Una peste
planetaria en la que Jove* deposita su veneno en el aire enfermizo,
sobre una ciudad llena de vicios.
Cuando los planetas marchan en maligna combinación hacia el desorden,
¡qué peste, qué portentos, qué motín!
(William Shakespeare)
*Jove: Júpiter
Resumen
Los brotes intermitentes de las enfermedades infecciosas han tenido
efectos profundos y duraderos
en las sociedades a lo largo de la historia. Esos eventos han moldeado
poderosamente los aspectos
económicos, políticos y sociales de la civilización humana, y sus
efectos a menudo duran siglos. Las
pandemias han definido algunos de los principios básicos de la Medicina
moderna, incitando a la
comunidad científica a desarrollar principios de epidemiología,
prevención, inmunización y tratamientos antimicrobianos. Este artículo
describe algunas de las infecciones globales más notables que
tuvieron lugar en la historia humana y son relevantes para una mejor
comprensión de los cambios en
el tiempo. Comenzando con textos religiosos, que hacen referencia en
gran medida a las plagas, este
artículo establece los fundamentos para nuestra comprensión del alcance
y del impacto social, médico
y psicológico, de algunas pandemias que afectaron a la civilización,
incluyendo la Peste Negra, la
gripe española y la más reciente, el COVID-19.
Palabras clave: historia; infección; pandemia; germen;
Medicina.
1 Historiadora. Magíster en Gestión
Cultural. Coordinación Editorial, Señal Memoria RTVC. Dirección
proyectos Culturales, Idearium Cultura. Bogotá, Colombia.
2 MD. MSc. PhD Biología Tumoral.
Grupo Oncología Clínica y Traslacional, Clínica del Country. Fundación
para la Investigación Clínica y Molecular Aplicada del Cáncer (FICMAC).
Grupo de Investigación en Oncología Molecular y Sistemas Biológicos
(FoxG), Universidad El Bosque. Bogotá, Colombia.
VISIBLE TRACES OF THE INVISIBLE
ENEMY:
EPIDEMICS IN HISTORY
Abstract
Intermittent outbreaks of infectious diseases have had profound and
lasting effects on societies throughout history. Those events have
powerfully shaped the economic, political, and social aspects of human
civilization, with their effects often lasting for centuries. Pandemics
have
defined some of the basic tenets of modern medicine, pushing the
scientific community to develop principles of epidemiology, prevention,
immunization, and antimicrobial treatments. This
article outlines some of the most notable global infections that took
place in human history and
are relevant for a better understanding of time changes. Starting with
religious texts, which
heavily reference plagues, this chapter establishes the fundamentals
for our understanding of
the scope, social, medical, and psychological impact that some
pandemics effected on civilization, including the Black Death, the
Spanish Flu, and the more recent COVID-19.
Keywords: history; infection; pandemic; germ;
Medicine.
Introducción
“El arte tiene tres factores, la enfermedad, el paciente
y el médico. El médico está al servicio del arte, y el
enfermo debe colaborar con el médico para combatir
la enfermedad”, escribió Hipócrates en el siglo IV a.C.
en un espíritu profético, asignándole a la Medicina un
sino ineludible en el impredecible trayecto de la historia. La
contienda contra la enfermedad que libran los
médicos, comparte la misma paradoja de la historia;
ambas, comparten un comienzo, un intermedio, pero
jamás un final. Los médicos, así como los historiadores, luchan contra
el tiempo: mientras los historiadores
escarban en las ruinas del pasado los vestigios que se
dilatan en el tiempo, los médicos dilatan los minutos
para llenarlos de vida, en una carrera donde la única
certeza es la inevitabilidad de la muerte. Por tanto, el
temor a la enfermedad, la humillación del dolor y el
terror a la muerte, han estado presentes en la humanidad desde el
comienzo de sus días. La historia ha
sido testigo del paso inevitable de la enfermedad con
su despojo de cientos de millones de vidas humanas, y
asimismo ha sido acuciosa en impulsar al hombre, por
todos sus medios posibles, a comprender la enfermedad para evitar la
muerte.
Esta constante batalla, es una relación intrínseca entre
el hombre y el cuerpo, determinada por los sistemas de
valores sociales de cada colectividad. No ha existido
ninguna sociedad en la historia, que no haya procurado,
de múltiples formas, comprender qué significa la enfermedad y un cuerpo
enfermo, por medio de preceptos
y prácticas que corresponden a la mentalidad de cada
época. De hecho, la concepción con la que se construye
el cuerpo, es determinante para aproximarse a las ideas
sobre la muerte, la enfermedad y el valor por la vida.
Desde las prácticas medicinales tradicionales hasta el
avance de la Medicina moderna, el hombre ha intentado responder a estas
preguntas y, durante siglos, encontró respuesta con significados
morales. De ahí que
la enfermedad, ha sido comprendida como un castigo
divino que expresa la ira de Dios -como el caso de la
Peste Negra en la Edad Media-, o ha tenido etiquetas
de enfermedades
buenas o malas,
con implicaciones éticas y morales (1). Las connotaciones de
enfermedades
malas suscitan la degradación de la dignidad humana
entre sus víctimas. De igual modo, otras enfermedades fueron entendidas
como buenas, como el caso de
la tuberculosis, que fue asociada con la nobleza y el
espíritu romántico del siglo XIX, o como la gota, la
enfermedad insigne de los caballeros. Este tipo de
aproximaciones a la enfermedad, evidencia cómo las
creencias que se tienen acerca de la misma, del cuerpo
y de la noción de salud, están intrínsecamente ligadas
a los sistemas de valores circunscritos a los contextos
histórico-culturales de cada sociedad.
El cuerpo, así como la enfermedad, no son un mero
asunto biológico, sino sociocultural, ya que los conceptos con los que
se construyen las ideas de cuerpo,
incorporan creencias que se extienden al conjunto social y político.
Así pues, Arrizabalaga plantea que la
“enfermedad”, “
…será siempre una
“entidad esquiva” de
acuerdo a los postulados de Rosenberg (1992), que constituye
al mismo tiempo, un acontecimiento biológico, un repertorio
generador específico de constructos verbales que reflejan la
historia intelectual e institucional de la medicina, una ocasión para
legitimar y la legitimación potencial del sistema
público, un aspecto del rol social y de la identidad individual
–intrapsíquica-, una sanción de valores culturales, y un elemento
estructurado de las interacciones médico/paciente”
(2). Por lo tanto, en todas las sociedades humanas, sin
excepción, lo que no pertenece a la naturaleza (lo exclusivamente
biológico), es una construcción cultural3
.
Por ende, la aproximación a la enfermedad como un
producto social permite dinamizar la relación intrínseca entre la
Medicina y la Historia, particularmente en
el caso de las enfermedades infecciosas, las cuales se
verán más adelante.
Las ciencias modernas, incluyendo la Medicina y las
ciencias sociales, son construidas por el hombre y a
consecuencia de su propia humanidad. El conocimiento, producto de la
investigación, es constitutivo
a un sistema de pensamiento y representación de la
realidad, más no son la realidad en sí misma (2). Las
raíces de este sistema de pensamiento se encuentran
ancladas desde el Renacimiento, pero adquieren su
forma en la Era de la Razón4
. Las ideologías del siglo
XIX, se exportaron desde Europa al mundo como consecuencia del
colonialismo e imperialismo europeo;
un proceso histórico que tuvo impacto no solo con fines económicos y
extractivos, sino que además logró
colonizar las mentes humanas, inoculando ideologías
modernas como la democracia, el nacionalismo y el
capitalismo, entre otras tantas, que son reflejo de las
instituciones modernas como los Estados nacionales,
las escuelas y el hospital.
Antes del advenimiento de la razón y el establecimiento de la Medicina
como paradigma científico, la práctica médica compartía borrosas
fronteras con la religión, el chamanismo y otras formas de conocimiento
que estaban consagradas al concepto de la sacralización de la
naturaleza (3). Es decir, que para el hombre
la naturaleza nunca fue “natural”, ya que al ser creada
por Dios estaba impregnada de divinidad y misticismo. El entendimiento
humano estaba sujeto a la relación mística del cosmos con el hombre,
por lo tanto, en
la contemplación, como camino de conocimiento, es
que el hombre descubre y se manifiesta lo sagrado. Entendiendo la
arquitectura del cosmos y por medio de la
observación de la naturaleza, fue posible para muchas
sociedades construir conocimiento, como es el caso de
la Medicina china o la ayurvédica, en la India, la que
pudo separarse de lo sobrenatural, sin desprenderse de
la noción que la existencia del hombre está intrincada
en su entorno natural (1).
............................
3 El construccionismo social postula que la realidad es una
construcción social y, por lo tanto, el conocimiento es producto
de un proceso de intercambio social, según autores como
Thomas Luckmann y Peter L. Berger, pertenecientes a la
escuela de pensamiento austriaca de la Fenomenología de la
Sociología. Así pues, desde el construccionismo, el proceso
de comprensión es el resultado de la interacción y consenso
entre personas, edificada a través del tiempo y sujeta a los
procesos sociales. De esta manera, las relaciones sociales
construyen redes simbólicas y se constituyen de manera
intersubjetiva, creando el contexto en el que las prácticas
discursivas se extienden a todo el conjunto social. Se puede
ampliar en el texto escrito por los dos autores La Construcción
Social de la Realidad (Amorrortu Editores, 2001).
4 La Era de la Razón inicia con la Ilustración, hacia finales del
siglo XVII, y se consolida durante el siglo XIX, con la introducción de
la Revolución Científica y nuevas escuelas de
pensamiento basadas en la razón, tales como el Empirismo,
Utilitarismo, Positivismo, Marxismo, Idealismo, Materialismo
y Darwinismo, entre otros, que dieron como consecuencia el
pensamiento moderno.
Los griegos, por su parte, fueron los primeros en intentar desacralizar
la naturaleza, separando el individuo
y, por ende, el cuerpo humano del macrocosmos y de
los poderes sobrenaturales, para observarlo empíricamente como una
entidad única e individual. Esta separación del cuerpo con el entorno,
ancló sus raíces en
el pensamiento occidental a partir del Renacimiento,
dando como consecuencia una concepción individualista del cuerpo, que
tuvo impacto en la Medicina moderna. El cuerpo fue apropiado como un
microcosmos,
que produce conocimiento, ejerce poder con miras a
conquistar (o derrotar) la enfermedad. Esto permitió
desacralizar la corporeidad al intervenir la carne, viva
o muerta, para la experimentación. Este nuevo despertar al
conocimiento, basado en el método científico,
condujo a la investigación anatómica y fisiológica del
cuerpo humano, con lo que se entró a un nuevo universo desconocido de
la carne compuesto por tejidos,
sistemas, células, y demás. Estas innovadoras miradas
sobre el cuerpo, han edificado un universo de conocimiento científico
en la Medicina moderna que, indudablemente, ha sido -como Porter bien
menciona-,
el
mayor beneficio de la humanidad y con ella, la gran promesa del
humanismo: vivir una vida mejor (1).
Ahora bien, la trayectoria de la Medicina moderna es
el resultado de las sociedades por enfrentar la muerte
y mejorar sus condiciones de vida. Por tal razón, la
enfermedad no es un fenómeno ahistórico, ni asocial;
su ocurrencia está determinada por el desarrollo de las
sociedades y circunscrito a contextos delimitados por
un tiempo y un espacio. La perspectiva constructivista alimenta la
dualidad implícita en la enfermedad,
biológica y cultural, como es el caso particular de las
enfermedades infecciosas, susceptibles a transformar
su carácter evolutivo biológico atado a la interacción
huésped-parásito (2), pero que a su vez son producto de la esencia
gregaria del hombre: las interacciones
sociales. En definitiva, para entender la génesis de la
enfermedad, es menester incluir una perspectiva histórica que explique
los procesos socioculturales que
abarca su origen biológico.
Las epidemias son la distribución de las enfermedades
infecciosas en poblaciones definidas geográficamente
y comparten una serie de características, determinantes en el impacto
que éstas generan sobre las poblaciones afectadas (4). En primer lugar,
este tipo de enfermedades se propaga rápidamente entre las personas:
una persona infectada transmite el virus, bacteria o
parásito a una persona sana. Esta propagación es exponencial sobre el
conjunto poblacional, que queda
expuesto a la infección en un corto período de tiempo.
La segunda característica de este tipo de enfermedades
es que son “agudas”: la población se contagia rápidamente porque no
cuenta con anticuerpos para combatirlas, así que las personas mueren o
se recuperan por
completo. Por último, las personas que se sobreponen
a la patología desarrollan inmunidad, evitando la reaparición de dicha
enfermedad.
Estas características de las epidemias solo pueden ocurrir en
poblaciones densas. De esta manera, las enfermedades infecciosas, como
se mencionó previamente,
son un producto de la sociedad. Ellas brotan de conglomerados humanos y
tienen su origen hace más de diez mil años, cuando el hombre
cazador-recolector
comenzó a colonizar la tierra, con el fin de asentarse
en un solo lugar por medio de la agricultura, junto con
la domesticación de los animales.
Los cazadores-recolectores son nuestros antepasados
paleolíticos que, en principio, habitaron en África y
después se desplazaron hacia Asia y Europa meridional, hacia el final
del último periodo glaciar (pleistoceno) hace aproximadamente
12.000-10.000 años (5).
Enfrentados a la hambruna causada por la disminución de fuentes de
alimento, los cazadores-recolectores, tuvieron que modificar su estilo
de vida nómada,
aprendieron a cultivar el suelo para producir su propio
alimento (principalmente granos como trigo, cebada y
arroz), controlaron los recursos naturales y domesticaron animales para
su consumo, tales como el ganado
vacuno, cabras, ovejas, aves de corral y caballos.
Con la invención de la agricultura, el control de la producción de
alimentos trajo, inevitablemente, la conformación de comunidades
sedentarias, que dieron como
resultado la creación de sistemas sociales, políticos,
religiosos y económicos. La agricultura libró al hombre del problema
del hambre, pero introdujo un nuevo
enemigo invisible, imposible desde su comprensión:
las enfermedades infecciosas. Estas enfermedades
son la consecuencia directa de convivir en medio de
sus propios sistemas de saneamiento, en condiciones
higiénicas deplorables, como es el caso del cólera, el
tifus, la hepatitis, la tos ferina y la difteria, que provienen de las
heces en el agua. Asimismo, existen otro
tipo de enfermedades de origen animal, producto de la
coexistencia con animales domesticados, vectores que
facilitan la transmisión de patógenos al hombre. Por
ejemplo, la tuberculosis proviene del ganado vacuno,
la gripe de los cerdos y los patos transmitieron la gripe,
el sarampión procede de la peste bovina que es propia
de los perros y del ganado (5). En definitiva, las enfermedades
llegaron para quedarse en el momento en que
los hombres decidieron asentarse.
Con el crecimiento de las poblaciones, los asentamientos fueron
expandiéndose y llegaron las civilizaciones.
Las rutas terrestres y marinas cerraron progresivamente las brechas
entre los continentes, por medio de
intercambios comerciales, guerras y conquistas territoriales, e
involuntariamente la transmisión de diversos patógenos. Estos factores
fueron decisivos para la
expansión global de las enfermedades infecciosas y, en
definitiva, han moldeado el curso de la historia. En
conclusión, las epidemias han sido, por demás, el enemigo invisible de
la humanidad: han sido responsables
de la devastación de tierras, han tomado partido en
guerras, han derrocado líderes y destruido ciudades.
Las epidemias han tenido impacto en sistemas políticos y sociales, han
segregado clases y razas, han devastado poblaciones enteras y han
transformando estructuras sociales y culturales: ellas, invisibles ante
el
hombre, han dejado rastros visibles en la historia (6).
En torno al solsticio de invierno del año 412 a.C., la
tos se apoderó de los habitantes de Perinto (Πeρινθος),
una ciudad portuaria del mar de Mármara, en lo que
entonces era el norte de Grecia. Los entonces Tracianos, hijos de
Samos, también presentaron otros síntomas como molestias en la
garganta, malestar general,
dificultad para tragar, dolor muscular generalizado e
incapacidad para ver en las noches. Esta ciudad fue citada entonces por
un médico llamado Hipócrates, que
la incluyó en su tratado sobre las epidemias como el
lugar donde se produjo la “tos de Perinto”, evento que
duró más de un año. Este mal, posiblemente asociado
a la aparición de un nuevo astro, se convirtió en la que
probablemente fue la primera descripción escrita de la
gripe. Hipócrates fue el primero en usar el término en
sentido médico. La epidemia sería, literalmente, el mal
en el pueblo. En aquella época, los médicos eran parcialmente
sacerdotes y magos, y su función consistía
en apaciguar a las irascibles y volubles divinidades con
plegarias, conjuros y sacrificios. A partir de entonces,
la Medicina se redefinió, pues Hipócrates y sus discípulos, crearon un
sistema para clasificar las patologías y nos legó el código de la
deontología médica, basado
hasta ahora en un juramento común.
La definición de Hipócrates y de Galeno sobre las epidemias tampoco
sobrevivió el paso del tiempo. Para
el primero, una epidemia eran todos aquellos síntomas experimentados en
un lugar determinado, en un
periodo dado de tiempo durante el que su población
estaba aquejada por la enfermedad. Para el segundo,
el modelo de daño de las infecciones estaba asociado
al humor y variaciones de la bilis. Posteriormente, el
término epidemia se llegó a asociar con la enfermedad y la transmisión
microbiana. El refinamiento de
la hipótesis inició en la Edad Media, cuando la gran
Peste Negra obligó a considerarlo. Al igual que los seres humanos, los
virus, bacterias y parásitos, contienen
en sí mismos información sobre sus orígenes y custodian el registro
viviente de nuestro pasado evolutivo.
Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, los hombres
fueron cazadores y recolectores, y
globalmente estuvieron alejados entre sí. Esto cambió
progresivamente cuando la tierra ofreció sustento y
asiento a las poblaciones. Los nuevos colectivos provocaron la
aparición de las enfermedades de masas como
el sarampión, la viruela, la tuberculosis y la gripe. Los
humanos siempre habían estado expuestos a enfermedades infecciosas como
la lepra y la malaria, que ya
causaban sufrimiento mucho antes de la revolución
agrícola, pero éstas se adaptaron para sobrevivir en
poblaciones pequeñas y dispersas. Entre las argucias
para hacerlo, figuraba no conferir inmunidad total a
un huésped que se hubiera recuperado, de forma que
pudiera volver la infección, y retirarse a otro huésped
llamado reservorio animal, cuando los humanos escasearan. Ambas
estrategias ayudaron a garantizar el
mantenimiento de un grupo suficientemente numeroso de huéspedes
susceptibles.
Las enfermedades en masa eran diferentes, se propagaban rápidamente,
necesitaban un reservorio de miles
para mantenerse y su éxito evolutivo ha estado ligado
de forma perene al crecimiento de las poblaciones. No
es fácil que los gérmenes salten las barreras entre especies (o que las
rebosen), por tanto, cada paso en el camino para llegar a convertirse
en una patología humana,
va acompañado de un conjunto específico de cambios
moleculares, muchas veces, dependientes del azar.
“Es posible procurarse seguridad frente a muchas cosas, pero, frente a
la muerte todos los seres humanos
habitamos una ciudad sin murallas”, escribió Epicuro
al reconocer que las enfermedades de masa determinan
en parte la historia de la humanidad, la moldean y la
adaptan. Las epidemias han permitido que los historiadores especulen
con cautela, conscientes de las trampas
que el tiempo coloca en las palabras. ¿Fue la gripe o los
bubones los que devastaron a los ejércitos de Roma y
Siracusa en Sicilia (212 a.C.)? ¿Fue una desconocida fiebre
respiratoria (febris itálica) la que diezmó el enorme
ejército de Carlomagno? ¿Fue la misma fauna silente la
que abrió el umbral del ínferus para el estado de Marco
Antonio y Justiniano? ¿Fue una rata parda o negra la
que originó la peste de pestes, la que abrió el opérculo
a la teoría de los miasmas? O quizás, ¿Solo fue el frente
para los trajes de nariz de medio pie de longitud con
forma de pico y rellenos de perfumes?
La historia de las pandemias es la de la humanidad
misma, y este número especial de la revista Medicina
se encarga de relatar y generar hipótesis alrededor de
plagas y pandemias. La Figura 1 recrea una detallada
línea temporal sobre las mayores pandemias de la humanidad.
Historia de plagas y pandemias,
testigos en el tiempo
En Grecia nace la Medicina científica, observación y
experiencia con base en el logos. Pero la Medicina griega es producto
de la asimilación de procedimientos
empíricos provenientes de etapas anteriores, afinadas
por el tamiz del conocimiento. En este periodo se halla el germen de la
actitud del hombre ante la naturaleza y el nivel deontológico del
médico. La Medicina
hipocrática y galénica es uno de los segmentos literarios
y científicos más importantes del mundo helénico; en
conjunto, más de un milenio de literatura primaria (7).
La ciencia plena de plagas y pandemias, al igual que las
artes y la literatura, no puede entenderse sin una dimensión
diacrónica: en el tema de las infecciones ya Galeno
respetaba y admiraba los conceptos hipocráticos, aunque a los dos les
separaban cerca de seis siglos (Galeno
nace en el año 129 d.C. y muere en el 216 d.C.). Sobre
el comportamiento del cuerpo, el descendiente de Asclepio recogió
letras en diversos escritos denominados,
tradicionalmente, como el
Corpus
Hippocraticum. Las
epidemias de Hipócrates están contenidas en los libros
I al VII, y tienen el rasgo común del afán descriptivo, la
capacidad de observación, el interés por los factores ambientales no
controlables, y por la abstracción del concepto de epidemia. En su
origen, fueron anotaciones
manuscritas hechas por los iatros en su ejercicio nómada
por diversos asentamientos poseídos por las plagas.
Figura 1. Línea temporal con la historia de las pandemias y su
mortalidad,
desde la peste Antonina (165-180 d.C.) hasta el COVID-19 (2019-en
curso).
En el primer grupo de libros, que datan del año 410
a.C., Hipócrates menciona de manera desordenada
el naciente principio de los miasmas. Posteriormente,
Tésalo, incluyó en los libros IV y VI las primeras evocaciones a los
bubones y la descripción de la mortandad derivada de ellos. El miasma
(plural miasmata) era
un sustantivo que derivó en el griego del verbo miaino,
cuyo significado original era manchar. En los escritos de
Tésalo, Dracón y Galeno se menciona la inclusión del
término en varias tragedias griegas de Esquilo, Sófocles
y Eurípides, todas enmarcadas en un contexto religioso
o político. El concepto original era que una persona que
acometía una conducta sacrílega quedaba teñida por el
acto, ergo debía ser purificada (8).
La idea original de estar manchado o impuro por un
pecado, cambió su sentido en el contexto médico y fue
transformando lentamente su significado por el de la enfermedad. El
primer paso en esta metamorfosis fue establecer una relación entre el
miasma y ciertas patologías.
Esto ocurrió en al menos dos casos bien documentados.
Inicialmente, se relacionó el miasma con una epidemia
que afectó a la ciudad de Tebas. El dramaturgo Sófocles
(496-406 a.C.) en su obra Edipo Rey declaró “
La más
odiosa pestilencia descendió sobre la ciudad; debido a ella, la
casa de Cadmo está vacía…”. Posteriormente, el oráculo de Delfos
anunció a los tebanos, por medio del rey
Creón, lo siguiente: “
Te diré lo que
escuché del dios Febo,
nuestro señor, quien claramente nos ordena que eliminemos el
miasma que estaba albergado en esta tierra…”. El miasma
que afectaba a la ciudad de Tebas se debía al asesinato del antiguo
rey. El otro caso que muestra claramente esta nueva relación, aparece
en la obra hipocrática
“Sobre la enfermedad sagrada”, donde él expresó que
el aire era fuente de la enfermedad, ya sea por mucha
cantidad o muy poca, o cuando este contiene miasmas
morbosos que entran al cuerpo (9).
En paralelo, la Medicina también florecía entre las
lenguas itálicas, de origen indoeuropeo, recorriendo el
osco y el umbro, el latín y el falisco. El latín clásico
(culto) coexistió con el llamado latín vulgar, que era el
hablado por las clases bajas y, en particular, por la mayor parte de
los soldados que extendieron esta lengua
por toda la geografía del Imperio Romano. Las diferencias entre el
latín culto y el latín vulgar afectaban a
todos los niveles lingüísticos: fonética, morfología, sintaxis y
léxico. No sería exacto decir que el latín culto
era el latín literario, pues el latín vulgar tenía su propia
literatura. Uno de sus autores más representativos fue
Tito Maccio Plauto (254-184 a.C.), cuyas comedias
escritas en latín vulgar, gozaban de mucho éxito en
Roma. En algún punto de su transcripción del griego
se incluyó el verbo
inficio,
cuyo significado era teñir o
manchar (a su vez este verbo derivaba de in-facio, esto
es, literalmente hacer o meter dentro), equivalente al
término griego
miaino
discutido anteriormente (10).
De este verbo latino derivó el participio
infectus y el
sustantivo
infectio. En la
literatura latina clásica estos términos fueron lentamente alterando su
significado y,
por ejemplo, el célebre poeta romano Virgilio los utilizó con la idea
de emponzoñar o envenenar, con lo que
incrustó en el siglo de oro de la literatura clásica (siglo
I a.C.), las modificaciones que quedarían impresas en
el bajo latín o latín tardío, aquel que se conservaría en
la ciencia hasta el siglo XIX. Posteriormente, y hacia el
siglo IV d.C. se constata la clara asociación de la infectio con la
enfermedad. Esto ocurrió en una obra de amplia repercusión para
occidente, la traducción latina de
la Biblia hebrea y griega por San Jerónimo, denominada “La Vulgata”. En
esta obra se puede leer lo siguiente (Lev 13, 49): “
…si hubiese una mancha blanca o rojiza
en la piel se considerará infección por lepra y se mostrará al
sacerdote…”. El participio
infectus
y el sustantivo
infectio
dieron origen en castellano (s. XV) a los términos
“infectado” e “infección”, respectivamente (11).
La cronología de las pandemias inicia en el mundo
griego con la devastadora plaga de Atenas (428 a.C.),
documentada en detalle por Tucídides y por otras
biografías más confusas descritas por Agrigento (406
a.C.) y Siracusa (396 a.C.). Le sucedió la peste Julia
(180 a.C.) y la mítica peste de Egina que Ovidio mencionó en su
“Metamorfosis”. En esta última, Éaco
relata cómo Juno maldijo a su pueblo con una plaga
que arrasó todo ser viviente. Éaco fue uno de los hijos preferidos de
Zeus, hasta el punto de que intentó
hacerlo inmortal, pero las Parcas (
el
destino) se lo impidieron. Este rey que gobernó el golfo
Sarónico, pleno
del sentido de piedad y justicia, imploró socorro a su
padre al soñar sobre una encina, en la que trepaban
hormigas que se convertían en hombres. Las hormigas, emulaban criaturas
extrañas y pútridas que tentaban la cordura de los héroes e interponían
obstáculos
en los caminos ya recorridos y librados. La plaga fue y
siempre será una bestia, como las Gorgonas (Medusa,
Esteno y Euríale; γοργv gorgo), deidades que controlaban los
conceptos religiosos más antiguos (la peste
como castigo) (12).
El Imperio Romano tampoco se libró del sello de la
peste. Marco Aurelio fue víctima de la primera epidemia, esa en la que
llegaron a morir cerca de cinco mil
personas por día. El príncipe estoico, viviría el efecto
sorprendente y grave en la capital, el lugar más densamente poblado,
con ventaja de todo el imperio, y
en el ejército, que se alojaba en los barracones y era
especialmente vulnerable. Marco pudo contemplar la
decadencia y escribiría en sus Meditaciones: “
La destrucción de la inteligencia es una
plaga mucho mayor que
una infección y alteración del aire como la que está esparcida
en torno nuestro. Porque esa infección (es decir, la peste) es
propia de los seres vivos en cuanto son animales; pero aquella es
propia de los hombres en cuanto son hombres”. No
obstante, la peste preocuparía a Marco Aurelio en su
lecho de muerte trece años más tarde y, en la Roma
del 167 (d.C.), debió haber sido el asunto al que más
dedicó su atención (13).
Marco Aurelio instituyó múltiples medidas públicas y
leyes basadas en la razón y propias de bondad, a fin
de detener el mal. Para responder a la represalia de los
dioses, convocó a sacerdotes de todas partes, realizó ritos religiosos
extranjeros y purificó la ciudad en todos
los sentidos. La ceremonia romana del banquete de los
dioses –el
lectisternium-, un
antiguo acto sagrado que
convocaba las estatuas de los dioses sobre triclinios en
lugares públicos y se depositaban ofrendas en la mesa
colocada ante ellos, se celebró durante siete días. Las
ceremonias religiosas en el año 167 requerían la presencia del
emperador, quien, además de otras cosas, era el
pontifex maximus. Así mismo,
la presencia de Marco Aurelio fue un factor importante para mantener la
moral
de la población en medio de la muerte (14).
Siglos después, Procopio describió una gran peste en
su “Historia de las Guerras Persas” (542 d.C.). La
humanidad estuvo a punto de extinguirse con aquella
plaga, que se originó, al parecer, en Egipto y se extendió a Palestina.
Muchos de los enfermos, presas de la
fiebre, entraban en un violento frenesí y se lanzaban al agua para
morir rápidamente. Otros, a los pocos días
vomitaban sangre, y tan solo algunos se salvaban, en
especial aquellos que supuraban por las bubas. Esta
peste, doblegó el Imperio Bizantino en la época del emperador
Justiniano, redujo notablemente la población
y contribuyó con el fracaso del Imperio para restaurar
la unidad en el Mediterráneo, en gran parte porque la
plaga disminuyó de forma alarmante los ejércitos. Del
mismo modo, las fuerzas romanas y persas perdieron
su resistencia ante los ejércitos musulmanes en el año
637 d.C., para que una epizootia favoreciera el avance
del Islam que separó Occidente de Oriente haciendo,
una vez más, historia (15-17).
La historiografía de las pandemias (del griego
πανδημiα) se escribe a partir de la reunión de los pueblos infectos en
1346. El mundo de la Alta Edad Media
fue testigo de la Peste Negra que llegó a Europa desde
Asia, donde había un foco endémico que se mantuvo
hasta el siglo XX, viajó a través de la Ruta de la Seda
desde los lagos IssyKakoul y Baljash de Asia Central,
pasó por Samarcanda, las costas del mar Caspio, los
ríos Volga y Don, hasta llegar a la península de Crimea
(18). Se sabe que entre 1338 y 1339, la Peste se hallaba
en la meseta central asiática, porque se han encontrado
restos de cementerios nestorianos cerca del lago IssikKul, donde se ha
detectado una anormal y elevada mortandad para esas fechas, además de
tres inscripciones
funerarias que dan a entender sus causas. Hay noticias
de ella en el puerto de Caffa en el Mar Negro, hacia
1347, y se establece que se propagó rápidamente por
Constantinopla y el resto del Mediterráneo, gracias a
los contactos comerciales marítimos. Los mercaderes
habrían zarpado contagiados, propagando la pestilencia
primero por las costas mediterráneas, después al llegar a
Francia, Italia y España en 1348, para luego continuar
su camino por el norte, hacia Alemania, Inglaterra, Escandinavia y el
Báltico (19).
Se ha calculado que la Peste Negra mató alrededor del
30% de la población europea. Las ciudades más afectadas fueron las
portuarias y comerciales, como Marsella y Albi, donde murió más del 60%
de sus habitantes.
El cronista parisino
Guillem de
Nugiaco, escribió que
en algún momento la mortalidad en la ciudad fue tan
alta, que se sepultaban más de quinientos cuerpos diarios en el
Cementerio de los Inocentes. En la península
Ibérica, el reino de Castilla y León perdió alrededor
del 20% de la población, en Aragón murió un 35%
de sus habitantes, Cataluña fue la más perjudicada, y
Navarra perdió cerca del 50% de la población, víctima
de la peste (20).
La Peste Negra se convirtió en una enfermedad endémica, con rebrotes
ocasionales y locales, prolongados
por períodos de entre 6 y 18 meses, y con reapariciones
cada pocos años, durante casi dos siglos. La epidemia
de 1347 es la más conocida y mortífera, sin embargo,
también fueron importantes los brotes de 1362-1364
en el norte y sur de Europa, y la del Mediterráneo entre 1374 y 1376.
Hasta el siglo XVIII, la Peste continuó visitando las ciudades
europeas, aunque cada vez
con menor violencia, y sin la virulencia expansiva de
los primeros brotes. El impacto de esta epidemia no
solo fue demográfico, también conllevó enormes perturbaciones en la
sociedad de la época, contribuyó al
estancamiento del desarrollo económico (el costo de
los cereales aumentó en casi un 30%) e hizo fecundo el
terreno para la guerra de los Cien Años (21).
La Medicina medieval se vio impotente ante la Peste Negra, los
conocimientos eran precarios y habían
permanecido inertes desde tiempos de Galeno e Hipócrates. Por eso, los
tratamientos recetados contra
la enfermedad, al igual que contra otras dolencias, se
basaban en la alimentación, la purificación del aire,
las sangrías y en la administración de brebajes a base
de hierbas aromáticas y piedras preciosas molidas. A
quienes contraían la peste bubónica, los facultativos
les abrían los bubos, aplicándoles sustancias para neutralizar el
veneno. Marcelino Amasuno Sárraga en “
La
Peste en la Corona de Castilla” durante la segunda mitad del
siglo XIV, destacó el esfuerzo que hicieron algunos
de los médicos de la época (doctores
Pico
de Roma - Doktor Schnabel von Rom) por estudiar la enfermedad,
sus
causas, las posibles vías de contagio, tratamientos y
métodos de prevención. Estas visiones parcas crearían
un género literario médico propio, la
Loimología.
No
obstante, solo fue valioso desde el punto de vista historiográfico,
porque no significó grandes avances para
la inmóvil práctica clínica (22). Estos tratados acertaron en describir
los síntomas, incluyendo los bubones,
vómitos y las convulsiones, pero fueron incapaces de
encontrar las causas y, lo que es más importante, un
tratamiento efectivo.
Un capítulo esencial en el tiempo de plagas y pandemias pertenece a la
viruela, epidemia de centurias
equiparable a la Peste Negra, en términos de la devastación causada en
las sociedades medievales y modernas. No cabe duda que conquistadores
españoles
contaron con un inesperado, silencioso y mortal aliado
que contribuyó notablemente al éxito de Cortés. Al parecer, un soldado
de la expedición de Pánfilo de Narváez arribó a México enfermo de
viruela, enfermedad
hasta entonces desconocida en Mesoamérica. La falta
de inmunidad natural permitió que ésta se extendiera
rápidamente entre la población indígena, con desastrosas consecuencias
para la misma (23).
En pocas semanas miles de indígenas sucumbieron
incluyendo el propio Cuitláhuac, penúltimo emperador azteca.
Estimaciones epidemiológicas han llevado a postular que, durante los
primeros veinticinco
años posteriores a la conquista, más de un tercio de
la población indígena sucumbió ante la viruela (24).
Es probable que tal devastación natural haya contribuido en forma
radical al establecimiento del régimen
colonial y explique, también en parte, por qué imperios tan poderosos y
organizados como el azteca y el
inca fueron borrados del mapa, sin mayor oposición,
en unos cuantos años. La viruela tampoco respetó a la
monarquía, ya que el príncipe Baltasar Carlos (1630-
1646) heredero del trono, murió a los 16 años, con la
perniciosa colaboración de la Medicina de la época,
que lo sangró repetidas veces. La viruela cambió así,
nuevamente, el rumbo de la historia de Europa ya que
prácticamente extinguió la Casa de Austria, al resultar
impotente el sucesor, su hermano Carlos II, conocido
como el Hechizado. Esta circunstancia se repitió poco
más tarde con Luis I de Borbón (25).
En 1796, Edward Jenner hizo la primera inoculación
contra la viruela: James Phipps, un niño de ocho años
de edad, fue el primer inoculado con secreción recogida de una pústula
vacuna. El primero de julio siguiente, Jenner inoculó de nuevo al
pequeño, esa vez con pus
procedente de una persona enferma de viruela. Desde
entonces, el chico quedó indemne, lo que permitió demostrar la acción
profiláctica de la inoculación contra
la viruela humana. La vacunación masiva contra la
viruela se inició en 1800 en los Estados Unidos, pero
no se administró en forma rutinaria hasta principios
del siglo XX (4). La viruela había desaparecido hacia
1900 en varios países del norte de Europa y, antes de la
Primera Guerra Mundial, las tasas de incidencia se habían reducido en
forma significativa en la mayoría de
los países industrializados. No obstante, durante este
mismo período, entre 1910 y 1914, se desató una epidemia en Rusia, que
cobró las vidas de 200.000 rusos y
casi 25.000 habitantes de los países europeos vecinos.
En la década de 1920, los programas de vacunación
detuvieron la expansión de la viruela en varios países
europeos y, para la década de 1930, los únicos casos
eran importados, con la notable excepción de España
y Portugal, donde siguió siendo endémica hasta 1948 y
1953, respectivamente. La viruela endémica se erradicó de 20 países en
el oeste y centro de África en 1970,
en Brasil en 1971 y en Indonesia al año siguiente. Por
último, se erradicó la viruela endémica del continente
asiático en 1975. La difusión de la enfermedad se detuvo en Etiopía en
1976 y en Somalia el 26 de octubre
de 1977, fecha del último caso natural de viruela reportado (26-28).
Se cree que la primera pandemia de gripe empezó en
Asia en 1580, se propagó por África, Europa y más
adelante llegaría a América. La información de la época sugiere que la
infección se propagó en seis meses.
Roma registró 8.000 muertes y algunas ciudades españolas sufrieron una
suerte similar (29). Entre 1700
y 1800 hubo dos pandemias de gripe, y durante el momento álgido de la
segunda (1781) enfermaron cada
día 30.000 personas en San Petersburgo. Por entonces,
la mayoría llamaba a la enfermedad Influenza, término acuñado por
primera vez en el siglo XIV por unos
italianos que la atribuyeron a la atracción o influencia
de las estrellas. Este nombre se mantiene hoy, ha transformado su
taxonomía y, al igual que el caso de los
epítetos “melancólico” y “flemático”, sus fundamentos conceptuales han
desaparecido.
En el siglo XIX las pandemias alcanzaron su cénit
evolutivo y dominaron el planeta. Fue el siglo de la
revolución industrial y, con ella, la rápida expansión
de las ciudades. Estas ciudades se transformaron en
perfecto cultivo, por lo que las poblaciones urbanas no
podían mantenerse necesitando la constante afluencia
de campesinos saludables, candidatos a remplazar las
vidas que se cobraba la infección. También las guerras
trajeron epidemias, los conflictos provocaron hambre
y ansiedad, desplazamiento y hacinamiento en campos insalubres privados
de la mínima atención médica.
En todos los conflictos de los siglos XVIII y XIX, las
enfermedades infecciosas generaron más víctimas que
las heridas de guerra. En el siglo XIX se produjeron
dos pandemias de gripe, la primera en 1830 y la segunda en 1889 (gripe
Rusa). Esta última se originó en
Bujará (Usbekistán), fue la primera en ser cuantificada
y tuvo tres oleadas. Después de estas nociones, el mundo europeo estaba
listo para la fragua de un asesino
de masas, una onda en un estanque, la gripe española.
La brevedad de la pandemia de gripe de 1918 planteó graves problemas a
los médicos de la época y ha
planteado graves problemas a los historiadores desde
entonces (30). La mañana del 4 de marzo de 1918, Albert Gitchell, un
cocinero del campamento Funston en
Kansas, acudió a la enfermería con síntomas diversos.
Para la hora del almuerzo, este lugar ya trataba más
de un centenar de casos similares y, en las semanas
siguientes, enfermaron tantos, que el oficial médico
en jefe del campamento requisó un hangar para distribuirlos y aislarlos
a todos (31).
Es posible que Gitchell no fuera la primera persona
que contrajo la gripe “española”; desde ese momento
y hasta nuestros días, se ha especulado sobre dónde
inició la pandemia. Sin embargo, es claro que este caso
fue uno de los primeros registrados oficialmente, y cerca de quinientos
millones seguirían luego el destino de
Albert. En abril de 1918, la gripe era una epidemia en
el medio oeste estadounidense y desde allí se trasladó, gracias a la
fuerza expedicionaria de John Black,
hasta las trincheras del frente occidental. Desde allí,
viró rápidamente hacia Francia, Gran Bretaña, Italia
y España, lugar donde afectó al rey Alfonso XIII, al
entonces presidente de gobierno y a varios ministros.
Después del tratado de
Brest-Litovsk
se expandió a Rusia, el norte de África, a la India y, finalmente, a
China. El 1 de junio del mismo año, se habían registrado
20.000 casos en Tianjin, y luego se notificó en Japón y
Australia para remitir temporalmente (32). Dos meses
después, la gripe regresó transformada, y apareció la
segunda oleada que trajo las clásicas manchas faciales
color caoba que dieron pie a la cianosis heliotrópica.
La ira de Dios, obligó a la instauración de la dictadura
sanitaria, instauró la oración
Pro
tempore pestilentia y las
cruces de tizas en las puertas. Había nacido entonces
el
Aenigmoplasma Influenzae
que luego daría pie a la Influenza AH1 (33).
En otoño, fue realmente la gran epidemia (13 semanas, de septiembre a
mediados de diciembre), la más
letal, que afectó a gran parte de la población y aumentó la tasa de
mortalidad, sobre todo en jóvenes adultos
y activos, lo que empeoró la productividad de los países afectos. Una
de las causas añadidas fue que el virus
llegó a territorios recónditos como Oceanía y Alaska,
donde la mortalidad en algunas tribus esquimales fue
mayor al 90%. En diciembre, la gripe fue desapareciendo de muchas
zonas, dejando una calma transitoria
para volver en la tercera oleada del año 1919. La pandemia duró poco
más de un año, logró controlarse en
1919 y finalizó en 1920. Consiguió afectar hasta una
cuarta parte de la población de Estados Unidos gracias
al avance ferroviario y naval, redujo la expectativa de
vida en este país en 12 años, y favoreció su propagación internacional
a través de los movimientos migratorios con los viajes transatlánticos,
aumentados por
la Primera Guerra Mundial (entre marzo y septiembre
de 1918, desembarcaron en Europa más de un millón
de soldados estadounidenses) (34).
La tasa de mortalidad varió entre el 10 y 20% de los
infectados, lo que explica que muriese entre un 3 y 6%
de toda la población mundial (estimada en 1.800 millones, de los cuales
entre 500-1.000 millones enfermaron), es decir, entre 20 y 40 millones
de personas en un
año, estimándose al menos 50 millones hasta el fin de
la epidemia. Si los datos son trasladados a los países
más destacados, en Estados Unidos fallecieron entre
medio millón y 675.000 personas (28% de la población), en China
aproximadamente 30 millones (40%
de los habitantes) y en España sobre 150.000 exitus
(35). En cualquier caso, se trata de una cantidad que
duplicó o, incluso, pudo triplicar el número de bajas
bélicas de la Primera Guerra Mundial.
La tragedia de esta pandemia fue más allá de las muertes directas. El
miedo se apoderó de la población, lo
que provocó situaciones dramáticas como el aislamiento social y la
estigmatización de la enfermedad.
En algunos lugares las autoridades declararon la cuarentena,
prohibieron el derecho de reunión para evitar
aglomeraciones, se cerraron escuelas, teatros, y centros
del culto, hasta el punto de que numerosos fallecimientos de niños
fueron debidos al hambre. Curiosamente,
hace 102 años, los médicos de la época aconsejaron
dosis de aspirina mayores de 4.000 mg/día, recomendaron el uso de
quinina, derivados del arsénico, aceites
de ricino y de alcanfor, llevar obligatoriamente mascarilla, e incluso
se aconsejó fumar, porque pensaban
que la inhalación del humo mataba al patógeno aparentemente culpable,
el
Haemophilus influenzae (en
lugar del virus que realmente era) (36).
La denominación de gripe española procede del hecho
de que fue España el primer país europeo, y realmente
mundial, que informó sin cortapisas sobre la pandemia. Ello hizo que
además de ser conocida como “gripe española” se le denominara “Soldado
de Nápoles”,
en alusión a una zarzuela del momento en Madrid.
El COVID-19 pone a prueba a la
humanidad
En diciembre de 2019, se informó el primer caso confirmado de infección
por SARS-CoV-2 en Wuhan
(China), lo que condujo a la declaración contemporánea de una nueva
enfermedad de masas, dinámica,
mediática y paralizante. A la fecha, se han registrado 5.930.035 casos
en 188 países y 365.011 muertes
(https://coronavirus.jhu.edu/map.html), hechos que
han obligado la instauración del aislamiento social
obligatorio en 66 naciones. La heterogeneidad de los
sucesos ha puesto en riesgo a más de 90 países, que
han solicitado asistencia de emergencia al Fondo Monetario
Internacional, el número más alto desde que
este organismo fue creado hace 75 años. La sostenibilidad de los
sistemas ha sido afectada por la caída de
los precios de las materias primas, la interrupción de
las cadenas de producción a nivel global, la menor demanda de servicios
turísticos y la continua fuga de capitales y devaluación de las
monedas. El avance de la
crisis, amenaza de forma desproporcionada los países
en vía de desarrollo, no solo en la perspectiva sanitaria,
sino también a través de complejos efectos sociales que
se prolongarán en el tiempo.
El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) estimó que
las pérdidas de ingresos superarán los 220.000 millones de dólares en
los entornos económicos más restringidos, efecto que limitará
la respuesta para el 55% de la población mundial que
carece de acceso a los servicios mínimos de protección
social, lo que afecta negativamente la educación, los
derechos humanos y, en los casos más extremos, a la
seguridad alimentaria básica y la nutrición (37).
Regionalmente, habrá profundas variaciones en el sector salud por la
escasez de mano de obra calificada y
de suministros médicos esenciales para el diagnóstico
del COVID-19, así como por el aumento medio en los
costos de atención. El 75% de la población de América Latina carece de
servicios sanitarios básicos, el gasto medio en salud se sitúa en el
2,2% del PIB regional
(cuando el valor invertido recomendado por la Organización Panamericana
de la Salud es el 6,6%) lo que promoverá la inequidad y las
limitaciones de acceso y cobertura universal. La crisis favorecerá que
los sistemas
de salud del continente permanezcan geográficamente
centralizados y esto contribuye con la fragmentación y
segregación de los mismos (38). La pandemia también
afectará los años de vida ajustados por calidad para los
58 millones de personas mayores de 65 años (39).
La pandemia por COVID-19 también afectará la seguridad alimentaria,
especialmente entre las poblaciones
rurales. Según la FAO (Organización de las Naciones
Unidas para la Agricultura y la Alimentación), las
cuarentenas y las interrupciones en el suministro de
alimentos afectarán negativamente a los más pobres
y vulnerables. Además, los cierres de fronteras y las
perturbaciones comerciales, limitarán la disponibilidad y el acceso a
los alimentos adecuados para la
población más vulnerable. La inseguridad alimentaria
está directamente relacionada con la pérdida de empleo y la falta de
vivienda debido al detrimento en los
ingresos. Los estadounidenses presentaron un récord
de 6,6 millones de reclamos de desempleo a fines de
marzo, debido a la pandemia. Además, el 49% de los
hispanos informaron la pérdida de trabajo y sustento,
o un recorte salarial (40). La Figura 2 incluye cuatro momentos
históricos para las enfermedades de masas,
recopilados en la memoria del grabado y en fotografías
tomadas en repositorios para deriva antigénica.
Figura 2. Repositorios para deriva antigénica en: A. Londres (peste
bubónica 1665, Londres, Inglaterra); B. Kansas
(gripe Española 1918, Fort Riley, Kansas, Estados Unidos); C.
Hamburgo
(pandemia de cólera 1896, Hamburgo,
Alemania); D. Wuhan (COVID-19 2020, Wuhan, China).
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Recibido: : 8 de Junio de
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Aceptado:
20 de Junio de 2020
Correspondencia:
Andrés Felipe Cardona Zorrilla
a_cardonaz@yahoo.com