COMPRENSIÓN DEL CÁNCER DESDE LA GENÉTICA



Alejandro Ruiz-Patiño¹


Resumen


El cáncer y la concepción sobre su etiología han acompañado a la humanidad desde muy tempranamente con registros tanto de esta entidad como de sus diferentes teorías de origen. Desde recuentos históricos en papiros hasta disecciones y clases de anatomía las cuales desafiaban la existencia de la bilis negra planteada por Hipócrates las explicaciones de los científicos sobre el origen del cáncer han buscado entender cómo la observación de fenómenos exposicionales, incluso heredofamiliares, se asociaban con el desarrollo de esta enfermedad. Se requeriría de nuevas herramientas como el microscopio para que Rudolph Virchow planteara la teoría celular, y el estudio de cromosomas para que Theodor Boveri planteara los postulados, a comienzos del siglo XX, los cuales nos permitieron entender el cáncer como una enfermedad originada en los genes. El siglo XX estuvo determinado por el nacimiento de cada vez más complejas corrientes tales como la citogenética, la genética molecular y nuevas técnicas como el estudio de asociaciones familiares, la secuenciación y el trabajo con virus inductores tumorales. Fue solamente derivados de estos descubrimientos que se lograron validar los postulados de Boveri en cuanto a la etiología y al comportamiento evolutivo del cáncer. Con el nuevo milenio llegaron otros resultados de grupos colaborativos como el proyecto Genoma Humano y el Atlas del Genoma del Cáncer, que permitieron entender con mayor profundidad los mecanismos moleculares involucrados. Adicionalmente, el desarrollo de terapias blanco dirigidas específicamente contra las alteraciones responsables permitió un cambio drástico frente al pronóstico y manejo, situando al entendimiento del genoma tumoral como un pilar en su tratamiento.

Palabras clave:  Neoplasias; Genómica; Genética; Historia de la Medicina.




UNDERSTANDING CANCER FROM GENETICS

Abstract

Cancer and the conception of its etiology have accompanied humanity from an early age with records of both this entity and its different theories of origin. From historical accounts in papyri to dissections and anatomy classes which challenged the existence of black bile proposed by Hippocrates, the explanations of scientists about the origin of cancer have sought to understand how the observation of expositional phenomena, even familiar associations, were linked to the development of this disease. New tools such as the microscope would be required for Rudolph Virchow to propose the cellular theory and the study of chromosomes for Theodor Boveri to raise his postulates, at the beginning of the 20th century, which allowed us to understand cancer as a disease originated in the genes. The 20th century was determined by the birth of increasingly complex trends such as cytogenetics, molecular genetics, and new techniques such as the study of family associations, sequencing, and research with tumorinducing viruses. It was only derived from these discoveries that Boveri’s postulates regarding the etiology and evolutionary behavior of cancer were validated. With the new millennium came other results from collaborative groups such as the Human Genome project and The Cancer Genome Atlas, which allowed us to understand the molecular mechanisms involved in greater depth. Additionally, the development of targeted therapies specifically directed against the responsible alterations allowed a drastic change in the prognosis and management, placing the understanding of the tumor genome as a pillar in its treatment.

Keywords: : Neoplasm; Genomics; Genetics; History of Medicine.



¹   Médico Cirujano, Residente de segundo año de Genética Médica, Instituto de Genética Humana, Pontificia Universidad Javeriana. Fundación para la Investigación Clínica y aplicada del Cáncer (FICMAC). Grupo de investigación en Oncología Molecular y Biología de Sistemas (FOX-G), Universidad el Bosque. Bogotá, Colombia.


Dentro del estudio del cáncer a lo largo de las épocas, científicos han buscado entender su etiología para plantear su tratamiento y más recientemente, su prevención y detección. Nunca ha sido tan relevante como ahora, la disponibilidad de un vasto y cada día creciente arsenal terapéutico dirigido cada vez más a objetivos moleculares propios de las células tumorales, aumentando la eficacia de los manejos y reduciendo su toxicidad. Para comprender cómo llegamos y a donde nos dirigimos en la lucha contra el cáncer nos remontamos en la historia de la humanidad.

Si bien este conjunto de enfermedades ha sido documentado desde el origen de la civilización, con la primera evidencia escrita en las recolecciones del papiro de Edwin Smith se describían casos de inflamación del seno, interpretado como tumor de esta glándula, pasando por múltiples hallazgos arqueológicos alrededor del mundo, incluyendo casos de osteosarcoma en Italia, Egipto, Sudán, Ecuador y Perú; sabemos que el cáncer siempre ha acompañado a la humanidad (1,2). No fue sino hasta la época de Hipócrates cuando se obtuvieron las primeras hipótesis escritas las cuales han perdurado hasta nuestros días. Fue a través de la medicina helénica que se obtuvo la terminología empleada actualmente. La palabra “carcinoma”, de origen griego compara la entidad a un cangrejo que se aferra a los tejidos secundarios. La traducción de esta palabra al latín por parte de Celso dio el uso de “cáncer “y fue complementada por Galeno quien, al emplear la palabra para hinchazón, acuñó el término “oncos”. La medicina griega planteaba el origen oncogénico en el desbalance de los humores, los líquidos corporales fundamentales, siendo estos la sangre, la flema, la bilis amarilla y la bilis negra. Interesantemente, era el cáncer categorizado como una enfermedad biliar, en la que un exceso de bilis negra favorecía, a la luz de los médicos, la aparición de tumores incurables, mientras que la bilis amarilla, los tumores curables (3,4). El mantenimiento de las teorías hipocráticas, así como la prohibición de realización de autopsias llevó a que estas hipótesis se perpetuaran hasta la demostración de que la bilis negra no existía, descubrimiento por parte de Andreas Vesalius y otros científicos contemporáneos. En este mismo siglo, Paracelso sugirió una relación de exposición con la oncogénesis. Su estudio de lesiones tumorales en nueve mineros, arrojó evidencia de depósito de azufre y arsénico en la sangre de estos individuos, planteando la primera evidencia de carcinogénesis química. Otras asociaciones exposicionales ganaron tracción incluyendo la hipótesis de Boerhaave en la tumorigénesis ocasionada por virus presentes en el agua y tierra, en adición a posibles etiologías hereditarias al examinar asociaciones familiares. Durante el siglo XVIII se publicaron otras asociaciones que incluían la inhalación de tabaco en polvo con pólipos nasales, el cáncer de seno con factores reproductivos como la paridad, el hollín con el cáncer de testículo, y, finalmente, la exposición de anilinas con el cáncer de vejiga (5).

De las observaciones patológicas macroscópicas, posiblemente, al observar compromiso en dichas estructuras por tumores metastásicos, así como primarios del sistema linfoide, Hoffman y Stahl plantearon que la composición de los tumores se daba por linfa. A través de una variación en su pH, densidad, degeneración y fermento de la misma, es lo que constituía la oncogénesis (6). Fue hasta 1838 cuando el patólogo alemán Johannes Peter Müller con ayuda de la microscopía logró demostrar el origen de los tumores en células, las cuales se desarrollaban de elementos gemantes, dando el nombre de la teoría de blastema. Su estudiante, Rudolph Virchow acuñaría con la frase “Omnis cellula e cellula” el pilar de la teoría celular al indicar que solo las células, y, por ende, los tumores, deben provenir de otras células. Como posible etiología, Virchow postuló las bases de la teoría de irritación crónica en donde células durmientes, se activan, dando origen a los tumores. Esta hipótesis la planteó al observar la presencia de macrófagos a nivel de lesiones malignas (7). Empleando las mismas herramientas utilizadas por Virchow, Theodor Heinrich Boveri, en paralelo a Walter Sutton, estableció la teoría de herencia cromosómica, por medio de su trabajo en erizos de mar al demostrar que se requería de la totalidad esperada de los mismos para que estos organismos pudieran tener un desarrollo embrionario satisfactorio. En adición a otros descubrimientos tales como el centrosoma, Boveri describió a cada cromosoma como una estructura única, de contenido exclusivo, sentando precedente en la importancia de la constitución, por lo menos a este punto, citogenética de las especies. Planteado inicialmente como la segregación anómala de los cromosomas a las células hijas, la teoría cromosómica fue expandida en 1914 en su obra titulada: “Zur Frage der Entstehung Maligner Tumoren”, conocido en español como “Sobre la pregunta del desarrollo de tumores malignos”. En este tratado, Boveri expone la hipótesis de que una combinación particular e incorrecta de cromosomas es la causa del crecimiento anormal de una célula y que esta podría ser heredada a las células hijas. No solo fue esta la primera asociación del material genético con el proceso oncogénico, sino que se hicieron una serie de postulados, que para entender su importancia es mejor mencionarlos.

Entre los postulados se menciona el de la existencia de mecanismos inhibitorios de la célula, capaces de promover la división celular solo cuando un estímulo está presente. Con esta descripción, se planteó la existencia del ciclo celular. Adicionalmente, Boveri habló de dos tipos de cromosomas, ahora entendidos como genes, los cuales corresponden con cromosomas inhibitorios de la división (genes supresores de tumores), así como cromosomas que fomentaban la división celular, los cuales se encontraban permanentemente en activación (oncogenes). Sobre la progresión tumoral, planteó que las lesiones benignas progresaban a malignas en un proceso de cambio secuencial de aumento de cromosomas estimuladores de la división, asociado con pérdida de los inhibitorios. Por otro lado, propuso además que la predisposición al heredar cromosomas los cuales eran propensos a causar mitosis aberrantes causaban asociaciones familiares, incluso llegando a demarcar síndromes de alta penetrancia dados por homocigocidad al heredar el mismo cromosoma débil de ambos padres. Tomando aproximaciones de hipótesis previas, Boveri menciona la inflamación como un elemento que promueve el crecimiento tumoral, la pérdida de mecanismos de adhesión como elemento promotor de las metástasis y la sensibilidad de las mismas a la radiación ionizante. Si tomamos en cuenta que para ese entonces el concepto de gen no había sido desarrollado, reemplazar cromosoma por gen, resulta increíblemente acertadas (5). Tomaría un buen trascurso del siglo XX para que varios científicos confirmaran estos planteamientos o contribuciones desde la genética al entendimiento del cáncer.

La primera evidencia de, en este caso un verdadero cromosoma anómalo, fue planteada en el año 1960 por Peter Nowell y su estudiante David Hungerford, quienes en un estudio de dos adultos con leucemia mieloide crónica lograron la identificación de un cromosoma anómalo, el cual, de acuerdo con el Comité de Estandarización de Cromosomas, debía recibir el nombre de la ciudad donde fue descrito, acuñando el nombre del Cromosoma Filadelfia (8). Si bien Virchow y Bovari requirieron del microscopio de luz para sus descubrimientos, Nowell y Hungerford basaron sus técnicas en las nuevas soluciones hipotónicas que permitían una adecuada separación de los cromosomas para su identificación individual. Se planteaba para este entonces, debido especialmente a las limitaciones de la técnica para la época, que las alteraciones cromosómicas eran infrecuentes en las neoplasias. Fue solamente después de avances en el laboratorio que se identificaron el incremento de las rupturas cromosómicas en pacientes con anemia de Fanconi, síndrome de Bloom y AtaxiaTelangiectasia como una asociación con el incremento del riesgo de desarrollo de leucemia mieloide aguda. A finales de la década de los 60, se llegó al consenso de que la mayoría de tumores presentaban alteraciones cromosómicas, las cuales a medida que progresaba la enfermedad, iban ganando complejidad y extensión. A pesar de una década de caracterización de estas entidades, no se lograron identificar alteraciones específicas, al menos hasta este punto en la historia, que definieran una identidad citogenética de un tumor, a excepción del cromosoma Filadelfia. Tardaría hasta la década de los 70, en la que con técnicas de bandeo mejoradas, se identificó éste como una translocación entre los cromosomas 9 y 22. Requeriría finalmente de aproximaciones moleculares para determinar que el gen homólogo celular del gen v-Abl del virus Abelson de leucemia murina, también conocido como ABL, localizado en el cromosoma 9 y la proteína de la región de rupturas agrupadas o BCR del cromosoma 22 constituyen un producto de translocación el cual da origen a una quinasa anómala que estimula a las células mieloides a proliferar (9).

Para 1971 los conceptos de mutación y gen ya eran ampliamente conocidos. Era especialmente el caso del retinoblastoma, un tumor que había sido ampliamente descrito en asociación familiar, especialmente en casos bilaterales. Tomando el cálculo realizado por David Ashley, quien se basó en procesos de carcinogénesis química, para describir que el cáncer cursa con 3 a 7 mutaciones somáticas, las cuales varían en número entre tumores y entre estadios clínicos, Alfred Knudson planteó el modelo del doble golpe como el responsable de la oncogénesis (10). En su estudio realizado en 48 pacientes con retinoblastoma, agrupó los casos en familiares o bilaterales y esporádicos o unilaterales. Tomando un modelamiento basado en una distribución de Poisson, se percató que los casos bilaterales se presentaban más tempranamente que los casos unilaterales en cuanto a la edad del paciente y estos dos grupos, seguían cada uno, una línea semilogarítmica que permitía describir la ocurrencia en tiempo de los casos con relativa exactitud.

Fue entonces que, tomando las tasas de mutación esperada, el comportamiento de las dos curvas correspondía a la ocurrencia esporádica de sola mutación para los casos familiares, al contar con el otro alelo afectado y en los esporádicos con la ocurrencia de dos mutaciones. A este concepto se le conoce como la hipótesis de Knudson y plantea que se requiere de dos mutaciones del mismo gen para dar origen a las neoplasias (11).

Para este entonces se había estipulado esta hipótesis como la piedra angular del desarrollo tumoral; ahora la pregunta estaba en establecer qué o cuáles genes como los responsables. Mediante su trabajo con virus tumorales de ARN, Mike Bishop y Harold Varmus identificaron un conjunto de genes que se encuentran presentes en todas las células y condiciones fisiológicas, y cumplen funciones preestablecidas. Al analizar el virus de Sarcoma de Rous (RSV), descubierto como el agente etiológico de esta neoplasia en especias aviarias, estos dos investigadores encontraron que un gen presente en este ARN, era capaz de ser incluido en el genoma de la célula infectada y este inducía la producción de una proteína muy similar a la normalmente encontrada en la célula. Esta proteína se conoce como Src y recibe su nombre como acortamiento de la palabra sarcoma (sarc). Sus dos variantes son c-Src (celular), la cual se encuentra normalmente en las células y cumple con una función de señalización de crecimiento, al pertenecer a la familia de las tirosina cinasas y su contraparte, v-Src, está presente en el ARN del RSV y carece del dominio de fosforilación inhibitorio, causando un constante estado de actividad y por ende, favoreciendo el crecimiento descontrolado de la células infectadas (12). El descubrimiento de este fenómeno permitió caracterizar un conjunto de genes, los cuales, bajo un proceso de alteración, ya sea por infección o mutación favorecen la aparición de tumores, derivando el nombre de proto-oncogenes (13). Experimentos de transfección subsecuentes demostraron que alteraciones específicas en estos genes conferían a las células tratadas características similares a células malignas, mientras que estudios de carcinogénicos llevaron a la observación que estas sustancias favorecían cambios en estos genes e inducían la tumorigénesis (5). Si bien hasta este punto se habían validado varios postulados de Boveri, tales como la existencia de la heredabilidad en la formación de tumores y la existencia de genes que los favorecían, fue mediante los estudios de familias afectadas por ciertos patrones neoplásicos los que permitieron encontrar el siguiente grupo de genes, los supresores tumorales. Si bien Knudson planteó con la hipótesis del doble golpe un posible mecanismo fisiopatológico, se requeriría del rastreo del origen parental de los alelos y el seguimiento de las deleciones y recombinantes somáticas de los tumores para poder hacer un mapeo y clonación del gen. De estos estudios de asociaciones familiares se logró identificar otros genes tales como APC en la poliposis adenomatosa familiar y BRCA1 en el síndrome de tumor de seno y ovario, también conocido como síndrome de King (15-17). El descubrimiento del otro subgrupo de genes involucrados en la formación tumoral corresponde a los genes supresores de tumores. Como su nombre lo sugiere, estos se encargan de inhibir los procesos celulares que llevan al desarrollo de la neoplasia, ya sea induciendo senescencia celular, es decir, bloqueando la capacidad de la misma de dividirse, o incurriendo en la muerte celular por medio de la apoptosis. Se descubrió por medio del estudio del virus vaculizante simiano 40, miembro de la familia de los poliomavirus, el cual tiene la capacidad de inducir tumores en sus huéspedes por medio del antígeno grande T y forma, por medio de esta molécula, un complejo con la proteína p53 la cual permitió identificarla. Inicialmente, se consideraba que la interacción del antígeno T y p53, inducía una ganancia de función, actuando como un oncogen. Estudios subsecuentes en líneas celulares de leucemias revaluó esta hipótesis. Un porcentaje de estas neoplasias cursan con rearreglos causales de inactivación de este gen, obligando ser una pérdida de función la responsable de este evento inductor y promotor tumoral. Estudios adicionales en una gran variedad de tumores, encontraron pérdidas de heterocigocidad y deleciones de la región (locus) contenedora de este gen, confirmando éste como parte del grupo de genes supresores. Fue tal el impacto de este descubrimiento, que no solo contribuyó a la hipótesis de Knudson al asociar las pérdidas funcionales de este gen con una gran cantidad de tumores, sino que también permitió establecer a esta molécula en el centro de los mecanismos por los cuales la célula escapa o bien, se transforma en una entidad maligna. Fue entonces pertinente bautizar al gen TP53 y a la proteína P53 como “el guardián del genoma” (18-21). Con estos hallazgos, el postulado de Boveri sobre los supresores se da por cumplido.

Interpretar la debilidad cromosómica expuesta en otro postulado puede hacerse de diferentes maneras. Una de las más acertadas y siguiendo la cronología de avances en el campo, sobre el año 1993 se realiza el descubrimiento de la ahora bien conocida inestabilidad de microsatélites. Este término hace referencia a pequeñas secuencias repetitivas las cuales se encuentran localizadas difusamente en el genoma y, en cierta proporción con muy puntuales salvedades, no codifican información génica. Lo que llamaba la atención es que un grupo de neoplasias del colon, especialmente variantes no polipósicas, presentan una excesiva acumulación de mutaciones puntuales en estas secuencias. La consecuencia observada debe corresponder a un evento en el cual se pierden los mecanismos de reparación de estas y por ende este excesivo acúmulo de mutaciones. Fue mediante el descubrimiento del gen MSH2, que codifica para una proteína la cual revierte estas alteraciones, lo que permitió caracterizar este fenómeno y mostrarlo como una consecuencia de una pérdida de la función del sistema de reparación de discordancias o como se conoce en inglés, “mismatch repair”. Esta debilidad permite que se acumulen una extensa cantidad de mutaciones a lo largo del genoma de la célula deficiente, y, si consideramos que estas alteraciones pueden darse sobre proto-oncogenes y supresores tumorales, tendríamos una vía clara para malignización. Sabiendo que este fenómeno se desprende del déficit de los genes responsables de reparo, se demostró adicionalmente que esto podría darse en asociaciones familiares, dentro de una herencia bien caracterizada, constitutiva del síndrome de Lynch (22-24).

Otra aproximación se puede tomar en cómo en estas células logran escapar las debilidades presentes en las células normales para perpetuar su existencia y garantizar la supervivencia. Sobra mencionar los mecanismos previamente expuestos, pero es crucial entender que existen procesos que activan, especialmente, los supresores tumorales. Considerando que, si la célula nunca detecta o no logra manifestar un evento genómico catastrófico a un supresor tumoral, se perderá esta acción a pesar de que haya integridad en estos genes. Cada división celular lleva a una pérdida de material genético. Si bien este proceso es contra intuitivo, es inherente al proceso celular. Normalmente, para elongar una hebra de ADN se requiere una reacción química de ligamiento entre un grupo fosfato con un grupo hidroxilo. Esto obliga a que el ADN se replique de 5´, posición del anillo de la ribosa que contiene el grupo fosfato, a 3´, por ende, localizando en este carbono el grupo hidroxilo. Esto no es problema en la cadena líder o conductora (leading strand en inglés), la cual se sintetiza directamente. Como el ADN es antiparalelo, la cadena complementaria, vista desde la cadena líder se dirige en la dirección opuesta, es decir de 3´a 5´. Con el fin de permitir la replicación, esta síntesis se realiza en pequeños fragmentos, llamados fragmentos de Okazaki, los cuales van en dirección opuesta al tenedor de replicación, pero que mantienen la dirección 5´ a 3´, lo que lleva a que esta hebra se sintetice más lentamente, recibiendo el nombre de cadena retrasada (“lagging strand” en inglés). Como se deben sintetizar estos pequeños fragmentos, se emplean cebadores o “primers” los cuales permiten iniciar las diferentes reacciones que dan origen a estos fragmentos. Dado que estos componentes no hacen parte de la secuencia definitiva, son removidos permitiendo que estos segmentos se unan por elongación y logren una cadena completa. El problema radica ahora con el extremo 5´de la cadena retrasada. Como requería de este cebador inicial, el nucleótido primordial, el cual se orienta con un grupo fosfato hacia el extremo 5´, es la primera base de la nueva cadena. Ahora, este nuevo producto, al remover el primer cebador, no permite que se logre replicar antes de este nucleótido, perdiendo en cada ciclo una cantidad de material genético del tamaño del primer cebador. Para compensar este fenómeno, los cromosomas tienen en sus extremos estructuras conocidas como telómeros, constituidos por secuencias repetitivas, y, aparte de amortiguar las pérdidas de material genético, delimitan cada cromosoma. Al momento que se agota el telómero, la célula interpreta este fenómeno como un daño masivo y activa p53 con el fin de llevar a la muerte celular o a la senescencia, evento el cual la célula no es capaz de continuar con sus ciclos replicativos. Lo interesante de estos eventos es que determinan el ciclo de vida de una célula, incluso organismos completos, han sido eventos descritos en fenómenos de envejecimiento ya sea prematuro o fisiológico (25-28). En cuanto al cáncer, por definición las células parecen ser inmortales, en el sentido de que pueden pasar miles de eventos replicativos y aun así sobrevivir y continuar su proliferación. Con lo expuesto previamente, se podría intuir que estas células cursan con alteraciones en sus supresores tumorales y sin bien hace parte de la respuesta, no constituye la totalidad de la misma. Sobre la década de los 90 se encontró la existencia de una enzima capaz de reparar esta pérdida telomérica, la cual fue bautizada como telomerasa. Esta proteína se encuentra expresada normalmente en algunas células del cuerpo humano, especialmente durante el periodo embrionario y en otros animales, también se encontró como la responsable de la inmortalidad de las células tumorales, confiriendo una herramienta para ofrecer a las células tumorales una ventaja sobre las limitaciones de las células sanas (29-31).

Con este recorrido hemos tocado temas diversos sobre los descubrimientos más importantes dentro de las contribuciones de la genética al cáncer, sin embargo, ninguna revisión de este tema está completa sin mencionar los hallazgos a tasas exponenciales que se lograron en el siglo XXI.

El secuenciar la totalidad del genoma humano siempre estuvo en la mente de muchos pioneros en el campo, sin embargo, solo fue hasta los esfuerzos colaborativos de varios grupos, uno liderado por Francis Collins y representando los intereses públicos del conocimiento abierto de esta secuencia bajo el Consorcio para la Secuenciación del Genoma Humano, y el otro encabezado por John Venter, a cargo de Celera Genomics, con interés de patentar esta información, que se logró obtener las primeras secuencias. La historia de este proyecto y competencia, una especie de carrera espacial hacia las profundidades del genoma, ha sido merecedora de ser recordada por múltiples capítulos, libros y conferencias. Publicados el mismo día en la revista Nature los resultados del Consorcio (32) y en Science los hallazgos de Celera (33), si bien novedosos, no ofrecieron esa introyección hacia todos los beneficios que se pensaba iban a lograr. Lo que si permitió fue abrir un inmenso campo que sigue creciendo hasta estos días. Hablar del impacto de este emprendimiento es en cierta medida inmensurable, especialmente considerando sus implicaciones a largo plazo y el cómo estas han permeado todos los campos de la medicina. Sin embargo, esta prueba de concepto demostró que, si era posible conocer la información completa de un individuo, era posible conocer esta misma información del cáncer. Sobre el año 2000, incluso antes de que la versión definitiva del genoma humano fuera publicada, Michael Stratton, parte del Wellcome Trust Instituto Sanger, localizado en Inglaterra, inicia una empresa similar con el fin de encontrar las bases moleculares del cáncer. En el año 2005 un proyecto paralelo titulado El Atlas del Genoma del Cáncer nace en los Estados Unidos a cargo Centro para Genómica del Cáncer del Instituto Nacional de Salud y el Instituto Nacional para la Investigación del Genoma Humano. Ambos esfuerzos han sido progresivos, incluyendo cada vez más tipos de tumores, entre comunes y raros con el fin de determinar el origen, desarrollo, evolución, pronóstico y posible tratamiento de los mismos (34,35). Los resultados no se hicieron esperar, demostrando un sinfín de alteraciones, algunas comunes entre histologías y otras únicas entre tipos e incluso entre muestras del mismo origen. Con el paso de los años la información se ha decantado permitiendo esclarecer distintos mecanismos, previamente desconocidos, que nos demuestran el intricado proceso microevolutivo que lleva a las células a su malignización. Encontrar adicionalmente tratamientos específicos contra estos procesos no es más reciente que los resultados de los genomas tumorales. Desde que se identificó el cromosoma Filadelfia, se había buscado inhibir la quinasa resultante, revirtiendo funcionalmente este proceso oncogénico. En el año 2001, en paralelo a los resultados del genoma humano se publica en el New England Journal of Medicine los hallazgos de un estudio clínico que, empleando imatinib, un medicamento de la familia de los inhibidores de tirosina quinasa, lograban control de la leucemia mieloide crónica (36), una aproximación que se continúa empleando, si bien con este y otros nuevos medicamentos del mismo tipo, hasta hoy (37). Nuevos éxitos, incluso superiores a quimioterapia convencional no se hicieron esperar. En el 2002 se demostraba la eficacia del mismo imatinib contra los tumores gastrointestinales estromales (38). Nuevos fármacos como el gefitinib pertenecientes a la misma familia demostraron su eficacia en el tratamiento para carcinoma de pulmón de célula no pequeña. Curiosamente este fármaco no logró inicialmente demostrar el beneficio terapéutico esperado, obteniendo tasas de respuesta limitadas en la población general. No fue sino hasta el estudio de Lynch y colaboradores con el que se lograron identificar mutaciones sensibilizantes en el gen del EGFR o receptor del factor de crecimiento epidérmico, siendo la L858R, las deleciones del exón 19 y la L861Q en pacientes respondedores, lo que permitió por primera vez determinar qué pacientes se beneficiaban del tratamiento dirigido con base en el genotipo tumoral (39). El debate sobre cuál fue la primera terapia dirigida está entre el tamoxifeno (1971), fármaco empleado en el tratamiento de cáncer de seno hormonosensible, al ejercer un efecto modulatorio sobre la señalización estrogénica o el transtuzumab (1992), un anticuerpo monoclonal dirigido contra los receptores Her2 presentes en algunos casos de esta misma histología, radica qué se considera una terapia dirigida y va un poco más lejos del objetivo de este artículo. Lo que si podemos afirmar es que con la experiencia obtenida en la creación de anticuerpos monoclonales, aparecieron nuevas moléculas tales como el rituximab (anti CD-20, empleado en algunas neoplasias hematológicas) y el cetuximab, empleado contra el cáncer de colon KRAS no mutado, por nombrar unos cuantos (40).

El listado de medicamentos aprobados basados en alteraciones genómicas específicas crece cada día para un gran número de tumores, así como la gran ola de resultados de estudios clínicos y preclínicos en curso que se avecinan. Adicionalmente, el conocimiento que nos ha aportado, en este caso la medicina genómica, buscando cada vez ofrecer medicina de precisión, individualizada al tratamiento de la patología molecular de cada paciente, más no de cada enfermedad, ha –incluso– llevado un cambio radical en el cómo se realizan los estudios clínicos y cómo se aprueban los medicamentos. Las translocaciones de NTRK, un evento genómico, si bien raro en tumores comunes, pero frecuente en tumores infantiles infrecuentes, constituye el primer caso de éxito. Solamente con la demostración molecular de la presencia de este rearreglo, dos medicamentos, el larotrectinib y el entrectinib fueron aprobados después de demostrar respuestas en cohortes de pacientes con histologías y edades diversas, las cuales en su mayoría solo compartían esta alteración (41,42). Ha sido tanto el impacto de este tipo de alteraciones que incluso ha modificado el cómo se plantean y se realizan los estudios clínicos para determinar el beneficio de estas moléculas, favoreciendo diseños adaptativos de tipo sombrilla y canasta (43).

El futuro, si bien no lo conocemos al menos podemos ver hacia donde nos dirigimos. El perfil genómico tumoral cada vez gana más importancia como los esfuerzos iniciales de secuenciación lo propusieron. De esta manera la genética y la genómica han permitido contribuir a la historia del cáncer con cada vez más intenciones informativas y terapéuticas. El advenimiento de las juntas o reuniones tumorales genómicas como herramienta de medicina de precisión han venido reuniendo especialistas en oncología clínica, hematología, patología, genética médica, consejería genética, radiología, entre otros; han nacido como la unión de la transdisciplinariedad utilizando el genoma como una piedra Rosetta la cual hace entender al cáncer, una entidad increíblemente compleja y hacerla tal vez un poco más manejable. Los resultados clínicos que se han derivado de estas aproximaciones han demostrado poder ofrecer a la mayoría de pacientes por lo menos un medicamento en base a sus alteraciones genómicas (44-47). Si bien es ahora posiblemente muy temprano para definir el impacto que estas aproximaciones tendrán sobre la oncología en el futuro, se han posicionado como una herramienta viable y con grandes desenlaces a determinar.

En conclusión, entendemos el cáncer como una enfermedad genómica, la cual requirió de los avances en las técnicas y postulados de la genética para ser explorado. Si bien Boveri no planteó en sus postulados a los cromosomas como unos blancos terapéuticos, como Paul Ehrlich plantearía el uso de las balas mágicas para el tratamiento de las infecciones en 1900 (48), podemos ver que estos aportes a la medicina de comienzos del siglo XX se encuentran más vigentes que nunca, pero solamente, décadas después, logramos entender con avances científicos –inimaginables para muchos– lo que los pioneros pudieron observar con técnicas consideradas hoy como rudimentarias.



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Recibido:  Noviembre 29, 2020
Aprobado:  Noviembre 29, 2020

Correspondencia:
Alejandro Ruiz-Patiño
Alejandro.ruiz.pat@gmail.com