunción efectiva de
la prevención, en un proceso de varias
décadas que se erige como herramienta fundamental
de las estrategias para luchar efectivamente contra el
cáncer y para lo cual se diseñaron políticas de alcance
nacional, pero orientadas regionalmente en asociación
con el diagnóstico precoz. Aquí habría que hacer alusión a las campañas
puntuales y los planes nacionales
de cáncer, incluyendo el último
Plan
decenal para el control del cáncer 2012-2021.
Pero ninguno de estos elementos se habría podido llevar a cabo sin un
modelo de gestión administrativa de
lo público concebido y construido en el día a día del
INC. Su historia se arraiga en el un tanto descoordinado Sistema
Nacional de Salud de antaño y se fortalece
en el estructurado y polémico Sistema General de Seguridad Social en
Salud del presente, demostrando que las instituciones bien manejadas
pueden cumplir su
función, sobrevivir y adaptarse sin perder la nuez de su
misionalidad: en este caso, la atención del cáncer para
todos con un criterio de equidad social. Finalmente,
debe resaltarse el contacto permanente del INC con la
medicina del cáncer en el mundo, en el continente y en
el contexto de los países vecinos.
Recientemente, el INC llevó a cabo un estudio sobre
su naturaleza y su régimen jurídico con el fin de examinar los
elementos que podrían permitir su fortalecimiento y concurrir en el
diseño y formulación de las
políticas de cáncer en el ámbito nacional. Y que, además, permitiera
cumplir más fluidamente con los planes, programas y proyectos de
investigación, docencia,
vigilancia epidemiológica, prevención y atención de la
enfermedad. Allí se contempla avanzar en varios de
los temas que limitan el quehacer del instituto y que
tienen que ver con el régimen de personal y la remuneración de los
empleados. En relación con esta problemática se presentó una propuesta
de reforma detallada
y realista, ante el Congreso de la República. En esta
línea se puede inscribir el análisis comparativo que se
llevó a cabo en la reunión de los Institutos de Cáncer
de la región (RINC) que organizó el INC en junio de
2019. En esta instancia se hizo evidente y conveniente,
además de posible, la transformación del INC en una
entidad de naturaleza especial como la que se contempla en la propuesta
presentada ante el poder legislativo
de Colombia (proyecto 010 de 2020). Este proyecto le
permitiría al INC liderar y ser ejemplo de la institucionalidad al
servicio de la resolución de problemas
prioritarios frente al cáncer con flexibilidad, agilidad
y acorde con los retos y desafíos que la enfermedad
plantea en la actualidad y ante la perspectiva de un
futuro complejo como el que podría plantearse en el
marco de la llamada pospandemia, la cual ha hecho
claras las diferencias entre la atención de las enfermedades agudas y
transmisibles y la de las enfermedades
crónicas como el cáncer.
Agradecimientos
Agradecemos a Constanza Padilla Ramos por su apoyo editorial.
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https://cuentadealtocosto.org/site/wp-content/
uploads/2020/09/CANCER2019COM.pdf
Recibido:
Octubre 27, 2020
Aprobado: Octubre 27, 2020
Correspondencia:
Manuel Vega Vargas
manuel.vega@uexternado.edu.co