LOS HOSPITALES MILITARES Y LA ATENCIÓN A COMBATIENTES HERIDOS Y ENFERMOS EN LAS GUERRAS DE INDEPENDENCIA DE COLOMBIA

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Roger Pita Pico1


Resumen

En el marco de la conmemoración del Bicentenario de la Independencia de Colombia, este artículo traza como derrotero, el análisis exploratorio sobre la situación de los hospitales militares y la atención médica, tanto a los heridos en combate como a los militares afectados por enfermedades en el bando republicano y en el bando español, durante las guerras de Independencia. La hipótesis central que se pretende comprobar a lo largo de este escrito, es que la escasez de recursos y de personal médico especializado generó un déficit en la atención médica de aquellos combatientes, lo cual hizo que estas afectaciones a la salud fueran, junto con el fenómeno de la deserción, las dos causas principales que explicaron el continuo desmoronamiento de los ejércitos en contienda. La intención no es enfocarse en el análisis especializado de la terapéutica y los tratamientos médicos aplicados en estos tiempos de guerra, sino más bien sondear, desde la perspectiva historiográfica, la incidencia del contexto social, económico y político en el servicio médico recibido por los militares.

Palabras clave:
salud; hospitales; heridos; enfermos; guerra; Independencia; Colombia; siglo XIX.


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1  Politólogo. Especialista en Gobierno Municipal y en Política Social. Magíster en Estudios Políticos. Miembro de Número de la Academia Colombiana de Historia. Director de la Biblioteca “Eduardo Santos” de la Academia Colombiana de Historia. Bogotá, Colombia.

THE MILITARY HOSPITALS AND THE ATTENTION TO WOUNDED AND SICKED FIGHTERS IN THE WARS OF INDEPENDENCE OF COLOMBIA


Abstract

Within the framework of the commemoration of the Bicentennial of the Independence of Colombia, this article traces the exploratory analysis on the situation of military hospitals and medical attention to both those injured in combat and the military affected by diseases on the Republican side and on the Spanish side during the wars of Independence. The central hypothesis is that the shortage of resources and the lack of specialized medical personnel generated a deficit in the medical attention of those fighters, which caused that these affectations to the health was considered, along with the phenomenon of the desertion, the two main causes that explained the continuous crumbling of the armies in contention. The intention is not to focus on the specialized analysis of therapeutics and medical treatments applied in these times of war, but rather to probe, from the historiographical perspective, the incidence of the social, economic and political context in the medical service received by the military.

Key words: health; hospitals; wounded; sick; war; Independence; Colombia; XIX century



Introducción

En la Nueva Granada, espacio que correspondía durante el dominio hispánico a lo que hoy se conoce como República de Colombia y que en tiempos de la Gran Colombia se le conoció también como Departamento de Cundinamarca, la mayor cantidad de hospitales se hallaban a cargo de la comunidad de San Juan Dios, cuyos fondos provenían de las donaciones piadosas y del noveno y medio de los diezmos. Estas instituciones de carácter permanente eran el eje de la atención médica en tiempos de paz. En cuanto al estamento militar, las Ordenanzas promulgadas en el siglo XVIII en España y extendidas a los territorios novohispanos contemplaron algunas normas dirigidas al cuidado de los militares heridos y enfermos (1).

Muy difícil se tornó la situación desde el año de 1808 tras el advenimiento de las guerras de Independencia en las que los patriotas buscaron emanciparse del régimen español que había imperado en estas tierras durante casi tres centurias.

La guerra en la Nueva Granada comenzó en 1810 con un primer experimento de gobierno republicano que se extendió hasta 1815 con la llegada del Ejército de Reconquista al mando del general Pablo Morillo, con lo cual quedó restaurado el poderío español hasta 1819 cuando, tras una heroica campaña gestada en los Llanos Orientales bajo la orientación de los generales Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander, lograron la victoria el 7 de agosto en la batalla de Boyacá con lo cual vieron despejado el camino para apoderarse definitivamente de la ciudad de Santa Fe que en adelante pasaría a llamarse Bogotá. Desde allí inició una amplia campaña para recuperar el resto de las provincias a lo cual se opuso una férrea resistencia monárquica enquistada en la Costa Caribe y en las provincias de Popayán y Pasto. Finalmente, en aquella región del norte, Santa Marta pudo ser liberada en 1820 y al año siguiente le siguió Cartagena mientras que en el Sur solo hasta 1822 fue liberada la ciudad de Pasto con lo cual quedaron expulsados los últimos reductos españoles. Sin embargo, en los meses posteriores aún siguieron operando en esta área algunas facciones guerrilleras monárquicas de resistencia que fueron finalmente neutralizadas.

Muy pocos avances en la Medicina y en la cirugía se presentaron durante este periodo de Independencia, pues prácticamente siguieron las mismas prácticas utilizadas en tiempos del dominio hispánico (2). Así entonces, la atención médica durante este periodo de convulsión política y militar se tornó más caótica y complicada por cuenta del aumento sustancial del número de militares aquejados por las heridas en combate o por enfermedades, epidemias u otros males contraídos en el largo trasegar por caminos enmarañados en medio de una geografía agreste. A todo esto se le sumaba el hecho de que los elevados gastos de la guerra repercutieron notoriamente en la destinación de recursos para la atención sanitaria, déficit que se vio agravado en algunos casos con turbios manejos en el manejo de los hospitales (3). Vale recordar que la epidemia que más afectó a los militares durante este periodo fue el de la viruela. Hay indicios documentales de los estragos que causó durante el sitio de Cartagena en 1815 y meses después en Santa Fe (4).

En el fragor de la guerra, los hospitales de San Juan de Dios se vieron atiborrados de militares en proceso de curación. Fray Lorenzo de Amaya, provincial del convento hospital de San Juan de Dios de la ciudad de Santa Fe, denunció el 16 de julio de 1818 a la autoridad virreinal la falta de fondos pues durante los tres meses anteriores se habían dedicado a asistir a la gran cantidad de soldados del primer batallón de Numancia. El religioso hizo énfasis en el celo y dedicación con que venían cumpliendo cabalmente su función y por eso hacían un llamado de ayuda para el envío urgente de recursos que permitieran solventar los crecidos gastos (5).

Era claro que la guerra y sus estragos desbordaban de lejos la capacidad de atención de aquellas instituciones hospitalarias. Para paliar esta situación, tanto el bando republicano como el bando español debieron recurrir en estos tiempos de confrontación militar a la creación de hospitales “de primera sangre” que eran los que se establecían en el frente de batalla y los hospitales de campaña ubicados en la retaguardia de los ejércitos (6). Estos hospitales, a diferencia de aquellos tradicionales de carácter fijo, funcionaban con mayor movilidad y de manera más improvisada. Así por ejemplo, en la orden que impartiera el Rey Fernando VII el 28 de noviembre de 1814 para la formación del Ejército Expedicionario que tendría como misión la reconquista de los dominios hispanoamericanos sublevados, se dispuso la creación de un hospital estacional y otro ambulante con capacidad para atender 1.200 hombres (7).

En el marco de la conmemoración del Bicentenario de la Independencia de Colombia, este artículo traza como derrotero el análisis exploratorio sobre la situación de los hospitales militares (8) y la atención médica tanto a los heridos en combate como a los militares afectados por enfermedades en el bando republicano y en el bando español durante las guerras de Independencia. La hipótesis central que se pretende comprobar a lo largo de este escrito es que la escasez de recursos y de personal médico especializado generó un déficit en la atención médica de aquellos combatientes, lo cual hizo que estas afectaciones a la salud fuera, junto con el fenómeno de la deserción, las dos causas principales que explicaron el continuo desmoronamiento de los ejércitos en contienda.

Con este trabajo se pretende llenar un vacío pues las alusiones sobre esta temática son en realidad escasas, fragmentarias y más que todo anecdóticas. Por lo tanto, esta investigación aspira a constituirse en una base para estudios académicos más profundos sobre los tópicos aquí referidos. Bien vale la pena aclarar que la pretensión de este trabajo no es enfocarse en el análisis especializado de la terapéutica y los tratamientos médicos aplicados en estos tiempos de guerra sino más bien sondear, desde la perspectiva historiográfica, la incidencia del contexto social, económico y político en el servicio médico recibido por los militares.

La metodología para llevar a cabo esta investigación comprendió un estudio descriptivo y cualitativo a partir de la consulta e interpretación de la información seleccionada. Se utilizó además en algunos apartes el análisis comparativo para establecer contrastes e identificar continuidades, readaptaciones y rupturas en la atención médica y en el funcionamiento de los hospitales en los diferentes espacios regionales y en las fases que configuraron el proceso de Independencia. Aunque las fuentes de información utilizadas fueron más que todo documentos de archivo histórico, también se acudió a una variada gama de fuentes primarias que van desde el cruce epistolar de funcionarios y jefes militares hasta diarios de operaciones, partes de batalla, informes oficiales y crónicas de los testigos presenciales de aquella agitada etapa de la historia nacional. Adicionalmente se revisaron varias fuentes secundarias que incluyeron algunos artículos y trabajos elaborados en torno a esta temática.


Los retos de la atención médica en tiempos de guerra

Durante las guerras de Independencia, la mayor cantidad de afectados por la salud se registraban principalmente con ocasión de alguna cruenta batalla o por la afectación de una epidemia que comprometía a un buen número de la tropa o por el paso de los combatientes a través de zonas con temperaturas extremas (9). Particularmente crítica fue la situación sufrida por las legiones británicas que llegaron para reforzar las fuerzas republicanas. Estos extranjeros se vieron sumamente menguados ante las inclemencias del trópico.

Desde luego, el panorama se tornaba más alarmante durante aquellas coyunturas en que se dio una movilización masiva de tropas, lo cual desbordaba las posibilidades reales de atención médica. Así sucedió en enero de 1822 en momentos en que el fortalecido Ejército republicano del Sur preparaba en Popayán la gran ofensiva final de liberación de la ciudad de Pasto. Al general Bolívar, quien se hallaba al mando de aquella gran operación militar, se le reportó la llegada de varios batallones y en solo tres jornadas habían ingresado al hospital 146 soldados y un oficial, es decir, casi 50 por cada día (10).

La información que trae el historiador francés Clement Thibaud sobre el registro de 32 heridos tratados en el depósito de inválidos de Bogotá en 1822 permite asomarnos al tipo de heridas en campaña siendo en su mayoría causadas por balas. Esto indica, según concluye el mismo Thibaud, la primacía de las heridas por armas de fuego, lo cual significó en ese momento un cambio táctico en la guerra que a su vez generó un mayor impacto en cuanto a las lesiones corporales (11). Esta tendencia se mantuvo en una muestra de 79 militares tratados ese mismo año en el hospital de inválidos de Caracas en donde el 83% de los heridos en combate lo fueron con balas de fusil o cañón mientras una mínima parte fueron heridos con lanzas, machetes u otros objetos cortopunzantes (12).

En octubre de 1816, el militar republicano José Hilario López fue salvado milagrosamente de ser pasado por las armas por el comandante de Reconquista Pablo Morillo y en lugar de este fatídico destino se resolvió degradarlo y destinarlo a servir como soldado. Estando en Santa Fe, se le complicaron algunas heridas que lo obligaron a pedir a sus superiores que lo enviasen al hospital. Este fue el relato de su amarga experiencia:


“[…] se me condujo al [hospital] militar del convento de Las Aguas, en donde apenas hubo una cama para acomodarme, pues se hallaba lleno de militares enfermos; allí pasé algún tiempo sufriendo todas las calamidades y miserias de un establecimiento de esa naturaleza, del cual se me trasladó al hospital de San Fernando. En medio del teatro de horror y de las inmundicias, recibía, sin embargo, el consuelo de los médicos doctores Merizalde, Osorio y Lazo, que habían sido obligados a servir gratis en sus profesiones, y habiéndome hecho conocer de ellos, les inspiré las simpatías de compatriotas, y merecí, con otros de mis compañeros, que en la receta de alimentos se nos asignasen los mejores que podían prescribirse, y que se nos indicase también el ejercicio corporal, para poder salir siquiera al patio principal a renovar los aires pestilentes” (13).


Si esto era lo que se vivía en la capital neogranadina, ya se puede adivinar cuál era el dramático panorama padecido en zonas apartadas, pobres y de difícil acceso. Era tan penosa la situación, que algunas voces solían decir que estos ejércitos más parecían hospitales ambulantes (14). Según reportes recibidos a finales de julio de 1819 por el coronel español José María Barreiro, durante la corta permanencia en Tasco de las tropas libertadoras, éstas afrontaban una evidente disminución por cuenta de las bajas temperaturas. Al parecer, 500 hombres habían sido remitidos al hospital por esta causa (15).

El 1º de septiembre de 1821 existía en el hospital de campaña del Ejército republicano del Sur un total de 224 individuos de tropa y un oficial mientras que cuatro oficiales más recibían atención en casas particulares (16). Estas cifras se tornaron más críticas con el paso de los días. Según información suministrada el 30 de noviembre por el general Manuel Valdés, se había elevado a 217 el número de enfermos en el hospital ubicado en el cuartel general de Caloto y a 184 en el hospital instalado en Cali. La situación era sumamente preocupante pues por lo general aquellos militares que venían de las tierras frías circundantes a Bogotá muy pocos días después se enfermaban a pesar de estar bien asistidos (17).

No menos alentadora era la situación del general Antonio José Sucre, quien por estos días aunaba esfuerzos para blindar la libertad alcanzada en la provincia de Guayaquil y atacar por el sur a la ciudad de Quito. Su reporte indicaba que el hospital militar de su división albergaba a 400 enfermos, 140 de los cuales eran convalecientes (18).



La ubicación y adecuación de espacios

Una decisión crucial en materia sanitaria durante las guerras de Independencia tenía que ver con la búsqueda de una ubicación precisa y adecuada para la instalación de los hospitales, ya fuera en campo abierto o en edificaciones ya construidas y debidamente acondicionadas. Para los fines de atención médica se requerían en principio espacios amplios y con facilitad de suministro de agua y víveres. No obstante, esas condiciones casi nunca se cumplían a cabalidad.

En la orden general del Ejército Libertador dada en la población de Tasco el 13 de julio de 1819, pocos días antes de la batalla de Boyacá, se impartieron instrucciones a los jefes de los estados mayores divisionarios para que arreglaran de la mejor manera posible sus respectivos hospitales, para lo cual se ordenó al alcalde de esta localidad que desocupara dos casas “de las más grandes” a fin de que no hubiese sino dos hospitales para poderlos asistir mejor. Cada uno, debía tener un oficial o sargento como contralor quienes debían recibir del proveedor general las raciones diarias. Los  mayores de cada batallón debían nombrar a un oficial que visitara el hospital ambulante para que examinara si los enfermos se hallaban bien asistidos (19).

El secretario de Guerra Pedro Briceño Méndez dispuso a principios de junio de 1820 que, en la villa del Socorro, los enfermos debían alojarse en casas particulares, pues a la fecha aún no se había dispuesto todavía el hospital militar (20).

A veces, era tal la magnitud de la demanda de enfermos que había necesidad de improvisar instalaciones de instituciones privadas y públicas, tales como conventos, iglesias y colegios. Así sucedió con la derrota militar sufrida en mayo de 1814 por el general Antonio Nariño en la Campaña del Sur. Al momento de la retirada, era tal la cantidad de heridos y enfermos de los batallones Granaderos de Cundinamarca y Antioquia que fue necesario improvisar la iglesia del pueblo de Almaguer “por no haber otro edificio espacioso” (21).

Las religiosas del convento de Beatas Recogidas de la ciudad de Cali habían estado a cargo de la educación de las niñas desde los albores de la época republicana. No obstante, fueron expulsadas en octubre de 1821 de su sede por orden expresa del gobernador del Cauca don José Concha para instalar allí el hospital militar y se ordenó que fueran trasladadas al claustro que antes ocupaban los Padres de La Merced (22). La antigua casa del hospicio de capuchinos ubicada en la villa de El Socorro fue hasta 1823 la edificación donde funcionaba el hospital militar pero debió ser objeto de delicadas reparaciones para adecuarlo como sede para el colegio público (23).

Los diferentes niveles de atención médica requerían en condiciones normales una separación de espacios, especialmente en el caso de enfermedades contagiosas que representaban un peligro pues en pocos días podían diezmar el pie de fuerza reclutado con mucho esfuerzo y sacrificio.

Dentro de las prioridades expuestas por el oficial español a cargo del 1er batallón de Numancia que guarnecía a mediados de 1817 la ciudad de Buga, la primera misión consistió en conseguir una casa alta y cómoda como sede del hospital, con lo cual pudieran estar debidamente separados los militares afectados por enfermedades contagiosas (24).

El 22 de agosto de 1818, el prior del convento de San Juan de Dios de la ciudad de Santa Fe expresó ante el coronel español José María Barreiro inmensa preocupación por el surgimiento de una epidemia de viruela entre el creciente número de militares. Con miras a evitar el contagio, sugirió aislar a los afectados pero el problema era que en ese momento todas las piezas estaban ocupadas. El hospital de San Fernando se hallaba también saturado de pacientes. La única alternativa era ocupar una casa ubicada en la Huerta de Jaime, que en otra ocasión había servido de “lazareto” para aquella misma enfermedad. Así entonces, el clamor que hacía el religioso era que se adoptaran las providencias necesarias y que se prestaran los auxilios de catres y demás elementos para alojar aquellos virolentos en un espacio adecuado en el que fueran mejor asistidos y así minimizar los márgenes de peligro de contagio (25).

Una peste azotó a Barranquilla a finales del mes de octubre de 1820, emergencia que confinó a 500 soldados patriotas al hospital militar organizado por el ejército que al mando del coronel Mariano Montilla operaba en esta región Caribe y que tenía como meta liberar la ciudad de Santa Marta y acentuar el sitio sobre Cartagena. Ese mismo año, la columna Briceño conformada en su mayoría por negros libertos al servicio de las banderas de la República dejó entre las poblaciones de El Socorro y Pamplona a 900 de sus hombres enfermos, entre veteranos y libertos, atacados por el mal de la viruela. Estos combatientes hacían parte de las huestes que se estaban recogiendo en la Nueva Granada para lanzar la campaña de liberación de Venezuela (26).

El 6 de agosto de 1821 se estipuló que el hospital militar del Ejército republicano que venía de Popayán hacia la ciudad de Cali quedara ubicado en la hacienda de Cañasgordas para evitar el contagio que podía sobrevenir a la población y para que no se “remataran” los enfermos por la sequedad del clima (27).

Según información registrada en el diario de operaciones del batallón republicano de Reserva, en su camino de tránsito desde Popayán hasta el cuartel general de El Trapiche, se realizó una visita a los hospitales militares a finales de abril de 1822 y se implementó una nueva organización, separando uno de convalecencia y otro de cirugía y disentería (28). Entre tanto, al teniente Joaquín Flórez se le encargó el manejo de un hospital de convalecencia de veteranos.


Los avatares del manejo administrativo

El manejo de los hospitales militares, especialmente aquellos que albergaron a un gran número de pacientes, ameritaba una organización y una estructura administrativa cuyo trabajo era responsabilidad de los oficiales quienes a su vez se apoyaban en personal militar con la eventual asistencia de algunos lugareños. Se crearon algunos cargos específicos al interior de estos hospitales como fue el caso de los contralores y los proveedores. Desde luego, se hacía imperioso el apoyo de los gobiernos provinciales y locales, no solo en cuestiones financieras sino también en la provisión de recursos.

Tan pronto el jefe del Ejército Expedicionario español de Reconquista don Pablo Morillo entró a la ciudad de Cartagena a finales de 1815 después de un largo sitio, una de sus primeras acciones consistió en acondicionar improvisadamente algunas casas para la atención hospitalaria (29) y luego estableció un hospital de mayores dimensiones en Turbaco. A finales de agosto ordenó destinar más recursos para este establecimiento, preocupado por el estado de sus hombres. Al mes siguiente, impartió instrucciones al general Miguel de La Torre para que adelantara las acciones tendientes a “[…] la construcción de otro hospital más pudiente y mejor que el actual, en el que se deberán colocar todos los enfermos españoles, contando con 110 que hay en Ternera, teniendo las ventanas bien rasgadas al viento y la brisa” (30). A principios de octubre, este hospital alojaba 800 españoles, afectados muchos de ellos por las rigurosidades del clima, especialmente por fiebres y disentería para lo cual se destinaron grandes cantidades de quina.

El 2 de abril de 1822 el coronel republicano Bartolomé Salom, en el marco de la campaña que adelantaba el Ejército del Sur para conquistar la ciudad de Pasto, recomendó al teniente coronel Laurencio Silva para que se encargara del manejo del hospital que quedaba temporalmente en el sitio de El Peñol. El objetivo era instalar los enfermos en la iglesia del pueblo y, en caso de resultar insuficiente este espacio, los debía acomodar en las casas aledañas. La asistencia médica de los enfermos de cada uno de los batallones debía quedar bajo la responsabilidad de uno de los oficiales de dichos cuerpos. Para la comida de los enfermos se dispuso que debía prepararse todos los días “cocido”, para lo cual le fueron dejados a Silva los calderos necesarios para el efecto. En vista de que era imposible dejar de manera permanente un facultativo en este hospital, quedó por lo menos un recetario con medicamentos, siendo una obligación del teniente coronel el suministro adecuado de estas pócimas a los enfermos. Diariamente debía enviarse una partida de reclutas a los alrededores para que consiguieran reses y plátanos para el alimento del hospital (31).

La nota predominante durante las guerras de Independencia fue la crisis fiscal en todos sus órdenes. La interrupción o colapso de las actividades productivas menguaron ostensiblemente las arcas oficiales y la mayor parte de los recursos, orientados en aquel entonces a los gastos de guerra, resultaban siempre exiguos para atender todas las necesidades (32).

La queja recurrente de las autoridades militares y políticas de ambos bandos en contienda eran los crecidos gastos que implicaba el sostenimiento del hospital, situación en la cual la carestía tenía una notoria incidencia. Así lo reconoció el Libertador Simón Bolívar en carta remitida el 19 de mayo de 1820 al vicepresidente Santander con respecto al hospital que estaba próximo al cuartel general de la Villa del Rosario en la frontera con Venezuela (33).

A la ya crítica situación de los hospitales por insuficiencia de recursos, se sumó otro factor agravante que fue la omisión o negligencia de las autoridades o de las instancias encargadas de proveer servicio curativo a las huestes en campaña. A principios de septiembre de 1821, se denunció la decisión deliberada del comandante Alais, de licenciar a 47 individuos. El problema era que 90 de ellos padecían enfermedades crónicas contraídas en el servicio militar (34).


Atenciones médicas fluctuantes e improvisadas

La falta generalizada de recursos en los bandos patriota y realista, alcanzó a tener impacto en el servicio de salud brindado a los combatientes afligidos por enfermedades o por heridas adquiridas en el campo de batalla. Es por esto que la escasez de medicamentos, las dificultades para conseguir y costear médicos y cirujanos, además del estado deficiente de los hospitales militares, fueron circunstancias que se vieron reflejadas en los precarios niveles de atención a las tropas en combate (35).

A principios de 1818, el virrey Francisco de Montalvo reconoció que el único hospital militar “bien montado, dirigido y servido” que existía en la Nueva Granada era el de Cartagena (36). A principios de 1820 el general Bolívar se mostraba preocupado ante el reto de asegurar la atención médica a la división de la Guardia en la villa del Rosario: “[…] tendremos que mantener el hospital con gallinas que valen 10 o 12 reales, y las tropas y oficiales con cerdos y cabras que comprándolas todas a un precio exorbitante no durarán dos meses” (37). Hacia el mes de mayo aquel máximo general denunciaba cómo se había tenido que suspender el suministro de pan para el hospital militar pues no había cómo comprarlo. Solo hubo posibilidad de dar carne a los enfermos y convalecientes “por supuesto mezclada con menestra”.

Este último caso permite ver cómo los comandantes militares eran conscientes del suministro preferente de comida que debían recibir los heridos y enfermos en razón a la necesidad imperiosa de avanzar en el proceso de recuperación. A finales de octubre de 1816 cuando el Ejército Expedicionario español se asentaba en la plaza de Cartagena después de haber rendido a las fuerzas republicanas de defensa tras un prolongado y cruel sitio, se mantenían 14 cabezas de ganado, cuya leche se destinaba “a los mandones y a los hospitales” mientras que el pueblo llano calmaba su hambre con carne de “burros, caballos, gatos, perros y cuero asado” (38).

A principios de enero de 1819, en medio de la Campaña Libertadora que se gestaba en los llanos de la provincia de Casanare, ante lo limitado de los recursos los altos mandos oficiales republicanos impartieron órdenes en la población de Trinidad para que solo se libraran dineros para el funcionamiento hospital militar. Cualquier otro gasto debía tramitarse con autorización superior (39).

A mediados del año siguiente, el general Bolívar lamentaba la crítica situación de la tropa estacionada en la frontera con Venezuela, solo racionada con una “miserabilísima” ración de carne pues las pocas reses que venían hasta Cúcuta se destinaban preferentemente al hospital y a la caballería. El 30 de septiembre de 1821 la comandancia republicana del Cauca solicitó de los fondos públicos la compra de unas cargas de arroz que debían dirigirse específicamente para la provisión del hospital ubicado en la ciudad de Cali (40).

El general Pedro León Torres concentró a finales de mayo de 1822 sus esfuerzos en el restablecimiento del hospital del Ejército del Sur ordenando desde Popayán que a todos se les suministrara una ración de aguardiente en las horas de la mañana y se les aumentara la ración con chocolate y pan. Días después, la infantería reportó un enfermo que se mandó dejar recomendado al dueño de una casa vecina para que lo llevase al hospital de Popayán. En el sitio de Galambao, 15 hombres fueron dejados en casa del vecino Cruz Idrobo, todos graves, con imposibilidad de marchar. Se les dejaron víveres, medicamentos y dinero para su curación (41).

Además de la alimentación, había que proveer a los hospitales de los elementos indispensables de dotación y a los enfermos y heridos por lo menos de algunas prendas limpias con qué abrigarse. El 3 de octubre de 1821 el jefe republicano del Estado Mayor del departamento del Cauca impartió orden al comandante del parque para que entregara al contralor del hospital ochenta calzones para los enfermos que se hallaban más desnudos (42). A finales de este mes, al alcalde de Quilichao se le pidieron 200 esteras para el hospital del Ejército del Sur (43).

En reiteradas ocasiones, la queja sobre la falta de recursos era generalizada. De ese tenor fue precisamente el diagnóstico que hizo a sus superiores el oficial Silvestre Delgado a cargo de las tropas del 1er batallón de Numancia que se hallaban al frente de la seguridad de la ciudad de Buga a mediados de 1817:

“Habiéndome hecho cargo de esta plaza y dando a reconocer el hospital, hallé este en un total abandono, pues había días que los enfermos no se curaban y lo que comían era tan corto y a horas incompetentes, observándose en todo el mayor desorden entrando y saliendo mujeres a todas horas, igualmente los enfermos saliendo a la calle bebiendo aguardiente, comiendo cosas impropias, las camas sin colchones ni almohadas y muchos en el suelo, siendo la casa de dicho hospital baja y sumamente húmeda y estrecha pues el número de enfermos llega a cerca de cuarenta […] de cada compañía o piquete tenían que buscar médico, medicinas, asistentes, raciones, cocineras y demás necesario, haciéndose la comida y remedios sumamente escasos, por lo que parecía este hospital otra Babilonia o casa de locos” (44).

Delgado exigió al cabildo de la ciudad implementar acciones inmediatas con el fin de resolver los escollos denunciados para lo cual se decidió como primera medida nombrar un comisario. En enero de 1819, en momentos en que las huestes españolas afrontaban la arremetida de las fuerzas guerrilleras y del ejército patriota que se estaba formando en los Llanos Orientales, el comandante en jefe español Pablo Morillo hizo ver al Rey la difícil situación de las tropas agobiadas por la falta de recursos para el hospital, la escasez de medicinas y de alimentos, lo cual era un motivo para la creciente e incontenible deserción (45).

Por estos mismos días pero en el territorio del Sur, el teniente español Pedro Guas llegó al cuartel general del batallón de Numancia en Popayán con el fin de descansar por unos días pues su tropa se hallaba muy estropeada y afectada de salud. Aunque traía 20 enfermos, al final prefirió llevárselos pues, según él, “[…] en esta ciudad están más prontos a perecer por el ningún cuido que se tiene de ellos” (46).

En los momentos de angustia y zozobra inherentes a la guerra fue clave la ayuda espiritual y de allí se explica el interés de los comandantes de ambos bandos por brindar un acompañamiento divino en momentos cruciales. Se sabe por fuentes documentales que varios religiosos seculares y reglares se incorporaron a los ejércitos e incluso algunos llegaron a empuñar las armas.

Desde luego, ese auxilio espiritual fue muy importante para aquellos hombres que por diversas circunstancias terminaron postrados en un improvisado hospital de guerra. En el mes de septiembre de 1821 la alta oficialidad patriota pidió al vicario de la ciudad de Cali que nombrara un capellán para el servicio del hospital militar. A finales de este mes, se hizo una nueva recomendación a aquel religioso para que no se descuidara en dar oportunamente sepultura a los soldados que morían en dicho establecimiento sanitario (47).


Contribuciones y aportes económicos

En vista de las esquilmadas arcas oficiales y ante el estado de inestabilidad económica por cuenta de la guerra, una de las opciones para paliar las recurrentes necesidades fue recurrir al aporte de las autoridades locales y de los pobladores. Estas ayudas se hacían en dinero en efectivo o también en especie, ya fuera con víveres o elementos para la dotación de los hospitales. Algunas veces se convocaba al vecindario y a los más pudientes para que colaboraran con la causa política y, en algunos casos, con la promesa de reintegrarles el valor de la donación.

No obstante, esa no siempre fue la norma general pues las autoridades militares recurrieron también a medidas extraordinarias como fue el caso de las contribuciones forzosas, una exigencia que no estuvo exenta de tensiones, inconformismos y resentimientos. En todo caso, siempre se trató de justificar estos auxilios en aras de la causa política de turno y muchas veces con la promesa de difundir esos gestos de apoyo en la prensa local o a través de reconocimientos públicos.

Con el fin de recoger recursos para la asistencia de los hospitales militares españoles, el virrey Juan Sámano lanzó a principios de noviembre de 1818 una convocatoria para contribuciones voluntarias en las provincias de Pamplona, Socorro y Tunja. En respuesta a esto, el gobernador de la provincia del Socorro reportó haber recogido en la villa del mismo nombre la suma de 1.000 pesos para proveer de camas a los hospitales. El gobernador de Pamplona, don José Bausá, cooperó con 1.500 pesos para la habilitación de hospitales de campaña y, a su vez, adjuntó una carta enviada el 7 de diciembre por el cura de Bucaramanga, don Eloy Valenzuela, uno de los que más habían animado a contribuir con la causa de la bandera monárquica:

“De las cortas rentas de este curato trabajoso, tenía reservados $100 para una obra instructiva, pero siendo preferente las de misericordia, los libros con esta fecha para cimentar la suscripción que me anuncia en su oficio de 3 del corriente que recibí anoche, lo que hago con mucho gusto, y sin mira de alabanza o recompensa; únicamente por la íntima y antigua persuasión en que estoy de que todos sin excepción debemos concurrir no solamente con novenas y rogativas, sino también con una razonable parte de nuestro haber, para asegurar la paz y tranquilidad que han de salvar las rentas y propiedades de iglesias, monasterios y clérigos, de arrentados y pudientes, y ya que no tomemos el fusil ni otra fatiga, a lo menos procuremos el alivio de aquellos infelices, que por nuestras haciendas y no por las suyas, arrostran la intemperie, penalidades y privaciones de la guerra, y en tal campaña como la del infernal Casanare” (48).

En respuesta a estas demostraciones de fidelidad al Rey Fernando VII que redundaban en el alivio de los defensores militares, Sámano decidió publicar en la Gazeta de Santa Fe la referida carta del leal cura y los nombres de los “beneméritos” benefactores, con la cantidad y efectos donados al tiempo que agradeció a los gobernadores sus gestiones para el cumplimiento del objetivo propuesto.

En la población de Soatá, en donde se hallaban acantonadas, a mediados de marzo de 1819, las compañías del 1er batallón del Rey, se había instalado un hospital militar que registró un gran adelanto gracias a algunos “buenos” vecinos del pueblo que apoyaron con recursos y trabajo personal en la continuación de la obra de adecuación del edificio. Sin haber tenido que destinar un peso del Real erario, se logró al final habilitar esta sede con capacidad para albergar a 300 enfermos (49).

El 11 de marzo de este mismo año, Sámano impartió instrucciones al coronel José María Barreiro para que ordenara a los alcaldes ordinarios de la ciudad de Santa Fe recoger una arroba de “hilas” con el fin de entregarlas al teniente ayudante del Estado Mayor de la División en Sogamoso que estaba próxima a reemprender operaciones militares en los Llanos Orientales (50).

Por el mes de junio de 1820, se tuvo noticia de una epidemia de viruela que se extendía vertiginosamente por las provincias de Tunja y Socorro, y que ya había generado estragos en los batallones republicanos allí estacionados. A principios del mes siguiente se aplicó la vacuna a 48 jóvenes soldados, pero al parecer, el efecto había sido nulo por el mal estado que presentaba dicho medicamento (51). Santander debió destinar lo recogido en contribuciones voluntarias aportadas por los socorranos para concentrarlo en los gastos de hospitales y en el envío de un médico para ayudar a aliviar la emergencia sanitaria. Para mediados de agosto, la cifra de muertos por este motivo ascendía a 25. En el hospital de El Socorro reposaban 37 de estos enfermos y, en los últimos días, 6 de ellos habían fallecido. Ante esta crisis, Santander debió encargar encarecidamente al gobernador el cuidado y asistencia de los enfermos, para lo cual autorizó el refuerzo inmediato de médicos para aquella zona (52).

En octubre de este mismo año, los miembros del cabildo de Buga adelantaron diligencias encaminadas a recolectar fondos y víveres entre el vecindario para enviar al ejército republicano acantonado en Llanogrande, y abastecer de drogas y alimentos el hospital militar (53). Otra opción de ayuda apreciada de manera especial y aplicada con frecuencia por los mandos oficiales fue acudir a los activos incautados a los aliados del bando oponente. Estas fueron las órdenes impartidas a finales de julio de 1816 por el comandante en jefe español Pablo Morillo para organizar un hospital militar en la recién invadida ciudad de Popayán: “[…] se ha de establecer con lujo y asistido el soldado completamente, camas en alto, pisos y casas las mejores, ración abundante y excelente, debiendo hacer todos estos gastos el vecindario, recayendo lo más sobre los perversos, y embargando los bienes de los rebeldes que se vendrán en pública subasta y se depositará el importe” (54).

Para aminorar los gastos de la tropa realista en la ciudad de Cali y no gravar demasiado a la comunidad que ya estaba exhausta de tantas contribuciones, el cabildo resolvió en junio de 1817 que para la consecución y transporte de la leña destinada para el funcionamiento de los hospitales y cuarteles, debían ocuparse los negros esclavos pertenecientes las haciendas secuestradas. La cantidad de individuos extraídos de cada hacienda se haría en proporción al número allí existente y serían relevados mensualmente. Para velar por el estricto cumplimiento de esta tarea, se comisionó a los alcaldes ordinarios quienes debían presentar periódicamente el respectivo informe (55).

Vale aclarar que ni siquiera el personal médico estaba exento de los aportes para el sostenimiento de la guerra. Prueba de ello fue el clamor elevado en 1820 por Gregorio Rojas, médico del hospital general, ante las autoridades de la villa de Medellín para que se le eximiera del pago de una nueva contribución, petición que le fue negada rotundamente (56).


Medicamentos, cirujanos y curaciones

En algunas ocasiones, era tan crítica la situación que solo había posibilidad de aplicar de manera improvisada algunos procedimientos para salvar la vida de los combatientes. Esta fue la descarnada descripción que hizo el capitán republicano Antonio Obando en 1814 en la retirada hacia Popayán después de la derrota sufrida en Pasto en medio de la Campaña del Sur: “[…] con una paleta de madera se nos sacaron gusanos de las heridas y se lavaron con agua templada, único medicamento que se nos aplicaba” (57).

El oficial irlandés Jaime Rook, al servicio del ejército patriota, recordado por su protagonismo en la batalla del Pantano de Vargas, ocurrida el 25 de julio de 1819, recibió un balazo que le rompió la articulación del brazo izquierdo. El cirujano del ejército no pudo hacerle la curación sino hasta el día siguiente en que le practicó la amputación de esta extremidad, pero al tercer día, murió pese a todos los esfuerzos realizados (58).

Los partes de batalla y las crónicas de guerra abundan en más relatos de militares que se sobreponían a sus malestares y heridas en aras de luchar por la patria. Eso fue, precisamente, lo que destacó el general republicano Manuel Valdés sobre el heroísmo del capitán Pizarro en la batalla de Pitayó a mediados de 1820, quien “a pesar de haber recibido dos heridas -la última fracturándole el brazo derecho- no quiso nunca dejar de mandar su compañía hasta concluida la acción” (59).

La disponibilidad de botiquines y medicamentos fue otra de las preocupaciones constantes para los encargados de los hospitales. Aunque muchos de los remedios se elaboraban artesanalmente con productos naturales, también es cierto que otros necesitaban de una preparación más complicada e incluso algunos eran conseguidos en el exterior. Contar con esos elementos indispensables para el proceso de recuperación fue uno de los retos más colosales en estos tiempos de guerra. Había que vencer varias dificultades, ya fuera el contar con los recursos para adquirirlos o para transportarlos con seguridad a sus destinos en medio de una agreste geografía y de las constantes hostilidades del bando contrario. A finales de marzo de 1821, el coronel José Concha, gobernador del Cauca, compró un botiquín en el puerto de Buenaventura por valor de 500 pesos que fueron pagados en especie, con cargamentos de tabaco (60).

Ingentes esfuerzos hicieron a finales de 1818 las autoridades militares españolas que defendían la ciudad de Santa Fe y la zona del altiplano de los ataques de las guerrillas patriotas en proceso de formación. Ejemplo de ello es el listado de 59 medicamentos, solicitados por el cirujano mayor, don José Fernández de Noceda, para atender el creciente número de heridos (Tabla 1).

En el hospital del Ejército republicano del Sur, el 7 de junio de 1820 se recibió un parte del médico Olea, encargado de la curación de los enfermos heridos en la batalla de Pitayó, quienes se hallaban en estado deplorable por la escasez de medicamentos, de facultativos y por la falta de un bisturí para practicar operaciones delicadas. Pidió Olea aunar todos los esfuerzos tendientes a brindarles auxilios oportunos “en obsequio de la humanidad y mérito de estos bravos defensores de la patria en el Sur” (61). Ante estas complicaciones, el general de este ejército expidió órdenes a fin de recolectar y reunir los insumos quirúrgicos que hubiese en la provincia para remitirlos con prontitud al hospital.

Por esos días, el gobernador de la provincia del Cauca debió movilizarse hasta Llanogrande para atender esta situación, para lo cual se gestionaron ante la oficina del tesoro público 200 pesos para los gastos más urgentes. Hasta allí llegaron el médico cirujano, el contralor, el proveedor comandante y el cura trayendo los libros recetarios, tanto de medicina como de cirugía. A los pocos días, se les preguntó a los enfermos sobre alimentos y curaciones, y todos coincidieron en confesar haber recibido buena asistencia.


Tabla 1. Medicamentos requeridos en diciembre de 1818 por el cirujano mayor de la Tercera División al comandante español José María Barreiro

Tabla 1. Medicamentos requeridos en diciembre de 1818 por el cirujano mayor de la Tercera División al comandante español
Fuente: Los Ejércitos del Rey. Tomo I. p. 107-108.


Según reportó desde su cuartel general de Caloto el general Manuel Valdés el 30 de noviembre de 1821, no tenían cómo atender la elevada cantidad de enfermos en el hospital ubicado en este sitio por haberse acabado el botiquín y por no haber llegado los que habían prometido despachar desde Bogotá. Valdés pidió afanosamente solucionar estas falencias (62).

Pedro José de Sarria, contralor del hospital militar de la ciudad de Cali, dio cuenta de lo que se giró para gastos de dicho establecimiento entre el 25 de septiembre y el 14 de octubre de 1821, con los comprobantes respectivos. En las listas de medicamentos comprados figuraban: tamarindo, cañafístula, nitro, crémor, ruibarbo, piedra lipe, altea, culantrillo, zarza, unto de azahar, unto de calabaza, ungüento amarillo, miel de caña y aceite de higuerilla, entre otros (63).

En la rebelión de resistencia realista acaecida en Pasto el 28 de octubre de 1822 bajo la orientación del coronel Benito Remigio Boves, los altos mandos oficiales republicanos que defendían la ciudad se vieron en la necesidad de enviar buena parte del hospital a Quito en vista de que en Pasto el teniente coronel Antonio Obando, gobernador y comandante republicano, no tenía cómo atenderlos (64).

La falta de médicos y de personal especializado fue una de las causas que agudizaron la atención a los enfermos y heridos en el campo de batalla. Sin embargo, la llegada de cirujanos y practicantes integrantes de las legiones extranjeras de ingleses, franceses y alemanes contribuyó en algún sentido a paliar este déficit (65). Los pocos médicos disponibles tenían una intensa labor pues durante esta fase de guerra, además de las atenciones rutinarias, debían expedir continuamente certificados médicos o de invalidez para los militares.

La escuela militar de Antioquia, en 1815, introdujo en sus manuales las tácticas de Montecuculi, en donde se recomendaba ubicar a retaguardia de cada unidad de tropa los cirujanos, los capellanes y los escribanos para que cuidaran de los heridos, les brindaran consuelo y escribieran sus voluntades (66). Realmente difíciles eran las condiciones en que debían los médicos cumplir su misión, muchas veces bajo el fragor de los combates. En la derrota padecida por las fuerzas republicanas el 5 de julio de 1815 en la batalla de Palo, en cercanías a la población de Caloto en la provincia del Cauca, se relató en los partes de guerra cómo los heridos fueron trasladados a una barraca aledaña en donde el cirujano los diagnosticaba y hacía hasta lo imposible para salvarlos (67).

Algunos integrantes del servicio médico por los azares de la guerra resultaron enrolados en el ejército. Veamos esta solicitud que formuló el 16 de enero de 1810 el coronel José María Barreiro con relación a tres individuos reclutados que pedían autorización para aplicar sus conocimientos médicos al interior del estamento militar:

“Para la superior determinación de vuestra excelencia le incluyo las representaciones de los sargentos del tercer batallón del regimiento de infantería de Numancia, José Lorenzo Rodríguez y Ramón Cardoso y la del cabo Ignacio González, solicitando los primeros, pasar de practicantes de cirugía y el segundo, de farmacia, cuyos destinos ejercían antes de ser alistados en el servicio de las armas. Estos individuos han sido examinados por el cirujano mayor de la división y me informa poseen buenos conocimientos y práctica y haciendo notable falta para la asistencia de los hospitales por la salida al cuartel general de los que anteriormente había, espero se digne vuestra excelencia concederles el destino que solicitan; no siendo óbice la falta que puedan hacer en el batallón, pues siendo de la clase de pardos no pueden optar a mayor empleo, quedando de mi cuidado reemplazarlos con otros que hay agregados a los demás batallones” (68).

En vista de la falta de practicantes de cirugía y farmacia, el virrey Sámano accedió a estas peticiones, siempre y cuando resultaran competentes para el desempeño de sus oficios. A cada uno se le asignó un sueldo provisional de 24 pesos mensuales.

Tras el inicio de la segunda fase republicana, la escasez de médicos seguía siendo un tema sensible. El coronel José María Mantilla, comandante militar de la Villa de Honda, se hallaba en el mes de marzo de 1819 en una gran encrucijada, por cuanto había recibido a varios integrantes del batallón Guías, muchos de ellos enfermos. El problema era que el único médico allí disponible estaba a punto de perder la vida, ante lo cual Mantilla no tuvo más opción que detener a un facultativo de Antioquia de apellido Gutiérrez que iba de paso por aquella localidad ribereña, para que se encargara por lo menos durante ocho días de aliviar los casos más apremiantes y con la esperanza de que las autoridades militares de Antioquia sabrían entender esta demora por motivos loables, además con la convicción de que en aquella provincia contaban con más médicos y mayores recursos (69).

Esta fue la recomendación que, desde Pore en los Llanos del Casanare, elevó el 3 de diciembre de 1819, el coronel patriota Pedro Briceño Méndez en la afanosa búsqueda de personal médico idóneo para atender esta región:

“Da lástima ver perecer los hombres y familias enteras por falta de auxilios médicos. Tanto doctor ocioso que hay en esa capital [Bogotá] podía venir a servir aquí útilmente a la humanidad y a la Patria, y a pagar de algún modo a estos desgraciados la libertad que les han dado. En sus ocios o ratos de descanso medite usted un poco sobre esto. Es un negocio de importancia y muy digno de su atención. Puede animarse a los médicos a que vengan señalándoles un sueldo proporcionado y aun declarándoles honores de médicos de ejército, en atención a que todos estos habitantes han sido o son soldados, y la Provincia debe considerarse como un vasto hospital militar; pues se les ha de obligar a que sirvan graciosamente a los enfermos y no los opriman con exacciones ningunas” (70).

De inmediato, las autoridades republicanas hicieron un llamado vehemente para que llegara a esta provincia de Casanare uno o dos médicos y una botica provista de purgantes, vomitivos y quina para conjurar una peste que había diezmado la población.

Desde la capital de la República, el vicepresidente Santander no cesaba en hacer ingentes esfuerzos para paliar las múltiples necesidades de la guerra a nivel provincial. El 12 de abril de 1820 la comandancia del ejército de Cundinamarca con sede en Bogotá despachó para la Campaña del Sur por el camino de Neiva al cirujano mayor Deogracias Rovira con dos practicantes y un botiquín en tres cargas (71).

La guerra había obligado a muchos especialistas de la salud a emigrar por efectos de la represión política y militar. Jorge López, antiguo farmaceuta de Bogotá, quien había emigrado en 1815 tras la arremetida de las fuerzas españolas de Reconquista al mando del general Pablo Morillo, volvió a mediados de 1822 a establecerse en su antigua botica ubicada en la calle de San Agustín. Para ello, debió ser apoyado económicamente por dos amigos pues había perdido todos sus haberes. A través de un aviso de prensa, prometió ofrecer los medicamentos “más selectos en beneficio de la salud pública” (72).

La sola presencia de los facultativos no era suficiente pues en muchos casos se hizo necesario un llamado de atención para que cumplieran cabalmente su función. En febrero de 1821 se instó a los ciudadanos Juan Delgado y Mariano Hurtado, médicos de la ciudad de Popayán, para que habitaran y durmieran en el hospital militar para una mejor asistencia de los enfermos (73).

Algunos médicos que colaboraron activamente en el fragor de los combates recibieron sendas recompensas por su valentía. Unos alcanzaron a ingresar y posicionarse en el escalafón militar en tanto que otros recibieron merecimientos. El Ministerio de Guerra de España expidió en Madrid el 1º de abril de 1816 una circular en la cual concedía una medalla a los individuos del Ejército Expedicionario que bajo las órdenes del comandante en jefe Pablo Morillo habían realizado un aporte valioso para el bloqueo y rendición de la plaza de Cartagena. Dentro de los beneficiados se incluyeron los cirujanos que por sus méritos se hicieran acreedores a tal distinción (74).

De manera extraordinaria, en momentos en que adelantaba la Campaña del Sur, el Libertador Simón Bolívar dictó el 29 de mayo de 1822 un decreto con el que quiso reconocer los valiosos servicios del personal médico no solo criollo sino también extranjero y, a su vez, evitar las confusiones suscitadas en materia de grados y sueldos. Así entonces, nombró un inspector general del hospital militar con el fuero y sueldo de coronel del Ejército, el cirujano mayor como teniente coronel, el cirujano de 1ª clase como mayor, el cirujano de 2ª clase como capitán, el cirujano de 3ª clase como teniente, el boticario como subteniente y el practicante como sargento con un sueldo de 20 pesos. Estas disposiciones regirían solo para el Ejército del Sur pues el Congreso debía expedir la reglamentación general para toda la República (75).

El 20 de junio de 1826 el gobierno republicano expidió el reglamento de divisas y uniformes militares del Ejército. Allí se estipuló en el artículo 49 que los médicos y cirujanos mayores usarían “casaca azul turquí con vueltas y cuello del mismo color, y en él un galón de tres dedos de ancho; pantalón azul, bota regular; sombrero apuntado, guarnecido de seda negra, con la escarapela nacional y espada” (76). Los que obtuvieren grados militares, llevarían las divisas en el uniforme y del mismo color de su botón.


Las mujeres y los matices en la atención médica

Varios indicios apuntan a pensar que las mujeres asumieron un rol vital como “enfermeras de la guerra” (77). Conocidas en la historiografía nacional como las “juanas”, estas mujeres que siguieron a sus esposos, hermanos y familiares en los avatares de la confrontación militar contribuyeron en gran forma a aliviar la situación dramática de muchos de estos combatientes colocando en práctica los conocimientos de medicina popular y los remedios ancestrales de carácter natural.

En abril de 1820, según se relata en el diario de operaciones del ejército republicano, emprendió su marcha, desde la población de Tamalameque, el hospital “con todos los pajes y las mujeres” (78). En el hospital del Ejército del Sur, en junio de ese mismo año eran ocho mujeres las que asistían a los enfermos y se hizo advertencia al Jefe de Estado Mayor que no había paisanos que pudiesen cuidarlos pues todos los que allí estaban eran militares (79). Incluso, algunas fueron sacrificadas en cumplimiento de esa misión, tal como le sucedió a Leonor Fontauro y otras dos compañeras que fueron asesinadas en la batalla de Cumaná en 1813, cuando intentaban auxiliar soldados heridos (80). En las instrucciones que se impartieron a principios de 1822, se dispuso que todas las mujeres que venían en este Ejército del Sur debían ayudar en esta labor de asistencia y, en caso de no cumplir con este cometido, se les negaría la entrega diaria de ración y serían expulsadas del lugar (81).

El tema de los grados inherentes a la estructura vertical y segmentada de las fuerzas militares se vio de algún modo reflejado en el tipo de atención dispensada a los heridos y enfermos, según su rango militar. En 1820 el gobierno republicano había dispuesto que a todo oficial que en el tránsito de sus marchas enfermara o al que por falta de hospital fuera destinado a una casa particular, se le debía brindar tanto por el gobierno como por los vecinos toda la protección, socorro y cuidados que estuvieren al alcance (82).

Por los lados del Sur, en la batalla de Bomboná ocurrida el 7 de abril de 1821 en cercanías a la ciudad de Pasto, cayó herido el teniente coronel realista José María Obando, quien hacía poco se había pasado al bando republicano. Al percatarse el general Simón Bolívar de la situación (83), adelantó varias gestiones para salvarlo. Primero, fue a visitarlo y, luego, encomendó al teniente coronel Eloy Demarquet para que se encargara exclusivamente de sus cuidados. Se le transportó en una hamaca por piquetes de infantería que se relevaban pagándoles a cada uno un peso diario (84). Al cabo de un tiempo, Obando logró recuperarse satisfactoriamente.

A mediados de octubre de este mismo año, al recibirse información en el cuartel general republicano del Ejército del Sur, que el coronel Tomas Harrison y el capitán Tomas Duxburit se hallaban gravemente enfermos en Piendamó, dispuso el comandante en jefe hacerlos conducir en parihuela, que era una especie de camilla fabricada artesanalmente y compuesta de dos varas gruesas con unas tablas atravesadas, en medio de donde se colocaba el enfermo cargado por dos personas (85).

Eventualmente, podían emerger algunas dificultades de comunicación en torno a la terminología especializada utilizada por médicos y cirujanos en su relación con los pacientes. Estas fueron las palabras del general venezolano Rafael Urdaneta al momento de verse perjudicado por una enfermedad en la zona limítrofe de los valles de Cúcuta hacia el año de 1820: “Ha degenerado por último el mal en una fuerte afección al hígado, complicada con otras cosas que el médico me ha dicho en su idioma, que no yo he podido entender” (86). Si ese era el sentir de los oficiales que contaban con algún grado de educación, mucho más incierta e ininteligible pudo resultar la comprensión del diagnóstico personal en los niveles rasos de los ejércitos.


Traslado y auxilios en las marchas

Si movilizar un ejército en campaña era una tarea sumamente complicada, mucho más delicada pudo ser movilizar un hospital militar de un sitio a otro. Tenía que ser una marcha más lenta y cuidadosa para no estropear a los enfermos y heridos, algunos de los cuales debían ser cargados. La primera dificultad que había que franquear era la consecución de caballos o mulas para transportar los botiquines, los equipajes y los enfermos más graves. En febrero de 1821 el general patriota Antonio José de Sucre se lamentaba de no haber podido marchar antes hacia el Sur debido a que no tenía bestias con las cuales transportar el hospital (87). En junio de ese mismo año, el hospital del Ejército del Sur contaba con 71 enfermos que no podían trasladarse de Caloto a Llanogrande por falta de caballerías. Finalmente, se consiguieron 25 hombres para que ayudaran en esta movilización. El recorrido resultaba bastante embarazoso por cuanto estaba atestado de bandidos que podían arremeter contra los enfermos (88).

A finales de mayo de 1822, el coronel republicano Bartolomé Salom impartió desde El Trapiche una serie de instrucciones al comandante Francisco Luque para transportar el hospital del Ejército Libertador hasta la ciudad de Popayán. El camino que debían seguir era por la cordillera de Almaguer y, si al llegar a este punto alguno de los enfermos empeoraba en su estado de salud, podía dejarlo recomendado al cura y a los vecinos, entregándoles al efecto el dinero que estimara necesario. Por esta ruta debía encontrarse con la partida que conducía el comandante de Granaderos Manuel Martínez, a quien tenía que recibirle los enfermos que llevara. A Luque se le entregarían 200 pesos y 30 reses para la asistencia de los enfermos y para las urgencias, haciéndole ver que debía primero matar las reses más cansadas. Se dejó en claro que todos los enfermos quedaban bajo las órdenes de Luque y, por tanto, debían obedecerle. El capitán Sancho Briceño sería el encargado de la administración de los medicamentos recetados por los facultativos (89).

Ante la ausencia de recursos y de personal médico para atender a los soldados afectados, fue necesario en muchas ocasiones encomendar el cuidado a otras personas, especialmente cuando los batallones estaban en campaña y no podían detener sus marchas y cargar con los heridos más graves. Por la información contenida en el diario de operaciones del coronel republicano Bartolomé Salom, se sabe que el 22 de mayo de 1822 en el pueblo del Patía se impartió orden para racionar de pan a la tropa, y se dejó al cuidado del cura y de los sujetos más “honrados” a todos los enfermos inútiles para marchar, proporcionándoles los medicamentos y los dineros requeridos para su curación (90).

A veces, el fragor de la guerra obligaba a tomar una decisión extremadamente dramática: dejarlos abandonados a su suerte en medio del camino. Esto fue lo que sucedió por los lados del sur a finales de 1820, cuando el coronel patriota José María Cancino denunciaba, desde Cali, que existía una gran cantidad de enfermos abandonados a su suerte “en los caminos, constituidos en pordioseros” (91). En los registros del diario del Ejército del Sur, quedó constancia de que el 13 agosto 1821, cerca al pueblo del Patía, habían quedado agonizando “[…] cuatro oficiales y doce individuos de tropa que no pudieron conducirse de ningún modo” (92).

A la situación precaria de recursos se le sumó el descuido y la desidia de los encargados del traslado de estos hospitales móviles. A principios de agosto de 1821, se denunció al capitán republicano Ibarra por el desorden que había imperado en el desplazamiento del hospital de Popayán a Cali habiendo muerto algunos de ellos. De inmediato, se impartió orden al Comandante de Popayán y a los alcaldes partidarios de Santa Ana, Candelaria y Quilichao para que remitieran comisionados con víveres y caballerías para proteger a los desvalidos sobrevivientes y para dar sepultura a los muertos, previniéndose además el debido transporte con el cuidado y esmero “que ellos se merecen” y su remisión final al hospital militar de Cañasgordas (93).


Entre la hostilidad y el trato humanitario

Dentro del ambiente de zozobra reinante en medio de las guerras de Independencia, algunos de los encargados de la atención médica, así como también los enfermos y heridos, se vieron afectados por el curso de las operaciones y el juego de la represión y las retaliaciones militares. Capturas, hostilidades, ataques directos e incautaciones de material médico fueron solo algunas de las dificultades que debieron afrontarse durante esta época.

Tras la derrota contundente sufrida por las fuerzas republicanas en mayo de 1814 en la Campaña del Sur en cercanías a la ciudad de Pasto, se relató cómo los soldados sobrevivientes pudieron con muchos inconvenientes cargar a las espaldas al Padre Macario de la comunidad de San Juan de Dios, quien era el cirujano del ejército y había resultado herido en combate (94). En la retirada del derrotado ejército republicano, la orden fue regresar a Popayán pero esta operación resultaba muy difícil por la imposibilidad de llevar a los enfermos pues no había bestias ni ningún otro medio para transportarles. Era, además, sumamente peligroso dejarlos allí abandonados a su suerte porque era exponerlos a una muerte segura no solo por la falta de cuidados y asistencia, sino por la crueldad implacable de las guerrillas patianas que, en defensa del Rey, operaban en la zona. El abanderado patriota José María Espinosa relató con más detalles esta crítica coyuntura: 

“Daba lástima ver a algunos de aquellos infelices envueltos en frazadas, pálidos y macilentos, que salían casi arrastrándose en seguimiento de su batallón; otros se quedaron en la población, pero al fin todos iban rezagándose escalonados en el camino, unos adelante, otros atrás, según sus fuerzas, y custodiados por unos pocos hombres. Tal era el terror que les inspiraba la ferocidad de los patianos, y la pena que sentían de separarse de nosotros” (95).
Según reportó desde su cuartel general de Caloto el general Manuel Valdés el 30 de noviembre de 1821, no tenían cómo atender la elevada cantidad de enfermos en el hospital ubicado en este sitio por haberse acabado el botiquín y por no haber llegado los que habían prometido despachar desde Bogotá. Valdés pidió afanosamente solucionar estas falencias (62).

En efecto, esos temores resultaron siendo realidad pues semanas después se reportó la crueldad de aquellas partidas realistas que sacrificaron “bárbaramente” a algunos de estos enfermos indefensos.

A finales de 1815 cuando la plaza de Cartagena había sido ocupada por las fuerzas españolas de Reconquista, el general Francisco Tomás Morales procedió a destruir e incendiar los lazarinos de Caño de Loro pereciendo varios de los enfermos allí recluido (96). Un inglés que había arribado a las costas de Buenaventura, aliado a la bandera patriota, fue capturado a mediados de 1816 por las fuerzas españolas de Reconquista. Este hombre había participado en la invasión a Guayaquil y era cirujano de una fragata. Tan pronto se enteró de esta aprehensión, el virrey Juan Sámano dio orden de fusilarlo por “insurgente” y pirata (97).

Siendo estas guerras marcadas por la escasez de recursos, cada uno de los dos bandos no vaciló en incautar todo lo que estuvo a su alcance: desde víveres y material de guerra hasta elementos para la atención médica. Al ocupar el Ejército Libertador la ciudad de Tunja a principios de agosto de 1819, los patriotas tomaron buena cantidad del armamento que habían dejado los españoles tras su huida, así como también los botiquines y demás objetos del abandonado hospital militar (98). Según el parte dado por el teniente José Antonio Maíz sobre la victoria alcanzada el 23 de enero de 1820 en Barbacoas en la Costa Pacífica, entre los elementos incautados a los españoles figuraba un champán grande que contenía un botiquín, los libros del cirujano y algunos cuantos elementos de hospital (99).

Se llegó incluso al extremo de tomar prisioneros a los heridos y enfermos del bando opuesto que eran atendidos en hospitales militares. El 10 de julio de 1819, algunos vecinos de la localidad de Cerinza presentaron ante el general Santander, cuatro soldados españoles del batallón segundo de Numancia, aprehendidos en aquel pueblo y que hacían parte de los enfermos del hospital de Soatá. Los prisioneros estaban muy enfermos, tres eran de Venezuela y uno del “Reino” (100).

En la rebelión de resistencia monárquica surgida a finales de octubre de 1822 en Pasto quedaron prisioneros los oficiales y todo el resto de hospital que estaba bajo el cuidado del comandante Francisco Luque. De inmediato, fueron desarmados y les hicieron continuar la marcha hasta Popayán (101). En vista de estos alarmantes niveles de zozobra, se hizo más que imperioso reforzar las medidas de seguridad en torno a los hospitales militares. A finales de junio de 1816, cuando era ya inminente el choque de las fuerzas de Reconquista y las fuerzas patriotas en el Sur en la batalla de la Cuchilla del Tambo, el comandante español Juan Sámano dio orden al mayor Francisco Jiménez, quien estaba a cargo de una guardia que protegía el hospital ubicado en este sitio, para que lo retirara de allí y lo remitiera algunas leguas atrás de la posición principal del ejército español para garantizar su seguridad (102).

En marzo de 1819, los españoles habían logrado establecer un hospital de Campaña en Soatá con capacidad para 300 enfermos. Para mayor protección de este punto, en donde existía además un sitio de almacenamiento de víveres, el coronel realista José María Barreiro consideró oportuno guarnecerlo con la sexta compañía del 1er batallón del Rey. A principios de julio, un oficial y 30 hombres se hallaban custodiando este mismo hospital, quienes tenían la instrucción de retirarse por el camino de Onzaga en caso de una acometida de las fuerzas “rebeldes” (103).

En diciembre de 1820, en respuesta a una solicitud de la Alta Corte de Justicia, el vicepresidente Santander accedió a proveer de una guardia al hospital San Juan de Dios de la ciudad de Bogotá, con el fin de servir de custodia del reo militar José María Sarmiento y de otros delincuentes que se hallaban allí recluidos. Curiosamente, esta guardia quedó bajo las órdenes directas del prior (104). Dos días después de que el Ejército Libertador al mando del general Bolívar, lograra finalmente atravesar el complicado paso del río Juanambú a finales de marzo de 1822, en su ofensiva final para conquistar la ciudad de Pasto, se decidió dejar temporalmente allí el hospital, al mando del coronel Antonio Obando. Bolívar siguió su marcha pero cuando llevaba dos días de jornada, se percató de

“[…] que aquel hospital no estaba seguro a pesar de estar defendido por más de doscientos hombres, lo mandó reunir al cuerpo del ejército y lo esperó antes de pasar el puesto de Molinoyaco, que había fortificado el enemigo, y tenía cubierto con cuatrocientos hombres al mando del coronel Fernández, que se retiró delante de nuestra descubierta, mandada por el señor coronel Barreto desde Popayán hasta Bomboná” (105).

Por ello, se colocaron hombres en la retaguardia y otros puestos de avanzada hasta la quebrada de Chapacual en donde estaban ubicadas las huestes españolas. Tres días después de la batalla de Bomboná ocurrida el 1º de abril de este mismo año, como medida de precaución, los comandantes republicanos dieron orden de trasladar a todos los heridos, republicanos y españoles, al hospital de Consacá, debiendo pasar por una cañada y por un terreno bastante fragoso. Mientras tanto, el 30 de mayo desde El Trapiche el coronel republicano Bartolomé Salom le encomendó al comandante Luque conducir el hospital del Ejército Libertador que se hallaba en ese punto hasta la ciudad de Popayán, para lo cual debía colocar una escolta de al menos 30 militares debidamente armados y municionados y a cargo de buenos oficiales para que las guerrillas realistas del Patía no tomaran prisioneros a aquellos enfermos. Con el ánimo de incrementar el poder defensivo, también debían ir armados aquellos que, según el informe del cirujano mayor del Ejército, podían hacer uso de sus armas en caso de estar en peligro (106).

Era claro que cada bando solía velar por la salud e integridad de sus hombres pero nada se había fijado con relación al tratamiento de los enfermos y heridos del oponente. Así entonces, existía un vacío sobre este respecto. Durante las guerras emancipadoras, aciaga experiencia había traído la denominada guerra a muerte decretada a mediados de 1813 por el general Simón Bolívar, cuyos efectos se sintieron de manera más acentuada en Venezuela. No fue sino hasta finales de 1820 cuando, en aras del trato humanitario y bajo el amparo del derecho de gentes, se sentaron las bases para la firma de un armisticio entre España y el gobierno republicano, todo esto complementado con la firma de un tratado de regularización de la guerra.

En el artículo 4º de este acuerdo firmado el 26 de noviembre se convino un trato preferencial a los enfermos:

“Los militares o dependientes de un ejército que se aprehendan heridos o enfermos en los hospitales o fuera de ellos no serán prisioneros de guerra, y tendrán libertad para restituirse a las banderas a que pertenezcan luego que se hayan restablecido. Interesándose tan vivamente la humanidad en favor de estos desgraciados, que se han sacrificado a su patria y a su gobierno, deberán ser tratados con doble consideración y respeto que los prisioneros de guerra, y se les prestará por lo menos la misma asistencia, cuidado y alivio que a los heridos y enfermos del ejército que los tenga en su poder” (107).

Aquí se observa un paso trascendental en materia de derecho humanitario por cuanto los heridos no fueron considerados como prisioneros y se acudió además a la solidaridad del bando adversario en la protección de estos afectados. Lo más valioso de todo es observar cómo esta normativa se constituyó en un precedente y mostró sus alcances incluso más allá del rompimiento del armisticio.


Reflexiones finales

El servicio médico durante las guerras de Independencia de Colombia fue realmente crítico debido al ambiente de confrontación militar y de retaliación entre los dos bandos en contienda. En términos reales, la cantidad de heridos y enfermos en campaña desbordó las posibilidades de atención, lo cual explica las altas tasas de invalidez y morbilidad. En medio de esta atmósfera de tensión y de la falta generalizada de recursos, valiosas fueron las ayudas, ya fueran voluntarias o impositivas, en torno a aliviar la suerte de aquellos combatientes. Fueron años en los que se aplicaron paliativos de emergencia, muchos de ellos improvisados y basados en alternativas curativas de acuerdo a los medios disponibles.

Los heridos y enfermos debieron padecer una situación verdaderamente dramática, afectados muchas veces por la interrupción súbita de los tratamientos debido a la intensidad de las operaciones militares. Sin lugar a dudas, la etapa que registró más dificultades en materia de atención médica fue durante las postrimerías de la guerra entre los años de 1821 y 1822, especialmente en la Costa Caribe y en las provincias de Popayán y Pasto en donde la lucha se había tornado cruenta y prolongada.

El afán de los altos mandos por procurar servicios curativos a los hombres en campaña era con el fin de reincorporarlos en las filas en vista del déficit de pie de fuerza y de los altos índices de deserción. En las cuentas y planes estratégicos de los generales siempre se contempló el reforzamiento de los ejércitos a través de estas vías de reposición. A principios de abril de 1821 el general Pedro León Torres, jefe del Ejército del Sur, reconoció haber enviado 500 hombres recuperados del hospital ubicado en el valle del Cauca para sumarlos a la expedición marítima que estaba organizando el general Antonio José de Sucre a Guayaquil (108).

A medida que amainaban los fragores de la guerra, se abrió paso al proceso de reconstrucción nacional y, con ello, el impulso al estudio y aplicación de las ciencias médicas. En 1823 el gobierno republicano, en reconocimiento a todo lo que habían padecido los enfermos y heridos en las batallas de Independencia por falta de médicos y cirujanos hábiles, aceptó la propuesta de dos extranjeros que ofrecieron enseñar anatomía, contando para ello con todos los instrumentos necesarios. Así fue como se dio vía libre para inaugurar un curso público en Bogotá asignándose a los maestros una pequeña gratificación de los fondos nacionales y con la esperanza de que los estudiantes aprovecharían esta oportunidad formativa (109). Nuevos retos sobrevendrían para la atención médica durante la serie de guerras civiles que asolaron al país a lo largo del siglo XIX en sus primeras décadas de vida republicana.


Conflicto de intereses

El autor declara no tener ningún conflicto de interés.


Financiación

Este trabajo solo contó para su financiación con los recursos del autor


Agradecimientos

Un agradecimiento especial al personal del Archivo General de la Nación y otros archivos regionales por su colaboración y atención en la consulta y revisión de documentos.


Referencias

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Recibido:
  30 de marzo de 2019
Aceptado: 29 de mayo de 2019

Correspondencia:
Roger Pita Pico
rogpitc@hotmail.com