Según reportó desde su cuartel general de Caloto el
general Manuel Valdés el 30 de noviembre de 1821, no
tenían cómo atender la elevada cantidad de enfermos
en el hospital ubicado en este sitio por haberse acabado el botiquín y por no haber llegado los que habían
prometido despachar desde Bogotá. Valdés pidió afanosamente solucionar estas falencias (62).
Pedro José de Sarria, contralor del hospital militar de
la ciudad de Cali, dio cuenta de lo que se giró para
gastos de dicho establecimiento entre el 25 de septiembre y el 14 de
octubre de 1821, con los comprobantes
respectivos. En las listas de medicamentos comprados
figuraban: tamarindo, cañafístula, nitro, crémor, ruibarbo, piedra
lipe, altea, culantrillo, zarza, unto de
azahar, unto de calabaza, ungüento amarillo, miel de
caña y aceite de higuerilla, entre otros (63).
En la rebelión de resistencia realista acaecida en Pasto
el 28 de octubre de 1822 bajo la orientación del coronel Benito Remigio
Boves, los altos mandos oficiales
republicanos que defendían la ciudad se vieron en la
necesidad de enviar buena parte del hospital a Quito
en vista de que en Pasto el teniente coronel Antonio
Obando, gobernador y comandante republicano, no
tenía cómo atenderlos (64).
La falta de médicos y de personal especializado fue
una de las causas que agudizaron la atención a los enfermos y heridos
en el campo de batalla. Sin embargo,
la llegada de cirujanos y practicantes integrantes de las
legiones extranjeras de ingleses, franceses y alemanes
contribuyó en algún sentido a paliar este déficit (65).
Los pocos médicos disponibles tenían una intensa labor pues durante
esta fase de guerra, además de las
atenciones rutinarias, debían expedir continuamente
certificados médicos o de invalidez para los militares.
La escuela militar de Antioquia, en 1815, introdujo en
sus manuales las tácticas de Montecuculi, en donde
se recomendaba ubicar a retaguardia de cada unidad
de tropa los cirujanos, los capellanes y los escribanos
para que cuidaran de los heridos, les brindaran consuelo y escribieran
sus voluntades (66). Realmente difíciles eran las condiciones en que
debían los médicos
cumplir su misión, muchas veces bajo el fragor de los
combates. En la derrota padecida por las fuerzas republicanas el 5 de
julio de 1815 en la batalla de Palo,
en cercanías a la población de Caloto en la provincia
del Cauca, se relató en los partes de guerra cómo los
heridos fueron trasladados a una barraca aledaña en
donde el cirujano los diagnosticaba y hacía hasta lo
imposible para salvarlos (67).
Algunos integrantes del servicio médico por los azares
de la guerra resultaron enrolados en el ejército. Veamos
esta solicitud que formuló el 16 de enero de 1810 el coronel José María
Barreiro con relación a tres individuos
reclutados que pedían autorización para aplicar sus conocimientos
médicos al interior del estamento militar:
“Para la superior determinación de
vuestra
excelencia le incluyo las representaciones de
los sargentos del tercer batallón del regimiento de infantería de
Numancia, José Lorenzo
Rodríguez y Ramón Cardoso y la del cabo
Ignacio González, solicitando los primeros,
pasar de practicantes de cirugía y el segundo,
de farmacia, cuyos destinos ejercían antes de
ser alistados en el servicio de las armas. Estos
individuos han sido examinados por el cirujano mayor de la división y
me informa poseen
buenos conocimientos y práctica y haciendo
notable falta para la asistencia de los hospitales por la salida al
cuartel general de los que
anteriormente había, espero se digne vuestra
excelencia concederles el destino que solicitan;
no siendo óbice la falta que puedan hacer en el
batallón, pues siendo de la clase de pardos no
pueden optar a mayor empleo, quedando de mi cuidado reemplazarlos con
otros que hay agregados a los demás batallones” (68).
En vista de la falta de practicantes de cirugía y farmacia, el virrey
Sámano accedió a estas peticiones, siempre y cuando resultaran
competentes para el desempeño de sus oficios. A cada uno se le asignó
un sueldo
provisional de 24 pesos mensuales.
Tras el inicio de la segunda fase republicana, la escasez
de médicos seguía siendo un tema sensible. El coronel
José María Mantilla, comandante militar de la Villa de
Honda, se hallaba en el mes de marzo de 1819 en una
gran encrucijada, por cuanto había recibido a varios
integrantes del batallón Guías, muchos de ellos enfermos. El problema
era que el único médico allí disponible estaba a punto de perder la
vida, ante lo cual Mantilla no tuvo más opción que detener a un
facultativo
de Antioquia de apellido Gutiérrez que iba de paso por
aquella localidad ribereña, para que se encargara por
lo menos durante ocho días de aliviar los casos más
apremiantes y con la esperanza de que las autoridades
militares de Antioquia sabrían entender esta demora
por motivos loables, además con la convicción de que
en aquella provincia contaban con más médicos y mayores recursos (69).
Esta fue la recomendación que, desde Pore en los Llanos del Casanare,
elevó el 3 de diciembre de 1819, el
coronel patriota Pedro Briceño Méndez en la afanosa
búsqueda de personal médico idóneo para atender esta
región:
“Da lástima ver perecer los hombres y
familias
enteras por falta de auxilios médicos. Tanto
doctor ocioso que hay en esa capital [Bogotá]
podía venir a servir aquí útilmente a la humanidad y a la Patria, y a
pagar de algún modo a
estos desgraciados la libertad que les han dado.
En sus ocios o ratos de descanso medite usted
un poco sobre esto. Es un negocio de importancia y muy digno de su
atención. Puede animarse a los médicos a que vengan señalándoles un
sueldo proporcionado y aun declarándoles honores de médicos de
ejército, en atención a que
todos estos habitantes han sido o son soldados,
y la Provincia debe considerarse como un vasto
hospital militar; pues se les ha de obligar a que
sirvan graciosamente a los enfermos y no los
opriman con exacciones ningunas” (70).
De inmediato, las autoridades republicanas hicieron
un llamado vehemente para que llegara a esta provincia de Casanare uno
o dos médicos y una botica
provista de purgantes, vomitivos y quina para conjurar
una peste que había diezmado la población.
Desde la capital de la República, el vicepresidente
Santander no cesaba en hacer ingentes esfuerzos para
paliar las múltiples necesidades de la guerra a nivel
provincial. El 12 de abril de 1820 la comandancia del
ejército de Cundinamarca con sede en Bogotá despachó para la Campaña
del Sur por el camino de Neiva
al cirujano mayor Deogracias Rovira con dos practicantes y un botiquín
en tres cargas (71).
La guerra había obligado a muchos especialistas de la
salud a emigrar por efectos de la represión política y militar. Jorge
López, antiguo farmaceuta de Bogotá, quien
había emigrado en 1815 tras la arremetida de las fuerzas
españolas de Reconquista al mando del general Pablo
Morillo, volvió a mediados de 1822 a establecerse en
su antigua botica ubicada en la calle de San Agustín.
Para ello, debió ser apoyado económicamente por dos
amigos pues había perdido todos sus haberes. A través
de un aviso de prensa, prometió ofrecer los medicamentos “más selectos
en beneficio de la salud pública” (72).
La sola presencia de los facultativos no era suficiente
pues en muchos casos se hizo necesario un llamado de
atención para que cumplieran cabalmente su función.
En febrero de 1821 se instó a los ciudadanos Juan Delgado y Mariano
Hurtado, médicos de la ciudad de Popayán, para que habitaran y
durmieran en el hospital
militar para una mejor asistencia de los enfermos (73).
Algunos médicos que colaboraron activamente en el
fragor de los combates recibieron sendas recompensas por su valentía.
Unos alcanzaron a ingresar y posicionarse en el escalafón militar en
tanto que otros
recibieron merecimientos. El Ministerio de Guerra de
España expidió en Madrid el 1º de abril de 1816 una
circular en la cual concedía una medalla a los individuos del Ejército
Expedicionario que bajo las órdenes
del comandante en jefe Pablo Morillo habían realizado un aporte valioso
para el bloqueo y rendición de la
plaza de Cartagena. Dentro de los beneficiados se incluyeron los
cirujanos que por sus méritos se hicieran
acreedores a tal distinción (74).
De manera extraordinaria, en momentos en que adelantaba la Campaña del
Sur, el Libertador Simón Bolívar dictó el 29 de mayo de 1822 un decreto
con el que
quiso reconocer los valiosos servicios del personal médico no solo
criollo sino también extranjero y, a su vez,
evitar las confusiones suscitadas en materia de grados
y sueldos. Así entonces, nombró un inspector general
del hospital militar con el fuero y sueldo de coronel
del Ejército, el cirujano mayor como teniente coronel,
el cirujano de 1ª clase como mayor, el cirujano de 2ª
clase como capitán, el cirujano de 3ª clase como teniente, el boticario
como subteniente y el practicante
como sargento con un sueldo de 20 pesos. Estas disposiciones regirían
solo para el Ejército del Sur pues
el Congreso debía expedir la reglamentación general
para toda la República (75).
El 20 de junio de 1826 el gobierno republicano expidió
el reglamento de divisas y uniformes militares del Ejército. Allí se
estipuló en el artículo 49 que los médicos
y cirujanos mayores usarían “casaca azul turquí con
vueltas y cuello del mismo color, y en él un galón de
tres dedos de ancho; pantalón azul, bota regular; sombrero apuntado,
guarnecido de seda negra, con la escarapela nacional y espada” (76).
Los que obtuvieren
grados militares, llevarían las divisas en el uniforme y
del mismo color de su botón.
Las mujeres y los matices en la
atención médica
Varios indicios apuntan a pensar que las mujeres asumieron un rol vital
como “enfermeras de la guerra”
(77). Conocidas en la historiografía nacional como las
“juanas”, estas mujeres que siguieron a sus esposos,
hermanos y familiares en los avatares de la confrontación militar
contribuyeron en gran forma a aliviar la
situación dramática de muchos de estos combatientes
colocando en práctica los conocimientos de medicina
popular y los remedios ancestrales de carácter natural.
En abril de 1820, según se relata en el diario de operaciones del
ejército republicano, emprendió su marcha,
desde la población de Tamalameque, el hospital “con
todos los pajes y las mujeres” (78). En el hospital del
Ejército del Sur, en junio de ese mismo año eran ocho
mujeres las que asistían a los enfermos y se hizo advertencia al Jefe
de Estado Mayor que no había paisanos
que pudiesen cuidarlos pues todos los que allí estaban
eran militares (79). Incluso, algunas fueron sacrificadas en
cumplimiento de esa misión, tal como le sucedió a Leonor Fontauro y
otras dos compañeras que
fueron asesinadas en la batalla de Cumaná en 1813,
cuando intentaban auxiliar soldados heridos (80). En
las instrucciones que se impartieron a principios de
1822, se dispuso que todas las mujeres que venían en
este Ejército del Sur debían ayudar en esta labor de
asistencia y, en caso de no cumplir con este cometido,
se les negaría la entrega diaria de ración y serían expulsadas del
lugar (81).
El tema de los grados inherentes a la estructura vertical y segmentada
de las fuerzas militares se vio de
algún modo reflejado en el tipo de atención dispensada a los heridos y
enfermos, según su rango militar.
En 1820 el gobierno republicano había dispuesto que a todo oficial que
en el tránsito de sus marchas enfermara o al que por falta de hospital
fuera destinado a una
casa particular, se le debía brindar tanto por el gobierno como por los
vecinos toda la protección, socorro y
cuidados que estuvieren al alcance (82).
Por los lados del Sur, en la batalla de Bomboná ocurrida el 7 de abril
de 1821 en cercanías a la ciudad de
Pasto, cayó herido el teniente coronel realista José
María Obando, quien hacía poco se había pasado al
bando republicano. Al percatarse el general Simón
Bolívar de la situación (83), adelantó varias gestiones
para salvarlo. Primero, fue a visitarlo y, luego, encomendó al teniente
coronel Eloy Demarquet para que
se encargara exclusivamente de sus cuidados. Se le
transportó en una hamaca por piquetes de infantería
que se relevaban pagándoles a cada uno un peso diario
(84). Al cabo de un tiempo, Obando logró recuperarse
satisfactoriamente.
A mediados de octubre de este mismo año, al recibirse información en el
cuartel general republicano del
Ejército del Sur, que el coronel Tomas Harrison y el
capitán Tomas Duxburit se hallaban gravemente enfermos en Piendamó,
dispuso el comandante en jefe
hacerlos conducir en parihuela, que era una especie
de camilla fabricada artesanalmente y compuesta de
dos varas gruesas con unas tablas atravesadas, en medio de donde se
colocaba el enfermo cargado por dos
personas (85).
Eventualmente, podían emerger algunas dificultades
de comunicación en torno a la terminología especializada utilizada por
médicos y cirujanos en su relación
con los pacientes. Estas fueron las palabras del general venezolano
Rafael Urdaneta al momento de verse
perjudicado por una enfermedad en la zona limítrofe
de los valles de Cúcuta hacia el año de 1820: “Ha degenerado por último
el mal en una fuerte afección al
hígado, complicada con otras cosas que el médico me
ha dicho en su idioma, que no yo he podido entender”
(86). Si ese era el sentir de los oficiales que contaban
con algún grado de educación, mucho más incierta e
ininteligible pudo resultar la comprensión del diagnóstico personal en
los niveles rasos de los ejércitos.
Traslado y auxilios en las marchas
Si movilizar un ejército en campaña era una tarea
sumamente complicada, mucho más delicada pudo
ser movilizar un hospital militar de un sitio a otro.
Tenía que ser una marcha más lenta y cuidadosa para
no estropear a los enfermos y heridos, algunos de los
cuales debían ser cargados. La primera dificultad que
había que franquear era la consecución de caballos o
mulas para transportar los botiquines, los equipajes y
los enfermos más graves. En febrero de 1821 el general patriota Antonio
José de Sucre se lamentaba de
no haber podido marchar antes hacia el Sur debido a
que no tenía bestias con las cuales transportar el hospital (87). En
junio de ese mismo año, el hospital del
Ejército del Sur contaba con 71 enfermos que no podían trasladarse de
Caloto a Llanogrande por falta de
caballerías. Finalmente, se consiguieron 25 hombres
para que ayudaran en esta movilización. El recorrido resultaba bastante
embarazoso por cuanto estaba
atestado de bandidos que podían arremeter contra los
enfermos (88).
A finales de mayo de 1822, el coronel republicano Bartolomé Salom
impartió desde El Trapiche una serie de
instrucciones al comandante Francisco Luque para
transportar el hospital del Ejército Libertador hasta la
ciudad de Popayán. El camino que debían seguir era
por la cordillera de Almaguer y, si al llegar a este punto alguno de
los enfermos empeoraba en su estado de
salud, podía dejarlo recomendado al cura y a los vecinos, entregándoles
al efecto el dinero que estimara necesario. Por esta ruta debía
encontrarse con la partida
que conducía el comandante de Granaderos Manuel
Martínez, a quien tenía que recibirle los enfermos que
llevara. A Luque se le entregarían 200 pesos y 30 reses para la
asistencia de los enfermos y para las urgencias,
haciéndole ver que debía primero matar las reses más
cansadas. Se dejó en claro que todos los enfermos quedaban bajo las
órdenes de Luque y, por tanto, debían
obedecerle. El capitán Sancho Briceño sería el encargado de la
administración de los medicamentos recetados por los facultativos (89).
Ante la ausencia de recursos y de personal médico
para atender a los soldados afectados, fue necesario
en muchas ocasiones encomendar el cuidado a otras
personas, especialmente cuando los batallones estaban
en campaña y no podían detener sus marchas y cargar
con los heridos más graves. Por la información contenida en el diario
de operaciones del coronel republicano Bartolomé Salom, se sabe que el
22 de mayo
de 1822 en el pueblo del Patía se impartió orden para
racionar de pan a la tropa, y se dejó al cuidado del cura
y de los sujetos más “honrados” a todos los enfermos
inútiles para marchar, proporcionándoles los medicamentos y los dineros
requeridos para su curación (90).
A veces, el fragor de la guerra obligaba a tomar una
decisión extremadamente dramática: dejarlos abandonados a su suerte en
medio del camino. Esto fue lo que
sucedió por los lados del sur a finales de 1820, cuando
el coronel patriota José María Cancino denunciaba,
desde Cali, que existía una gran cantidad de enfermos
abandonados a su suerte “en los caminos, constituidos en pordioseros”
(91). En los registros del diario del
Ejército del Sur, quedó constancia de que el 13 agosto
1821, cerca al pueblo del Patía, habían quedado agonizando “[…] cuatro
oficiales y doce individuos de tropa
que no pudieron conducirse de ningún modo” (92).
A la situación precaria de recursos se le sumó el descuido y la desidia
de los encargados del traslado de estos hospitales móviles. A
principios de agosto de 1821,
se denunció al capitán republicano Ibarra por el desorden que había
imperado en el desplazamiento del
hospital de Popayán a Cali habiendo muerto algunos
de ellos. De inmediato, se impartió orden al Comandante de Popayán y a
los alcaldes partidarios de Santa
Ana, Candelaria y Quilichao para que remitieran comisionados con
víveres y caballerías para proteger a
los desvalidos sobrevivientes y para dar sepultura a los
muertos, previniéndose además el debido transporte
con el cuidado y esmero “que ellos se merecen” y su
remisión final al hospital militar de Cañasgordas (93).
Entre la hostilidad y el trato
humanitario
Dentro del ambiente de zozobra reinante en medio de
las guerras de Independencia, algunos de los encargados de la atención
médica, así como también los enfermos y heridos, se vieron afectados
por el curso de las
operaciones y el juego de la represión y las retaliaciones militares.
Capturas, hostilidades, ataques directos
e incautaciones de material médico fueron solo algunas de las
dificultades que debieron afrontarse durante
esta época.
Tras la derrota contundente sufrida por las fuerzas republicanas en
mayo de 1814 en la Campaña del Sur
en cercanías a la ciudad de Pasto, se relató cómo los
soldados sobrevivientes pudieron con muchos inconvenientes cargar a las
espaldas al Padre Macario de la comunidad de San Juan de Dios, quien
era el cirujano del
ejército y había resultado herido en combate (94). En la
retirada del derrotado ejército republicano, la orden fue
regresar a Popayán pero esta operación resultaba muy
difícil por la imposibilidad de llevar a los enfermos pues
no había bestias ni ningún otro medio para transportarles. Era, además,
sumamente peligroso dejarlos allí
abandonados a su suerte porque era exponerlos a una
muerte segura no solo por la falta de cuidados y asistencia, sino por
la crueldad implacable de las guerrillas
patianas que, en defensa del Rey, operaban en la zona.
El abanderado patriota José María Espinosa relató con
más detalles esta crítica coyuntura:
“Daba lástima ver a algunos de aquellos
infelices envueltos en frazadas, pálidos y macilentos,
que salían casi arrastrándose en seguimiento de
su batallón; otros se quedaron en la población,
pero al fin todos iban rezagándose escalonados
en el camino, unos adelante, otros atrás, según
sus fuerzas, y custodiados por unos pocos hombres. Tal era el terror
que les inspiraba la ferocidad de los patianos, y la pena que sentían
de
separarse de nosotros” (95).
Según reportó desde su cuartel
general de Caloto el
general Manuel Valdés el 30 de noviembre de 1821, no
tenían cómo atender la elevada cantidad de enfermos
en el hospital ubicado en este sitio por haberse acabado el botiquín y
por no haber llegado los que habían
prometido despachar desde Bogotá. Valdés pidió afanosamente solucionar
estas falencias (62).
En efecto, esos temores resultaron siendo realidad
pues semanas después se reportó la crueldad de aquellas partidas
realistas que sacrificaron “bárbaramente”
a algunos de estos enfermos indefensos.
A finales de 1815 cuando la plaza de Cartagena había sido ocupada por
las fuerzas españolas de Reconquista, el general Francisco Tomás
Morales procedió
a destruir e incendiar los lazarinos de Caño de Loro
pereciendo varios de los enfermos allí recluido (96).
Un inglés que había arribado a las costas de Buenaventura, aliado a la
bandera patriota, fue capturado a
mediados de 1816 por las fuerzas españolas de Reconquista. Este hombre
había participado en la invasión a
Guayaquil y era cirujano de una fragata. Tan pronto se
enteró de esta aprehensión, el virrey Juan Sámano dio
orden de fusilarlo por “insurgente” y pirata (97).
Siendo estas guerras marcadas por la escasez de recursos, cada uno de
los dos bandos no vaciló en incautar
todo lo que estuvo a su alcance: desde víveres y material de guerra
hasta elementos para la atención médica. Al ocupar el Ejército
Libertador la ciudad de Tunja
a principios de agosto de 1819, los patriotas tomaron
buena cantidad del armamento que habían dejado los
españoles tras su huida, así como también los botiquines y demás
objetos del abandonado hospital militar
(98). Según el parte dado por el teniente José Antonio
Maíz sobre la victoria alcanzada el 23 de enero de 1820
en Barbacoas en la Costa Pacífica, entre los elementos
incautados a los españoles figuraba un champán grande que contenía un
botiquín, los libros del cirujano y
algunos cuantos elementos de hospital (99).
Se llegó incluso al extremo de tomar prisioneros a los
heridos y enfermos del bando opuesto que eran atendidos en hospitales
militares. El 10 de julio de 1819, algunos vecinos de la localidad de
Cerinza presentaron
ante el general Santander, cuatro soldados españoles
del batallón segundo de Numancia, aprehendidos en
aquel pueblo y que hacían parte de los enfermos del
hospital de Soatá. Los prisioneros estaban muy enfermos, tres eran de
Venezuela y uno del “Reino” (100).
En la rebelión de resistencia monárquica surgida a finales de octubre
de 1822 en Pasto quedaron prisioneros los oficiales y todo el resto de
hospital que estaba
bajo el cuidado del comandante Francisco Luque. De
inmediato, fueron desarmados y les hicieron continuar
la marcha hasta Popayán (101). En vista de estos alarmantes niveles de
zozobra, se hizo más que imperioso
reforzar las medidas de seguridad en torno a los hospitales militares.
A finales de junio de 1816, cuando era
ya inminente el choque de las fuerzas de Reconquista y
las fuerzas patriotas en el Sur en la batalla de la Cuchilla del Tambo,
el comandante español Juan Sámano
dio orden al mayor Francisco Jiménez, quien estaba a
cargo de una guardia que protegía el hospital ubicado
en este sitio, para que lo retirara de allí y lo remitiera
algunas leguas atrás de la posición principal del ejército español para
garantizar su seguridad (102).
En marzo de 1819, los españoles habían logrado establecer un hospital
de Campaña en Soatá con capacidad para 300 enfermos. Para mayor
protección de
este punto, en donde existía además un sitio de almacenamiento de
víveres, el coronel realista José María
Barreiro consideró oportuno guarnecerlo con la sexta
compañía del 1er batallón del Rey. A principios de julio, un oficial y
30 hombres se hallaban custodiando
este mismo hospital, quienes tenían la instrucción de retirarse por el
camino de Onzaga en caso de una acometida de las fuerzas “rebeldes”
(103).
En diciembre de 1820, en respuesta a una solicitud de
la Alta Corte de Justicia, el vicepresidente Santander
accedió a proveer de una guardia al hospital San Juan
de Dios de la ciudad de Bogotá, con el fin de servir
de custodia del reo militar José María Sarmiento y de
otros delincuentes que se hallaban allí recluidos. Curiosamente, esta
guardia quedó bajo las órdenes directas del prior (104). Dos días
después de que el Ejército
Libertador al mando del general Bolívar, lograra finalmente atravesar
el complicado paso del río Juanambú
a finales de marzo de 1822, en su ofensiva final para
conquistar la ciudad de Pasto, se decidió dejar temporalmente allí el
hospital, al mando del coronel Antonio
Obando. Bolívar siguió su marcha pero cuando llevaba
dos días de jornada, se percató de
“[…] que aquel hospital no estaba
seguro a
pesar de estar defendido por más de doscientos hombres, lo mandó reunir
al cuerpo del
ejército y lo esperó antes de pasar el puesto de
Molinoyaco, que había fortificado el enemigo,
y tenía cubierto con cuatrocientos hombres al
mando del coronel Fernández, que se retiró
delante de nuestra descubierta, mandada por
el señor coronel Barreto desde Popayán hasta
Bomboná” (105).
Por ello, se colocaron hombres en la retaguardia y otros
puestos de avanzada hasta la quebrada de Chapacual
en donde estaban ubicadas las huestes españolas. Tres
días después de la batalla de Bomboná ocurrida el 1º
de abril de este mismo año, como medida de precaución, los comandantes
republicanos dieron orden de
trasladar a todos los heridos, republicanos y españoles,
al hospital de Consacá, debiendo pasar por una cañada y por un terreno
bastante fragoso. Mientras tanto, el
30 de mayo desde El Trapiche el coronel republicano
Bartolomé Salom le encomendó al comandante Luque
conducir el hospital del Ejército Libertador que se hallaba en ese
punto hasta la ciudad de Popayán, para lo
cual debía colocar una escolta de al menos 30 militares debidamente
armados y municionados y a cargo de
buenos oficiales para que las guerrillas realistas del Patía no tomaran
prisioneros a aquellos enfermos. Con
el ánimo de incrementar el poder defensivo, también
debían ir armados aquellos que, según el informe del
cirujano mayor del Ejército, podían hacer uso de sus
armas en caso de estar en peligro (106).
Era claro que cada bando solía velar por la salud e
integridad de sus hombres pero nada se había fijado
con relación al tratamiento de los enfermos y heridos
del oponente. Así entonces, existía un vacío sobre este
respecto. Durante las guerras emancipadoras, aciaga experiencia había
traído la denominada guerra a
muerte decretada a mediados de 1813 por el general
Simón Bolívar, cuyos efectos se sintieron de manera
más acentuada en Venezuela. No fue sino hasta finales de 1820 cuando,
en aras del trato humanitario y
bajo el amparo del derecho de gentes, se sentaron las
bases para la firma de un armisticio entre España y el
gobierno republicano, todo esto complementado con
la firma de un tratado de regularización de la guerra.
En el artículo 4º de este acuerdo firmado el 26 de noviembre se convino
un trato preferencial a los enfermos:
“Los militares o dependientes de un
ejército
que se aprehendan heridos o enfermos en los
hospitales o fuera de ellos no serán prisioneros de guerra, y tendrán
libertad para restituirse a las banderas a que pertenezcan luego
que se hayan restablecido. Interesándose tan
vivamente la humanidad en favor de estos desgraciados, que se han
sacrificado a su patria y
a su gobierno, deberán ser tratados con doble
consideración y respeto que los prisioneros de
guerra, y se les prestará por lo menos la misma asistencia, cuidado y
alivio que a los heridos y
enfermos del ejército que los tenga en su poder” (107).
Aquí se observa un paso trascendental en materia de
derecho humanitario por cuanto los heridos no fueron
considerados como prisioneros y se acudió además a
la solidaridad del bando adversario en la protección
de estos afectados. Lo más valioso de todo es observar
cómo esta normativa se constituyó en un precedente y
mostró sus alcances incluso más allá del rompimiento
del armisticio.
Reflexiones finales
El servicio médico durante las guerras de Independencia de Colombia fue
realmente crítico debido al ambiente de confrontación militar y de
retaliación entre
los dos bandos en contienda. En términos reales, la
cantidad de heridos y enfermos en campaña desbordó
las posibilidades de atención, lo cual explica las altas
tasas de invalidez y morbilidad. En medio de esta atmósfera de tensión
y de la falta generalizada de recursos, valiosas fueron las ayudas, ya
fueran voluntarias
o impositivas, en torno a aliviar la suerte de aquellos
combatientes. Fueron años en los que se aplicaron paliativos de
emergencia, muchos de ellos improvisados
y basados en alternativas curativas de acuerdo a los
medios disponibles.
Los heridos y enfermos debieron padecer una situación verdaderamente
dramática, afectados muchas
veces por la interrupción súbita de los tratamientos
debido a la intensidad de las operaciones militares. Sin
lugar a dudas, la etapa que registró más dificultades
en materia de atención médica fue durante las postrimerías de la guerra
entre los años de 1821 y 1822, especialmente en la Costa Caribe y en
las provincias de
Popayán y Pasto en donde la lucha se había tornado
cruenta y prolongada.
El afán de los altos mandos por procurar servicios curativos a los
hombres en campaña era con el fin de reincorporarlos en las filas en
vista del déficit de pie de
fuerza y de los altos índices de deserción. En las cuentas y planes
estratégicos de los generales siempre se
contempló el reforzamiento de los ejércitos a través de
estas vías de reposición. A principios de abril de 1821
el general Pedro León Torres, jefe del Ejército del Sur,
reconoció haber enviado 500 hombres recuperados del
hospital ubicado en el valle del Cauca para sumarlos
a la expedición marítima que estaba organizando el
general Antonio José de Sucre a Guayaquil (108).
A medida que amainaban los fragores de la guerra,
se abrió paso al proceso de reconstrucción nacional
y, con ello, el impulso al estudio y aplicación de las
ciencias médicas. En 1823 el gobierno republicano, en
reconocimiento a todo lo que habían padecido los enfermos y heridos en
las batallas de Independencia por
falta de médicos y cirujanos hábiles, aceptó la propuesta de dos
extranjeros que ofrecieron enseñar anatomía,
contando para ello con todos los instrumentos necesarios. Así fue como
se dio vía libre para inaugurar un
curso público en Bogotá asignándose a los maestros
una pequeña gratificación de los fondos nacionales y
con la esperanza de que los estudiantes aprovecharían
esta oportunidad formativa (109). Nuevos retos sobrevendrían para la
atención médica durante la serie de
guerras civiles que asolaron al país a lo largo del siglo
XIX en sus primeras décadas de vida republicana.
Conflicto de intereses
El autor declara no tener ningún conflicto de interés.
Financiación
Este trabajo solo contó para su financiación con los
recursos del autor
Agradecimientos
Un agradecimiento especial al personal del Archivo
General de la Nación y otros archivos regionales por
su colaboración y atención en la consulta y revisión de
documentos.