SOBRE LA COMPRENSIÓN DEL TRASCURSO DEL TIEMPO

Juan Mendoza-Vega1*

 

El paso del tiempo es un hecho sensorial de naturaleza visual generalmente. Desde muy temprano en la vida de un individuo –con sus características personales y con influencias culturales─ se organiza un circuito neuronal en el cerebro. Si este circuito no funciona bien aparecería un cuadro clínico de distemporalia.

 

EL HECHO SENSORIAL

Para el presente trabajo, se llamará hecho sensorial a cualquier cantidad de información que el ser humano perciba por sus órganos de los sentidos, con características de conjunto capaz de repetirse y de ser reconocido, si ello ocurre, como similar al antes percibido.

Es posible afirmar que, para los seres humanos, el trascurso del tiempo es inicial y básicamente un hecho sensorial, de predominio visual, que cada individuo comienza a percibir desde muy temprana etapa de su vida como un cambio cíclico en la intensidad de la luz en el ambiente que lo rodea; este cambio se repite con gran frecuencia y por ello debe ir formando un acervo de información que se graba en la memoria, con numerosas adiciones y detalles que se van adquiriendo casi sin interrupción.

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1.    *(q.e.p.d.). Secretario Perpetuo, Academia Nacional de Medicina. Vicepresidente, Academia Colombiana de la Lengua. Miembro, Academia Colombiana de Historia. Neurocirujano, Profesor de Historia de la Medicina, Bogotá, Colombia. Este artículo inédito lo publicamos como homenaje póstumo, anotando que en la nueva dimensión donde ahora está, ya no transcurre el tiempo.

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HIPÓTESIS  DE TRABAJO

Dado que el hecho sensorial trascurso del tiempo fue percibido y comenzó a dejar improntas en la memoria desde que se inició el proceso de hominización, se postula que debe tener un núcleo receptor y activador –una probable localización sería el circuito de Papez─ con importantes conexiones tanto con la vía óptica como con otras zonas corticales y con la sustancia reticular activadora, o conectada con los núcleos que regulan el estado de alerta y el ciclo vigilia-sueño.

Existe así la posibilidad de que dicho núcleo o algunas de sus conexiones funcionen, en individuos determinados, de manera que pueda llamarse deficiente por comparación con otros individuos, configurando un cuadro de distemporalidad o distemporalia, cuyas manifestaciones pueden hacerse evidentes mediante exámenes paraclínicos especialmente diseñados para tal efecto.

El individuo afectado por distemporalia tendría dificultad para comprender detalles relacionados con el trascurso del tiempo, como la relación entre el paso de las horas y el recorrido de las manecillas o el cambio de los números en un reloj, así como para calcular la cantidad de tiempo transcurrido entre dos eventos de la vida diaria. Tal dificultad sería percibida por otros seres humanos que interactúen con el afectado, como tendencia a demorarse más de lo corriente en la ejecución de tareas de la vida diaria pero sin advertir esa demora; también, como despreocupación por el paso de las horas y poco interés por vigilar el reloj aunque se tengan compromisos «con hora fija», así como otras señales de mala conexión con cuanto tenga que ver con paso de tiempo.

 

SUGERENCIAS INICIALES

Antes de intentar la elaboración de pruebas para detectar la distemporalia, es indispensable conocer la manera cómo los niños muy pequeños empiezan a aprender, en el mundo occidental, a reconocer y calificar el paso del tiempo en relación con su propia vida. No parece posible en el momento actual reconocer ese aprendizaje en el nuevo ser antes del nacimiento, por cuanto carecemos de los medios técnicos para registrar cambios finos en la actividad encefálica en tan tempranas edades. Una vez separada la criatura del cuerpo de su madre, será necesario observar con el mayor detalle posible las reacciones del recién nacido ante el paso de las horas, buscando descubrir y comprobar las señales de alguna clase de aprendizaje relacionado con ese devenir.

Pero se requiere, como indispensable fundamento para estos trabajos, una explicación siquiera mínima y esquemática de lo que hemos denominado «tiempo», aquello cuyo aparente transcurso aprende a apreciar el cerebro humano y que, si tal apreciación se altera, configura la distemporalia.

 

UNIVERSO PENTADIMENSIONAL

El ser humano es hasta ahora y en cuanto alcanzan nuestros conocimientos, el único ente dotado de vida y capaz de preocuparse por conocer y comprender la totalidad de cuanto lo rodea, su universo.

Tal universo, el nuestro, tiene algunas características que influyen profundamente en él y lo hacen ser como lo observamos y no de otra manera; en este trabajo llamaremos dimensiones a esas características, proponiendo que son cinco:

•     Energía
•     Espacio
•     Tiempo
•     Masa
•     Velocidad

La dimensión energía forma el tejido básico general, está presente y actuante en todos los lugares y en todos los componentes del universo observable.

El espacio y el tiempo, según algunos investigadores, deben considerarse siempre juntos e inclusive nombrarse como espacio-tiempo, dadas sus estrechas interacciones.

La dimensión masa se adquiere cuando partículas de energía entrechocan con suficiente velocidad en presencia de una clase singular de partícula, recientemente comprobada por experimentos físicos y conocida como «bosón de Higgs», popularmente llamada «partícula-dios».

La dimensión velocidad se hace evidente al tratar de fijar la posición de un objeto en dos lugares sucesivos del espacio-tiempo; según la teoría de la relatividad general, esta dimensión marca el total de la energía en el universo, según la muy célebre ecuación de Einstein; además, se postula para ella un límite máximo que sería la velocidad de la luz, trescientos mil kilómetros por segundo.

Esto implica que nada en nuestro universo puede viajar a mayor velocidad que esa.

La información obtenida mediante la compleja y abundante tecnología de que se dispone actualmente, permite afirmar que todo cuanto existe en nuestro universo se halla en movimiento permanente; las diversas formas de energía, al parecer organizadas en unidades bautizadas como «cuantos» o «cuanta»; los objetos dotados de masa sin mayores diferencias que las planteadas por cuestión de su tamaño, vale decir, desde las partículas subatómicas hasta las galaxias, todo pasa constantemente de un lugar espacial a otro de un modo tal, que da pie a nuestro cerebro para plantear la existencia de tres «flechas» que parecen indicar algún sentido de esos movimientos y que el sabio físico Stephen Hawking (Hawking 1988) ha llamado «flecha termodinámica», «flecha cosmológica» y «flecha psicológica».

La flecha termodinámica guarda estrecha relación con la segunda ley de la termodinámica, según la cual en nuestro universo todo conjunto cerrado tiende siempre a incrementar su entropía, es decir, a pasar de estados ordenados a otros menos ordenados, más cercanos del caos y por ello con mayor entropía. Hawking acude al ejemplo de un vaso de vidrio que cae desde una mesa al suelo y se vuelve trizas: el vaso, conjunto cerrado y ordenado, al caer aumenta su entropía porque se destroza, pero en nuestro universo jamás se observa el proceso opuesto, de unos trozos de vidrio que salten del suelo a la mesa para formar un vaso, conjunto más ordenado y con menos entropía, de modo que la flecha de los procesos termodinámicos parece señalar solamente una dirección, de lo más estable y ordenado hacia lo menos estable y más desordenado.

La flecha cosmológica surge de la observación de las galaxias que se alejan permanentemente unas de otras, así como de las señales del «Big Bang» o inmensa explosión con la que habría nacido nuestro universo; desde ese instante el universo se halla en expansión y la flecha cosmológica que marca su evolución, va hacia una expansión incesantemente mayor.

En cuanto a la flecha psicológica, nos interesa hoy directamente porque es la que construye el cerebro con base en los hechos sensoriales, que mencioné al principio. Al comprobar una y otra vez, con regularidad aparentemente inmutable a lo largo de milenios, los efectos del giro de la tierra alrededor de su eje y en la órbita alrededor del sol, así como los cambios biológicos tanto de nosotros mismos como de todos los entes vivos que nos rodean, la humanidad ha elaborado una imagen del mundo en la cual el concepto de vida se halla estrechamente unido a los de transcurso de los días y de las estaciones, crecimiento, maduración, envejecimiento, muerte, ayer colmado de recuerdos almacenados en la memoria, ahora esquivo y fugitivo, mañana imaginado y, por supuesto, el cumplimiento empírico inexorable de la flecha termodinámica.

Al tratar de explicar lo que muestra esta flecha psicológica, el cerebro humano cayó en una comprensible pero peligrosa trampa: propuso la idea de que el tiempo pasa, el tiempo fluye como el agua de un río, tempus fugit según el poeta latino y se dio a la tarea de inventar aparatos para medir ese paso del tiempo, para señalar la velocidad de su desplazamiento; pero, como lo señala en sus libros y artículos el físico y divulgador Paul Davies, ese trascurrir del tiempo no es más que una ilusión, una idea creada por el cerebro humano sin asidero real en el universo, pues en éste el tiempo parece ser una dimensión que «está ahí» de modo parecido a como está el espacio en un paisaje, sin movimiento propio.

 

EL PROBLEMA  DEL TRANSCURSO  DEL TIEMPO

Sin embargo, para los efectos de la vida diaria, el concepto de un tiempo tan inmóvil como el espacio en cuanto dimensión del universo no resulta particularmente útil y es notoriamente difícil de explicar y de comprender para el individuo común, no versado en física ni matemáticas avanzadas. Tal puede ser la razón para que persista la visión del tiempo como algo que pasa, como ese transcurrir de algo intangible pero que puede medirse con razonable precisión. Eso sí, como creación del cerebro humano, este concepto de transcurso del tiempo tiene siempre aspectos individuales y culturales muy fuertes, que deben tomarse en cuenta para su estudio.

Cada comunidad humana tiene su propia manera de sentir y vivir el trascurso del tiempo. La mayor o menor laboriosidad, la costumbre de pasar muchas horas de ocio aunque haya tareas pendientes, pueden ser dos ejemplos de maneras distintas de entender el trascurso del tiempo, con horas y minutos claramente presentes en la consciencia de unos mientras otros viven días y noches con subdivisiones más o menos borrosas de «temprano» y «tarde»; cada individuo, además, forma a lo largo de su vida un sentido particular de eso que llama tiempo, organizando para ello sus circuitos neuronales con la misma singularidad que sus órganos tienen para reaccionar ante cualquier estímulo.

El biólogo John Gibbon, citado por la periodista científica Karen Wright (2002), propuso a mediados del siglo XX la existencia, en el cerebro humano, de «relojes biológicos» capaces de sentir divisiones muy pequeñas del tiempo que trascurre, para regir por ellas muchas de las funciones fisiológicas del organismo. La información sobre la cual trabajan esos relojes parece ser lo que hemos llamado hechos sensoriales cuyas señales reciben los sentidos. Los núcleos talámicos, los estriados, los demás núcleos basales, la sustancia nigra y la glándula pineal estarían entre los participantes en estas trascendentales tareas.

Por su parte, en un artículo del año 2002 el destacado neurólogo profesor Antonio R. Damasio (2002) resumió algunas de sus importantes investigaciones, para proponer la existencia de circuitos neuronales vinculados simultáneamente al procesamiento de los conceptos de trascurso del tiempo y a la formación, almacenamiento y recuperación de los recuerdos que constituyen la memoria.

Retornamos así a la idea inicial, de un núcleo o conjunto de núcleos neuronales ampliamente interconectados que, en el cerebro humano, serían los encargados de formar en cada persona el concepto de transcurso del tiempo y sus medidas psicológicas, con base en los torrentes de hechos sensoriales que llegan sin cesar desde todos los órganos de los sentidos y en cuyo análisis influye decisivamente el acervo cultural del grupo humano en cuyo seno se vive desde el nacimiento. Como cualquiera otro conjunto funcional orgánico, ese núcleo (o circuito de núcleos) de la temporalia debe tener algunas características únicas en cada individuo y puede, en algunos, funcionar de manera no concordante con el ambiente cultural, conformando así una distemporalia con manifestaciones evidentes para otros individuos del mismo ambiente cultural.

Para comprobar estas hipótesis, es ante todo necesario disponer de una batería de exámenes enfocados a las diversas etapas de formación, estabilización y uso ordinario del concepto de transcurso del tiempo humano que se acaba de esbozar; estos exámenes no existen hoy, por lo que la primera propuesta es la conformación de grupos interdisciplinarios que estudien el asunto y diseñen instrumentos adecuados, llegando por supuesto a su ensayo y validación en diversos ambientes culturales. Cuando esté disponible esa batería, habrá que aplicarla a grupos estadísticamente significativos de individuos, con la esperanza de que los resultados permitan identificar con razonable certeza y ajuste al método científico los casos de distemporalia, de modo que sea posible entonces proponer algún enfoque serio para su corrección o tratamiento.

Hasta aquí llega, por hoy, esta reflexión sobre eso que los seres humanos llamamos el transcurso del tiempo y que no es, según la elegante y afortunada frase del escritor norteamericano Ambrose Bierce, otra cosa que «el presente, esa porción de eternidad que separa el dominio de la decepción del reino de la esperanza».


REFERENCIAS

1. Bierce A. Devil’s dictionary. 1906. [Consultado el 25- 1-2017]. Disponible en: https://andromeda.rutgers.edu/~jlynch/Texts/devilsdictionary.html
2.     Damasio AR. Remembering when. Scient Amer, 2002; 287 (3): 66-73.
3.     Davies P. How to build a time machine. Scient Amer, 2002; 287 (3,): 50-55.
4.     Davies P. About time: Einstein’s Unfinished Revolution – Sobre el tiempo: la revolución inacabada de Einstein – Crítica, Barcelona 1996.
5.     Hawking S. Historia del tiempo. Del Big Bang a los agujeros negros. Círculo de Lectores, 1988.
6.     Wright K. Times of our Lives. Scient Amer, 2002; 287 (3): 58-65.