Resumen
El cáncer y la concepción sobre su etiología han acompañado a la
humanidad desde muy tempranamente con registros tanto de esta entidad
como de sus diferentes teorías de origen. Desde recuentos
históricos en papiros hasta disecciones y clases de anatomía las cuales
desafiaban la existencia de
la bilis negra planteada por Hipócrates las explicaciones de los
científicos sobre el origen del cáncer
han buscado entender cómo la observación de fenómenos exposicionales,
incluso heredofamiliares,
se asociaban con el desarrollo de esta enfermedad. Se requeriría de
nuevas herramientas como el
microscopio para que Rudolph Virchow planteara la teoría celular, y el
estudio de cromosomas para
que Theodor Boveri planteara los postulados, a comienzos del siglo XX,
los cuales nos permitieron
entender el cáncer como una enfermedad originada en los genes. El siglo
XX estuvo determinado por
el nacimiento de cada vez más complejas corrientes tales como la
citogenética, la genética molecular
y nuevas técnicas como el estudio de asociaciones familiares, la
secuenciación y el trabajo con virus
inductores tumorales. Fue solamente derivados de estos descubrimientos
que se lograron validar los
postulados de Boveri en cuanto a la etiología y al comportamiento
evolutivo del cáncer. Con el nuevo milenio llegaron otros resultados de
grupos colaborativos como el proyecto Genoma Humano y
el Atlas del Genoma del Cáncer, que permitieron entender con mayor
profundidad los mecanismos
moleculares involucrados. Adicionalmente, el desarrollo de terapias
blanco dirigidas específicamente
contra las alteraciones responsables permitió un cambio drástico frente
al pronóstico y manejo, situando al entendimiento del genoma tumoral
como un pilar en su tratamiento.
Palabras clave: Neoplasias; Genómica; Genética; Historia
de la Medicina.
UNDERSTANDING CANCER FROM GENETICS
Abstract
Cancer and the conception of its etiology have accompanied humanity
from an early age
with records of both this entity and its different theories of origin.
From historical accounts in
papyri to dissections and anatomy classes which challenged the
existence of black bile proposed by Hippocrates, the explanations of
scientists about the origin of cancer have sought
to understand how the observation of expositional phenomena, even
familiar associations,
were linked to the development of this disease. New tools such as the
microscope would be
required for Rudolph Virchow to propose the cellular theory and the
study of chromosomes for
Theodor Boveri to raise his postulates, at the beginning of the 20th
century, which allowed us
to understand cancer as a disease originated in the genes. The 20th
century was determined
by the birth of increasingly complex trends such as cytogenetics,
molecular genetics, and new
techniques such as the study of family associations, sequencing, and
research with tumorinducing viruses. It was only derived from these
discoveries that Boveri’s postulates regarding
the etiology and evolutionary behavior of cancer were validated. With
the new millennium
came other results from collaborative groups such as the Human Genome
project and The
Cancer Genome Atlas, which allowed us to understand the molecular
mechanisms involved in
greater depth. Additionally, the development of targeted therapies
specifically directed against
the responsible alterations allowed a drastic change in the prognosis
and management, placing the understanding of the tumor genome as a
pillar in its treatment.
Keywords: :
Neoplasm;
Genomics; Genetics; History of Medicine.
¹ Médico Cirujano, Residente de segundo año de Genética
Médica, Instituto de Genética Humana, Pontificia Universidad
Javeriana. Fundación para la Investigación Clínica y aplicada del
Cáncer (FICMAC). Grupo de investigación en Oncología Molecular y
Biología de Sistemas (FOX-G), Universidad el Bosque. Bogotá, Colombia.
Dentro del estudio del cáncer a lo largo de las épocas, científicos han
buscado entender su etiología
para plantear su tratamiento y más recientemente, su
prevención y detección. Nunca ha sido tan relevante
como ahora, la disponibilidad de un vasto y cada día
creciente arsenal terapéutico dirigido cada vez más a
objetivos moleculares propios de las células tumorales,
aumentando la eficacia de los manejos y reduciendo
su toxicidad. Para comprender cómo llegamos y a
donde nos dirigimos en la lucha contra el cáncer nos
remontamos en la historia de la humanidad.
Si bien este conjunto de enfermedades ha sido documentado desde el
origen de la civilización, con la primera evidencia escrita en las
recolecciones del papiro de
Edwin Smith se describían casos de inflamación del seno,
interpretado como tumor de esta glándula, pasando por
múltiples hallazgos arqueológicos alrededor del mundo,
incluyendo casos de osteosarcoma en Italia, Egipto, Sudán, Ecuador y
Perú; sabemos que el cáncer siempre ha
acompañado a la humanidad (1,2). No fue sino hasta la
época de Hipócrates cuando se obtuvieron las primeras
hipótesis escritas las cuales han perdurado hasta nuestros
días. Fue a través de la medicina helénica que se obtuvo la
terminología empleada actualmente. La palabra “
carcinoma”, de
origen griego compara la entidad a un cangrejo
que se aferra a los tejidos secundarios. La traducción de
esta palabra al latín por parte de Celso dio el uso de “
cáncer “y fue
complementada por Galeno quien, al emplear la palabra para hinchazón,
acuñó el término “
oncos”.
La medicina griega planteaba el origen oncogénico en el desbalance de
los humores, los líquidos corporales fundamentales,
siendo estos la sangre, la flema, la bilis amarilla y la bilis
negra. Interesantemente, era el cáncer categorizado como
una enfermedad biliar, en la que un exceso de bilis negra
favorecía, a la luz de los médicos, la aparición de tumores
incurables, mientras que la bilis amarilla, los tumores curables (3,4).
El mantenimiento de las teorías hipocráticas,
así como la prohibición de realización de autopsias llevó a
que estas hipótesis se perpetuaran hasta la demostración de
que la bilis negra no existía, descubrimiento por parte de
Andreas Vesalius y otros científicos contemporáneos. En
este mismo siglo, Paracelso sugirió una relación de exposición con la
oncogénesis. Su estudio de lesiones tumorales
en nueve mineros, arrojó evidencia de depósito de azufre
y arsénico en la sangre de estos individuos, planteando la
primera evidencia de carcinogénesis química. Otras asociaciones
exposicionales ganaron tracción incluyendo la
hipótesis de Boerhaave en la tumorigénesis ocasionada por
virus presentes en el agua y tierra, en adición a posibles
etiologías hereditarias al examinar asociaciones familiares.
Durante el siglo XVIII se publicaron otras asociaciones
que incluían la inhalación de tabaco en polvo con pólipos
nasales, el cáncer de seno con factores reproductivos como
la paridad, el hollín con el cáncer de testículo, y, finalmente, la
exposición de anilinas con el cáncer de vejiga (5).
De las observaciones patológicas macroscópicas, posiblemente, al
observar compromiso en dichas estructuras
por tumores metastásicos, así como primarios del sistema linfoide,
Hoffman y Stahl plantearon que la composición de los tumores se daba
por linfa. A través de una
variación en su pH, densidad, degeneración y fermento
de la misma, es lo que constituía la oncogénesis (6). Fue
hasta 1838 cuando el patólogo alemán Johannes Peter
Müller con ayuda de la microscopía logró demostrar
el origen de los tumores en células, las cuales se desarrollaban de
elementos gemantes, dando el nombre de
la teoría de blastema. Su estudiante, Rudolph Virchow
acuñaría con la frase “
Omnis cellula
e cellula” el pilar de la
teoría celular al indicar que solo las células, y, por ende,
los tumores, deben provenir de otras células. Como posible etiología,
Virchow postuló las bases de la teoría
de irritación crónica en donde células durmientes, se
activan, dando origen a los tumores. Esta hipótesis la
planteó al observar la presencia de macrófagos a nivel
de lesiones malignas (7). Empleando las mismas herramientas utilizadas
por Virchow, Theodor Heinrich
Boveri, en paralelo a Walter Sutton, estableció la teoría
de herencia cromosómica, por medio de su trabajo en
erizos de mar al demostrar que se requería de la totalidad esperada de
los mismos para que estos organismos
pudieran tener un desarrollo embrionario satisfactorio.
En adición a otros descubrimientos tales como el centrosoma, Boveri
describió a cada cromosoma como
una estructura única, de contenido exclusivo, sentando
precedente en la importancia de la constitución, por lo
menos a este punto, citogenética de las especies. Planteado
inicialmente como la segregación anómala de los
cromosomas a las células hijas, la teoría cromosómica
fue expandida en 1914 en su obra titulada: “
Zur Frage
der Entstehung Maligner Tumoren”, conocido en español
como “
Sobre la pregunta del
desarrollo de tumores malignos”.
En este tratado, Boveri expone la hipótesis de que una
combinación particular e incorrecta de cromosomas es
la causa del crecimiento anormal de una célula y que
esta podría ser heredada a las células hijas. No solo fue
esta la primera asociación del material genético con el
proceso oncogénico, sino que se hicieron una serie de
postulados, que para entender su importancia es mejor
mencionarlos.
Entre los postulados se menciona el de la existencia
de mecanismos inhibitorios de la célula, capaces de
promover la división celular solo cuando un estímulo
está presente. Con esta descripción, se planteó la existencia del ciclo
celular. Adicionalmente, Boveri habló
de dos tipos de cromosomas, ahora entendidos como
genes, los cuales corresponden con cromosomas inhibitorios de la
división (genes supresores de tumores),
así como cromosomas que fomentaban la división celular, los cuales se
encontraban permanentemente en activación (oncogenes). Sobre la
progresión tumoral,
planteó que las lesiones benignas progresaban a malignas en un proceso
de cambio secuencial de aumento
de cromosomas estimuladores de la división, asociado
con pérdida de los inhibitorios. Por otro lado, propuso
además que la predisposición al heredar cromosomas
los cuales eran propensos a causar mitosis aberrantes
causaban asociaciones familiares, incluso llegando a
demarcar síndromes de alta penetrancia dados por
homocigocidad al heredar el mismo cromosoma débil
de ambos padres. Tomando aproximaciones de hipótesis previas, Boveri
menciona la inflamación como
un elemento que promueve el crecimiento tumoral, la
pérdida de mecanismos de adhesión como elemento
promotor de las metástasis y la sensibilidad de las mismas a la
radiación ionizante. Si tomamos en cuenta
que para ese entonces el concepto de gen no había sido
desarrollado, reemplazar cromosoma por gen, resulta
increíblemente acertadas (5). Tomaría un buen trascurso del siglo XX
para que varios científicos confirmaran estos planteamientos o
contribuciones desde la
genética al entendimiento del cáncer.
La primera evidencia de, en este caso un verdadero
cromosoma anómalo, fue planteada en el año 1960 por
Peter Nowell y su estudiante David Hungerford, quienes en un estudio de
dos adultos con leucemia mieloide crónica lograron la identificación de
un cromosoma
anómalo, el cual, de acuerdo con el Comité de Estandarización de
Cromosomas, debía recibir el nombre de
la ciudad donde fue descrito, acuñando el nombre del
Cromosoma Filadelfia (8). Si bien Virchow y Bovari
requirieron del microscopio de luz para sus descubrimientos, Nowell y
Hungerford basaron sus técnicas en
las nuevas soluciones hipotónicas que permitían una
adecuada separación de los cromosomas para su identificación
individual. Se planteaba para este entonces,
debido especialmente a las limitaciones de la técnica
para la época, que las alteraciones cromosómicas eran
infrecuentes en las neoplasias. Fue solamente después
de avances en el laboratorio que se identificaron el incremento de las
rupturas cromosómicas en pacientes
con anemia de Fanconi, síndrome de Bloom y AtaxiaTelangiectasia como
una asociación con el incremento
del riesgo de desarrollo de leucemia mieloide aguda.
A finales de la década de los 60, se llegó al consenso
de que la mayoría de tumores presentaban alteraciones
cromosómicas, las cuales a medida que progresaba la
enfermedad, iban ganando complejidad y extensión. A
pesar de una década de caracterización de estas entidades, no se
lograron identificar alteraciones específicas,
al menos hasta este punto en la historia, que definieran
una identidad citogenética de un tumor, a excepción
del cromosoma Filadelfia. Tardaría hasta la década de
los 70, en la que con técnicas de bandeo mejoradas, se
identificó éste como una translocación entre los cromosomas 9 y 22.
Requeriría finalmente de aproximaciones
moleculares para determinar que el gen homólogo celular
del
gen v-Abl del virus Abelson de
leucemia murina, también
conocido como ABL, localizado en el cromosoma 9 y la
proteína de la región de rupturas
agrupadas o BCR del cromosoma 22 constituyen un producto de
translocación el
cual da origen a una quinasa anómala que estimula a las
células mieloides a proliferar (9).
Para 1971 los conceptos de mutación y gen ya eran
ampliamente conocidos. Era especialmente el caso del
retinoblastoma, un tumor que había sido ampliamente
descrito en asociación familiar, especialmente en casos
bilaterales. Tomando el cálculo realizado por David Ashley, quien se
basó en procesos de carcinogénesis química, para describir que el
cáncer cursa con 3 a 7 mutaciones somáticas, las cuales varían en
número entre
tumores y entre estadios clínicos, Alfred Knudson planteó el modelo del
doble golpe como el responsable de la
oncogénesis (10). En su estudio realizado en 48 pacientes con
retinoblastoma, agrupó los casos en familiares
o bilaterales y esporádicos o unilaterales. Tomando un
modelamiento basado en una distribución de Poisson,
se percató que los casos bilaterales se presentaban más
tempranamente que los casos unilaterales en cuanto a la
edad del paciente y estos dos grupos, seguían cada uno,
una línea semilogarítmica que permitía describir la ocurrencia en
tiempo de los casos con relativa exactitud.
Fue entonces que, tomando las tasas de mutación esperada, el
comportamiento de las dos curvas correspondía
a la ocurrencia esporádica de sola mutación para los
casos familiares, al contar con el otro alelo afectado y
en los esporádicos con la ocurrencia de dos mutaciones. A este concepto
se le conoce como la hipótesis de
Knudson y plantea que se requiere de dos mutaciones
del mismo gen para dar origen a las neoplasias (11).
Para este entonces se había estipulado esta hipótesis
como la piedra angular del desarrollo tumoral; ahora la pregunta estaba
en establecer qué o cuáles genes
como los responsables. Mediante su trabajo con virus
tumorales de ARN, Mike Bishop y Harold Varmus
identificaron un conjunto de genes que se encuentran
presentes en todas las células y condiciones fisiológicas, y cumplen
funciones preestablecidas. Al analizar
el virus de Sarcoma de Rous (RSV), descubierto como
el agente etiológico de esta neoplasia en especias aviarias, estos dos
investigadores encontraron que un gen
presente en este ARN, era capaz de ser incluido en el
genoma de la célula infectada y este inducía la producción de una
proteína muy similar a la normalmente
encontrada en la célula. Esta proteína se conoce como
Src y recibe su nombre como acortamiento de la palabra sarcoma (sarc).
Sus dos variantes son c-Src (celular), la cual se encuentra normalmente
en las células y
cumple con una función de señalización de crecimiento, al pertenecer a
la familia de las tirosina cinasas y su
contraparte, v-Src, está presente en el ARN del RSV
y carece del dominio de fosforilación inhibitorio, causando un
constante estado de actividad y por ende, favoreciendo el crecimiento
descontrolado de la células
infectadas (12). El descubrimiento de este fenómeno
permitió caracterizar un conjunto de genes, los cuales,
bajo un proceso de alteración, ya sea por infección o
mutación favorecen la aparición de tumores, derivando el nombre de
proto-oncogenes (13). Experimentos
de transfección subsecuentes demostraron que alteraciones específicas
en estos genes conferían a las células
tratadas características similares a células malignas,
mientras que estudios de carcinogénicos llevaron a la
observación que estas sustancias favorecían cambios
en estos genes e inducían la tumorigénesis (5). Si bien
hasta este punto se habían validado varios postulados
de Boveri, tales como la existencia de la heredabilidad
en la formación de tumores y la existencia de genes
que los favorecían, fue mediante los estudios de familias afectadas por
ciertos patrones neoplásicos los que
permitieron encontrar el siguiente grupo de genes, los
supresores tumorales. Si bien Knudson planteó con la
hipótesis del doble golpe un posible mecanismo fisiopatológico, se
requeriría del rastreo del origen parental
de los alelos y el seguimiento de las deleciones y recombinantes
somáticas de los tumores para poder hacer un mapeo y clonación del gen.
De estos estudios de
asociaciones familiares se logró identificar otros genes
tales como
APC en la
poliposis adenomatosa familiar
y
BRCA1 en el síndrome de
tumor de seno y ovario,
también conocido como síndrome de King (15-17). El
descubrimiento del otro subgrupo de genes involucrados en la formación
tumoral corresponde a los genes
supresores de tumores. Como su nombre lo sugiere,
estos se encargan de inhibir los procesos celulares que
llevan al desarrollo de la neoplasia, ya sea induciendo
senescencia celular, es decir, bloqueando la capacidad
de la misma de dividirse, o incurriendo en la muerte
celular por medio de la apoptosis. Se descubrió por
medio del estudio del virus vaculizante simiano 40,
miembro de la familia de los poliomavirus, el cual tiene la capacidad
de inducir tumores en sus huéspedes
por medio del antígeno grande T y forma, por medio
de esta molécula, un complejo con la proteína p53 la
cual permitió identificarla. Inicialmente, se consideraba que la
interacción del antígeno T y p53, inducía
una ganancia de función, actuando como un oncogen.
Estudios subsecuentes en líneas celulares de leucemias
revaluó esta hipótesis. Un porcentaje de estas neoplasias cursan con
rearreglos causales de inactivación de
este gen, obligando ser una pérdida de función la responsable de este
evento inductor y promotor tumoral.
Estudios adicionales en una gran variedad de tumores,
encontraron pérdidas de heterocigocidad y deleciones
de la región (locus) contenedora de este gen, confirmando éste como
parte del grupo de genes supresores.
Fue tal el impacto de este descubrimiento, que no solo
contribuyó a la hipótesis de Knudson al asociar las
pérdidas funcionales de este gen con una gran cantidad de tumores, sino
que también permitió establecer
a esta molécula en el centro de los mecanismos por los
cuales la célula escapa o bien, se transforma en una
entidad maligna. Fue entonces pertinente bautizar al
gen
TP53 y a la proteína P53
como “el guardián del
genoma” (18-21). Con estos hallazgos, el postulado de
Boveri sobre los supresores se da por cumplido.
Interpretar la debilidad cromosómica expuesta en otro
postulado puede hacerse de diferentes maneras. Una de
las más acertadas y siguiendo la cronología de avances
en el campo, sobre el año 1993 se realiza el descubrimiento de la ahora
bien conocida inestabilidad de microsatélites. Este término hace
referencia a pequeñas secuencias repetitivas las cuales se encuentran
localizadas
difusamente en el genoma y, en cierta proporción con
muy puntuales salvedades, no codifican información
génica. Lo que llamaba la atención es que un grupo de
neoplasias del colon, especialmente variantes no polipósicas, presentan
una excesiva acumulación de mutaciones puntuales en estas secuencias.
La consecuencia
observada debe corresponder a un evento en el cual se
pierden los mecanismos de reparación de estas y por
ende este excesivo acúmulo de mutaciones. Fue mediante el
descubrimiento del gen
MSH2,
que codifica
para una proteína la cual revierte estas alteraciones, lo
que permitió caracterizar este fenómeno y mostrarlo
como una consecuencia de una pérdida de la función
del sistema de reparación de discordancias o como se
conoce en inglés, “
mismatch repair”.
Esta debilidad permite que se acumulen una extensa cantidad de
mutaciones a lo largo del genoma de la célula deficiente, y, si
consideramos que estas alteraciones pueden darse sobre
proto-oncogenes y supresores tumorales, tendríamos
una vía clara para malignización. Sabiendo que este
fenómeno se desprende del déficit de los genes responsables de reparo,
se demostró adicionalmente que esto
podría darse en asociaciones familiares, dentro de una
herencia bien caracterizada, constitutiva del síndrome
de Lynch (22-24).
Otra aproximación se puede tomar en cómo en estas
células logran escapar las debilidades presentes en las
células normales para perpetuar su existencia y garantizar la
supervivencia. Sobra mencionar los mecanismos
previamente expuestos, pero es crucial entender que
existen procesos que activan, especialmente, los supresores tumorales.
Considerando que, si la célula nunca
detecta o no logra manifestar un evento genómico catastrófico a un
supresor tumoral, se perderá esta acción
a pesar de que haya integridad en estos genes. Cada división celular
lleva a una pérdida de material genético.
Si bien este proceso es contra intuitivo, es inherente al
proceso celular. Normalmente, para elongar una hebra
de ADN se requiere una reacción química de ligamiento entre un grupo
fosfato con un grupo hidroxilo. Esto
obliga a que el ADN se replique de 5´, posición del anillo de la ribosa
que contiene el grupo fosfato, a 3´, por
ende, localizando en este carbono el grupo hidroxilo.
Esto no es problema en la cadena líder o conductora
(leading strand en inglés), la cual se sintetiza directamente. Como el
ADN es antiparalelo, la cadena complementaria, vista desde la cadena
líder se dirige en la
dirección opuesta, es decir de 3´a 5´. Con el fin de permitir la
replicación, esta síntesis se realiza en pequeños
fragmentos, llamados fragmentos de Okazaki, los cuales van en dirección
opuesta al tenedor de replicación,
pero que mantienen la dirección 5´ a 3´, lo que lleva a
que esta hebra se sintetice más lentamente, recibiendo el
nombre de cadena retrasada (“lagging strand” en inglés).
Como se deben sintetizar estos pequeños fragmentos,
se emplean cebadores o “primers” los cuales permiten
iniciar las diferentes reacciones que dan origen a estos
fragmentos. Dado que estos componentes no hacen
parte de la secuencia definitiva, son removidos permitiendo que estos
segmentos se unan por elongación y
logren una cadena completa. El problema radica ahora
con el extremo 5´de la cadena retrasada. Como requería
de este cebador inicial, el nucleótido primordial, el cual
se orienta con un grupo fosfato hacia el extremo 5´, es la primera base
de la nueva cadena. Ahora, este nuevo
producto, al remover el primer cebador, no permite que
se logre replicar antes de este nucleótido, perdiendo en
cada ciclo una cantidad de material genético del tamaño
del primer cebador. Para compensar este fenómeno, los
cromosomas tienen en sus extremos estructuras conocidas como telómeros,
constituidos por secuencias repetitivas, y, aparte de amortiguar las
pérdidas de material
genético, delimitan cada cromosoma. Al momento que
se agota el telómero, la célula interpreta este fenómeno
como un daño masivo y activa p53 con el fin de llevar
a la muerte celular o a la senescencia, evento el cual la
célula no es capaz de continuar con sus ciclos replicativos. Lo
interesante de estos eventos es que determinan el ciclo de vida de una
célula, incluso organismos
completos, han sido eventos descritos en fenómenos de
envejecimiento ya sea prematuro o fisiológico (25-28).
En cuanto al cáncer, por definición las células parecen
ser inmortales, en el sentido de que pueden pasar miles
de eventos replicativos y aun así sobrevivir y continuar
su proliferación. Con lo expuesto previamente, se podría intuir que
estas células cursan con alteraciones en
sus supresores tumorales y sin bien hace parte de la respuesta, no
constituye la totalidad de la misma. Sobre la
década de los 90 se encontró la existencia de una enzima capaz de
reparar esta pérdida telomérica, la cual fue
bautizada como telomerasa. Esta proteína se encuentra
expresada normalmente en algunas células del cuerpo
humano, especialmente durante el periodo embrionario y en otros
animales, también se encontró como la
responsable de la inmortalidad de las células tumorales,
confiriendo una herramienta para ofrecer a las células
tumorales una ventaja sobre las limitaciones de las células sanas
(29-31).
Con este recorrido hemos tocado temas diversos sobre los
descubrimientos más importantes dentro de las
contribuciones de la genética al cáncer, sin embargo,
ninguna revisión de este tema está completa sin mencionar los hallazgos
a tasas exponenciales que se lograron en el siglo XXI.
El secuenciar la totalidad del genoma humano siempre
estuvo en la mente de muchos pioneros en el campo,
sin embargo, solo fue hasta los esfuerzos colaborativos
de varios grupos, uno liderado por Francis Collins y
representando los intereses públicos del conocimiento
abierto de esta secuencia bajo el Consorcio para la Secuenciación del
Genoma Humano, y el otro encabezado por John Venter, a cargo de Celera
Genomics, con
interés de patentar esta información, que se logró obtener las primeras
secuencias. La historia de este proyecto y competencia, una especie de
carrera espacial hacia las profundidades del genoma, ha sido merecedora
de ser recordada por múltiples capítulos, libros y conferencias.
Publicados el mismo día en la revista Nature los resultados del
Consorcio (32) y en Science los
hallazgos de Celera (33), si bien novedosos, no ofrecieron esa
introyección hacia todos los beneficios que
se pensaba iban a lograr. Lo que si permitió fue abrir
un inmenso campo que sigue creciendo hasta estos
días. Hablar del impacto de este emprendimiento es
en cierta medida inmensurable, especialmente considerando sus
implicaciones a largo plazo y el cómo
estas han permeado todos los campos de la medicina.
Sin embargo, esta prueba de concepto demostró que,
si era posible conocer la información completa de un
individuo, era posible conocer esta misma información del cáncer. Sobre
el año 2000, incluso antes de
que la versión definitiva del genoma humano fuera
publicada, Michael Stratton, parte del Wellcome Trust
Instituto Sanger, localizado en Inglaterra, inicia una
empresa similar con el fin de encontrar las bases moleculares del
cáncer. En el año 2005 un proyecto paralelo
titulado
El Atlas del Genoma del
Cáncer nace en los Estados Unidos a cargo Centro para Genómica
del Cáncer
del Instituto Nacional de Salud y el Instituto Nacional
para la Investigación del Genoma Humano. Ambos esfuerzos han sido
progresivos, incluyendo cada vez más
tipos de tumores, entre comunes y raros con el fin de
determinar el origen, desarrollo, evolución, pronóstico
y posible tratamiento de los mismos (34,35). Los resultados no se
hicieron esperar, demostrando un sinfín de
alteraciones, algunas comunes entre histologías y otras únicas entre
tipos e incluso entre muestras del mismo
origen. Con el paso de los años la información se ha decantado
permitiendo esclarecer distintos mecanismos,
previamente desconocidos, que nos demuestran el intricado proceso
microevolutivo que lleva a las células a su
malignización. Encontrar adicionalmente tratamientos
específicos contra estos procesos no es más reciente que
los resultados de los genomas tumorales. Desde que se
identificó el cromosoma Filadelfia, se había buscado inhibir la quinasa
resultante, revirtiendo funcionalmente
este proceso oncogénico. En el año 2001, en paralelo
a los resultados del genoma humano se publica en el
New England Journal of Medicine los hallazgos de un
estudio clínico que, empleando imatinib, un medicamento de la familia
de los inhibidores de tirosina quinasa, lograban control de la leucemia
mieloide crónica
(36), una aproximación que se continúa empleando, si
bien con este y otros nuevos medicamentos del mismo
tipo, hasta hoy (37). Nuevos éxitos, incluso superiores a
quimioterapia convencional no se hicieron esperar. En
el 2002 se demostraba la eficacia del mismo imatinib
contra los tumores gastrointestinales estromales (38).
Nuevos fármacos como el gefitinib pertenecientes a la
misma familia demostraron su eficacia en el tratamiento para carcinoma
de pulmón de célula no pequeña.
Curiosamente este fármaco no logró inicialmente demostrar el beneficio
terapéutico esperado, obteniendo
tasas de respuesta limitadas en la población general. No
fue sino hasta el estudio de Lynch y colaboradores con
el que se lograron identificar mutaciones sensibilizantes en el gen del
EGFR o receptor del factor de
crecimiento epidérmico, siendo la L858R, las deleciones del
exón 19 y la L861Q en pacientes respondedores, lo que
permitió por primera vez determinar qué pacientes se
beneficiaban del tratamiento dirigido con base en el genotipo tumoral
(39). El debate sobre cuál fue la primera
terapia dirigida está entre el tamoxifeno (1971), fármaco empleado en
el tratamiento de cáncer de seno hormonosensible, al ejercer un efecto
modulatorio sobre la
señalización estrogénica o el transtuzumab (1992), un
anticuerpo monoclonal dirigido contra los receptores
Her2 presentes en algunos casos de esta misma histología, radica qué se
considera una terapia dirigida y va
un poco más lejos del objetivo de este artículo. Lo que si
podemos afirmar es que con la experiencia obtenida en
la creación de anticuerpos monoclonales, aparecieron
nuevas moléculas tales como el rituximab (anti CD-20,
empleado en algunas neoplasias hematológicas) y el cetuximab, empleado
contra el cáncer de colon
KRAS no
mutado, por nombrar unos cuantos (40).
El listado de medicamentos aprobados basados en alteraciones genómicas
específicas crece cada día para
un gran número de tumores, así como la gran ola de
resultados de estudios clínicos y preclínicos en curso
que se avecinan. Adicionalmente, el conocimiento que
nos ha aportado, en este caso la medicina genómica,
buscando cada vez ofrecer medicina de precisión, individualizada al
tratamiento de la patología molecular
de cada paciente, más no de cada enfermedad, ha –incluso– llevado un
cambio radical en el cómo se realizan los estudios clínicos y cómo se
aprueban los medicamentos. Las translocaciones de
NTRK, un evento
genómico, si bien raro en tumores comunes, pero frecuente en tumores
infantiles infrecuentes, constituye el
primer caso de éxito. Solamente con la demostración
molecular de la presencia de este rearreglo, dos medicamentos, el
larotrectinib y el entrectinib fueron aprobados después de demostrar
respuestas en cohortes de
pacientes con histologías y edades diversas, las cuales
en su mayoría solo compartían esta alteración (41,42).
Ha sido tanto el impacto de este tipo de alteraciones
que incluso ha modificado el cómo se plantean y se
realizan los estudios clínicos para determinar el beneficio de estas
moléculas, favoreciendo diseños adaptativos de tipo sombrilla y canasta
(43).
El futuro, si bien no lo conocemos al menos podemos
ver hacia donde nos dirigimos. El perfil genómico tumoral cada vez gana
más importancia como los esfuerzos
iniciales de secuenciación lo propusieron. De esta manera la genética y
la genómica han permitido contribuir
a la historia del cáncer con cada vez más intenciones informativas y
terapéuticas. El advenimiento de las juntas o reuniones tumorales
genómicas como herramienta de
medicina de precisión han venido reuniendo especialistas en oncología
clínica, hematología, patología, genética médica, consejería genética,
radiología, entre otros;
han nacido como la unión de la transdisciplinariedad
utilizando el genoma como una piedra Rosetta la cual
hace entender al cáncer, una entidad increíblemente
compleja y hacerla tal vez un poco más manejable. Los
resultados clínicos que se han derivado de estas aproximaciones han
demostrado poder ofrecer a la mayoría
de pacientes por lo menos un medicamento en base a
sus alteraciones genómicas (44-47). Si bien es ahora posiblemente muy
temprano para definir el impacto que
estas aproximaciones tendrán sobre la oncología en el
futuro, se han posicionado como una herramienta viable y con grandes
desenlaces a determinar.
En conclusión, entendemos el cáncer como una enfermedad genómica, la
cual requirió de los avances en las
técnicas y postulados de la genética para ser explorado.
Si bien Boveri no planteó en sus postulados a los cromosomas como unos
blancos terapéuticos, como Paul
Ehrlich plantearía el uso de las balas mágicas para el
tratamiento de las infecciones en 1900 (48), podemos
ver que estos aportes a la medicina de comienzos del
siglo XX se encuentran más vigentes que nunca, pero
solamente, décadas después, logramos entender con
avances científicos –inimaginables para muchos– lo
que los pioneros pudieron observar con técnicas consideradas hoy como
rudimentarias.
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Recibido:
Noviembre 29, 2020
Aprobado: Noviembre 29,
2020
Correspondencia:
Alejandro Ruiz-Patiño
Alejandro.ruiz.pat@gmail.com