PÓCIMAS DE BRUJA EN LA LITERATURA DEL SIGLO DE ORO ESPAÑOL: LA OTRA CARA DE LOS AGENTES TERAPÉUTICOS Y PSICOTRÓPICOS

Francisco López-Muñoz1

 

RESUMEN

Los textos literarios del Siglo de Oro constituyen una interesante fuente para el estudio de la sociedad española tardorrenacentista y novobarroca, incluyendo sus figuras más marginales. En el presente trabajo, hemos analizado el mundo mágico de brujas y hechiceras desde la perspectiva del uso extraterapéutico de agentes farmacológicos y psicotrópicos, a través de los principales autores áureos, centrándonos, básicamente, en Miguel de Cervantes y Lope de Vega. Se han estudiado los principales agentes empleados en la elaboración de las pócimas venenosas de bruja, destacando las plantas alucinógenas de la familia de las Solanaceae (beleño, mandrágora, belladona, estramonio, solano, eléboro), además de otras, como el acónito, la cicuta, la adelfa, la verbena o la adormidera. Otras sustancias de procedencia animal o mineral también se emplearon en la confección de estos preparados (sapos, arsénico). Finalmente, se han analizado las posibles fuentes documentales en materia científica que pudieron utilizar estos dos destacados literatos, como el Dioscórides comentado por Andrés Laguna en ambos casos, y la Historia Natural de Plinio, comentada por Francisco Hernández y Gerónimo de Huerta, y el opúsculo Il Sapere Util’e Delettevole de Constantino Castriota, en el caso particular de Lope de Vega.

Palabras clave: Sustancias psicotrópicas, Siglo de Oro, brujería, pócimas venenosas, Cervantes, Lope de Vega, Historia de la Medicina.

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1.      Doctor en Medicina y Cirugía y Doctor en Lengua Española y Literatura. Profesor Titular de Farmacología y Director de la Escuela Internacional de Doctorado, Universidad Camilo José Cela, Madrid. Instituto de Investigación Hospital 12 de Octubre (i+12), Madrid. Académico de número de la Real Academia Europea de Doctores. Académico correspondiente de la Real Academia de Medicina y Cirugía de Cádiz. Académico correspondiente de la Real Academia de Historia y Arte de San Quirce.

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WITCHES’ POTIONS IN THE LITERATURE OF THE SPANISH GOLDEN AGE: THE OTHER SIDE OF THE THERAPEUTIC AND PSYCHOTROPIC AGENTS

 

ABSTRACT

The literary texts of the Golden Age are an interesting source for the study of Spanish late Renaissance and early Baroque society, including their most marginal figures. In the present work, we have analyzed the magical world of witches and sorceresses from the perspective of extra-therapeutic use of pharmacological and psychotropic substances, through the main golden authors, focusing basically on Miguel de Cervantes and Lope de Vega. The main agents used in the production of witches poisonous potions have been studied, highlighting the hallucinogenic plants of the Solanaceae family (henbane, mandrake, belladonna, jumsonweed, nightshade, hellebore), in addition to others, such as aconite, hemlock, oleander, vervain or poppy. Other substances of animal or mineral origin were also used in the preparation of these compounds (toads, arsenic). Finally, we have analyzed the possible documentary sources in scientific matter that could be used by these two prominent writers, such as the Dioscorides commented by Andrés Laguna in both cases, and Pliny’s Natural History, commented on by Francisco Hernández and Gerónimo de Huerta, and the booklet Il Sapere Util’e Delettevole by Constantino Castriota, in the particular case of Lope de Vega.

Keywords: Psychotropic agents, Spanish Golden Age, witchcraft, poisonous potions, Cervantes, Lope de Vega, History of Medicine.

 

INTRODUCCIÓN

La literatura del Siglo de Oro(1)  ha suscitado un enorme interés entre los investigadores de la medicina y de su historia debido al excelente abor- daje que algunos de los autores de este periodo dorado hicieron del enfermo, de la enfermedad y de su tratamiento en muchas de sus obras. En este marco, la aproximación farmacoterapéutica no constituye una excepción, incluyendo también los preparados elaborados con diferentes agentes naturales, fundamentalmente remedios herbales, por personajes situados al margen de la medicina oficial y ortodoxa.

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(1) El Siglo de Oro español constituye un periodo temporal superior a un siglo, coincidente con el auge y declive de la dinastía de los Austrias, y caracterizado por un extraordinario desarrollo de las actividades artísticas y literarias. Suele establecerse su inicio en 1492, con el descubrimiento del Nuevo Mundo y la publicación de la Gramática castellana de Antonio de Nebrija (1441-1522), y su fin en 1681, con el fallecimiento del último gran autor áureo, Pedro Calderón de la Barca (1600-1681).

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El Renacimiento, en su vertiente médica, supuso un auténtico cambio de mentalidad en la forma de entender al ser humano, sus comportamientos y sus padecimientos, y comenzaron a triunfar los procesos de racionalidad y razonabilidad, durante este periodo. Sin embargo, este conocimiento emergente, incluso en su fase más tardía, convivió con antiguas creencias propias de épocas pretéritas, heredadas del Medievo, sustentadas en la irracionalidad de la magia, los seres sobrenaturales y los animales fantásticos, la brujería o la presencia del maligno. Estos hechos posibilitaron la proliferación de sanadores, herbolarias, alcahuetas, hechiceras, brujas y todo tipo de charlatanes que formaron parte activa de una sociedad, por lo general inculta, realizando a veces actividades del ámbito sanitario, mediante el uso de conjuros y remedios frecuentemente ajenos a la farmacopea oficial. Del mismo modo, también manejaron, con objetivos extraterapéuticos, una gran cantidad de sustancias dotadas de propiedades psicotrópicas, en algunos casos con fines ilícitos e incluso criminales (como es el caso de las pócimas venenosas), en otros de carácter adictivo (ungüentos de brujas), y las más de las veces con objetivos meramente crematísticos (filtros de amor y magia amatoria).

En este contexto, es posible apreciar en toda Europa el auge de una corriente socio-literaria en la que los mendigos, pobres, vagabundos, timadores, ladrones, estafadores, sinvergüenzas y, en general, las personas deprimidas y al margen de la sociedad de toda índole y condición, son los grandes protagonistas. Y tal llegó a ser su número, que inspiraron, ocuparon y preocuparon no solo a los responsables de las jurisdicciones locales, sino también a artistas, literatos, haciendo de la picaresca uno de los géneros realistas más relevantes de la literatura española. Precisamente, brujas y hechiceras, muy relacionadas con el ejercicio heterodoxo de la medicina, ocuparon espacios destacados en la urdimbre narrativa de los literatos españoles de la época. Las prácticas mágicas de estos personajes, que formaron parte de la imaginación colectiva del pueblo español durante los siglos XVI y XVII, estaban muy relacionadas en el sentir popular, como se discutirá ampliamente en el presente trabajo, con las minorías religiosas de la época, como los moriscos y los judíos(2) (Caro Baroja, 2003), aunque también encontramos personajes de esta lid con supuesta limpieza de sangre. Tal es el caso de La Celestina (1499), de Fernando de Rojas (1465-1541), obra que inauguró este género picaresco, donde se muestra detalladamente la despensa de las brujas y sus ingredientes, y donde la hechicería encontraría un terreno abonado para su posterior desarrollo literario. Y los agentes de naturaleza psicotrópica, tan habituales en este entorno, quedaron, asimismo, plasmados en muchas obras de la literatura áurea (López-Muñoz et al., 2008a, 2008b, 2008c, 2011a; López-Muñoz y Pérez-Fernández, 2016).

En el presente trabajo analizaremos la forma en que los principales autores del Siglo de Oro abordaron el empleo de sustancias psicotrópicas para la elaboración de pociones venenosas en el entorno de las actividades brujeriles y hechiceriles de la época y cuáles fueron sus fuentes científicas, centrándonos básicamente en los dos autores más representativos de este periodo, Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616) (Figura 1A) y Lope Félix de Vega Carpio (1562-1635) (Figura 1B), sin excluir las aportaciones de otros grandes literatos y dramaturgos que recurrieron a este tipo de personajes, como Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645), Pedro Calderón de la Barca (1600-1681) o fray Gabriel José López Téllez (Tirso de Molina, 1579-1648)(3).

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(2) Véase, a título de ejemplo, la novela Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1617). En ella se pone de manifiesto, en la pluma de Cervantes, el profundo sentir popular sobre la vinculación judía y morisca con las prácticas hechiceriles (Díez Fernández y Aguirre de Cárcer, 1992), donde se mezclaba, en el caso de la hechicería judía, la tradición hebraica por los textos cabalísticos y su estrecho nexo con la práctica de la medicina.
(3) Para el manejo de todas las citas cervantinas, en el presente trabajo hemos empleado la edición de Florencio Sevilla de las Obras de Cervantes (Madrid: Editorial Castalia; 1999), así como la versión electrónica de la Fundación Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, especialmente útil para la localización de párrafos mediante estrategias de búsqueda bibliométrica, disponible en la página web.
http://www.cervantesvirtual.com/bib_autor/Cervantes/o_completas.shtml
Puntualmente también se ha usado la edición de Don Quijote de la Mancha del Instituto Cervantes, dirigida por Francisco Rico (Barcelona: Grijalbo Mondadori S.A., 1998), y se ha consultado su Centro Virtual Cervantes (http://cvc.cervantes.es). También ha resultado de gran ayuda la página web del Centro de Estudios Cervantinos (http://www.centroestudioscervantinos.es). En relación a las obras de Lope de Vega y de otros dramaturgos del Siglo de Oro, se ha empleado la base de datos TESO (Teatro Español del Siglo de Oro), que incluye 848 obras, de la cuales 303 corresponden a Lope de Vega:

http://0-teso.chadwyck.co.uk.cisne.sim.ucm.es/frames/htxview?template=basic.htx&content=frameset.htx. En relación a Lope de Vega, también se han utilizado, de forma ocasional, las Obras de Lope de Vega, edición de Marcelino Menéndez Pelayo, reimpresas en 28 volúmenes en la Colección “Biblioteca de autores españoles” (Madrid: Atlas, 1963-1972) y las Obras completas. Comedias, bajo la edición de Jesús Gómez y Paloma Cuenca (Madrid: Biblioteca Castro, 1993).

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Figura 1: Retratos de Miguel de Cervantes, fechado en 1600 y atribuido a Juan de Jáuregui y Aguilar (A), y de Lope de Vega, obra de Luis Tristán (1614).

Figura 1: Retratos de Miguel de Cervantes, fechado en 1600 y atribuido a Juan de Jáuregui y Aguilar (A), y de Lope de Vega, obra de Luis Tristán (1614).

Figura 1: Retratos de Miguel de Cervantes, fechado en 1600 y atribuido a Juan de Jáuregui y Aguilar (A), y de Lope de Vega, obra de Luis Tristán (1614).

Cervantes, Príncipe de las Letras y creador de la novela moderna, y Lope de Vega, el Fénix de los Ingenios y el dramaturgo más prolífico y erudito de la historia de la literatura universal, fueron los autores áureos más atraídos por el mundo de la hechicería y la brujería, y su fascinación por este universo mágico queda plasmado en múltiples personajes de diferentes obras, en algunas de las cuales los compuestos psicotrópicos constituyen un auténtico eje argumental. Pero mientras Cervantes nos transporta al mundo real de las hechiceras y brujas y de su entorno y nos describe sus actividades y los efectos de los filtros de amor, los brebajes venenosos o las pomadas de brujas desde una perspectiva ácida y crítica, Lope de Vega, aun sintiéndose atraído por estos personajes femeninos, no transmite su opinión sobre sus prácticas mágicas y suele referirse a los agentes psicotrópicos y venenosos, a modo de bodegones florales, desde una perspectiva simbólica y alegórica, trufada de metáforas y reseñas mitológicas. Del mismo modo, Cervantes, como familiar directo de profesionales sanitarios, asiduo viajero y perspicaz observador de todos los estamentos sociales de su época, y Lope de Vega, enfermo habitual de cuerpo y alma, y conocedor y transmisor del saber popular en sus inagotables obras teatrales, ambos lectores impenitentes, nos ofrecen en sus textos un testimonio crucial para ampliar nuestros conocimientos sobre el manejo de productos herbales, animales y minerales por parte de colectivos marginales durante este periodo.

 

LA BRUJERÍA  Y HECHICERÍA DURANTE LOS SIGLOS  XVI Y XVII: «ESPAÑA MÁGICA, ESPAÑA EMBRUJADA»

En primer lugar, y desde la perspectiva puramente conceptual, es preciso establecer una clara distinción entre brujería(4)  y hechicería, dado que ambas acepciones se confunden con asiduidad. En cualquier caso, más allá de consideraciones teológicas, el de la brujería es un fenómeno complejo, resbaladizo en sus aspectos socioculturales y políticos, que resulta difícil de definir y desentrañar. Y ello, porque es adyacente a todas las formas de superstición, así como a la enfermedad mental o a la picaresca, lo cual no tardó en convertirlo en un tópico literario y artístico (Pacho, 1975), del que la literatura áurea no supo evadirse.

En España, por su propia idiosincrasia cultural y política, la vinculación de las prácticas de hechicería y brujería con ciertos subgrupos de sujetos, fundamentalmente mujeres pertenecientes a minorías religiosas, como judías y moriscas, fue muy habitual (5). Asimismo, en la España áurea existía una manifiesta diferenciación entre brujería y hechicería (Caro Baroja, 2003). Las brujas realizarían rituales y pactos satánicos, y solían ser gentes de ascendencia cristiana y vinculadas al medio rural, generalmente del Norte del país (véase Galicia, el País Vasco o Navarra). Por el contrario, las hechiceras, de origen generalmente morisco o judío, eran mujeres que se dedicaban a elaborar remedios y curas (relacionados con la salud o con el amor) y ejercían sus actividades en medios urbanos del ámbito peninsular más meridional.

Lara Alberola (2010) realiza incluso una categorización de la tipología hechiceril en la España del Siglo de Oro, sobre todo en relación a su tratamiento en los textos literarios, y establece 5 arquetipos: la hechicera celestinesca (correspondiente a alcahuetas reales y pobres, de edad avanzada, muchas veces falsarias, próximas al mundo de la prostitución, dedicadas casi en exclusividad a la magia amatoria y con una escuela de aprendices a su cargo), la hechicera étnica (donde se incluyen moras y moriscas, judías y conversas, y gitanas, proclives al engaño y maestras en conjuros), la hechicera mediterránea (joven, bella, seductora, dotada para la adivinación y con dominio de los elementos y de la mente humana, y conocedora del arte de la botica), la bruja (vinculada a la maldad, el crimen y la muerte, experta en venenos y en el manejo de las hierbas, que establece un pacto con el diablo y practica sus actividades en comunidad) y finalmente una tipología híbrida o combinada de las anteriores.

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(4) Terminológicamente, la brujería presenta dos acepciones muy relacionadas; por un lado, hace referencia a una serie de conocimientos, prácticas y técnicas que se emplean para dominar de forma mágica el curso de los acontecimientos o la voluntad de las personas, y por otro se refiere a las acciones realizadas mediante poderes sobrenaturales. Aunque, «brujería» también es entendida como aquellos engaños y supersticiones que cree el vulgo que realizan las brujas, sujetos a los que se les atribuyen poderes mágicos de carácter maléfico. Etimológicamente, el término «bruja» y sus derivados (bruxa, brixa) tienen un origen incierto, pudiendo corresponder a la palabra aragonesa broxa, documentada desde el siglo XIII. En la Península Ibérica también se utilizan las acepciones «sorguina» (País Vasco) y «meiga» (Galicia).
(5)  De hecho, términos como «sabbat», para referir las reuniones nocturnas de las brujas, o expresiones como «Synagoga Satanae», poseen una clara ascendencia hebrea.

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El fenómeno de la persecución y la caza de brujas y hechiceras también fue diferente en España frente a otros países europeos, pues mientras que la hechicería fue castigada con gran dureza, la brujería lo fue de forma muy limitada, lo cual se debió a las peculiaridades de la Inquisición (6) española, dependiente de la Corona, que no del Vaticano, y con un fuerte componente nacionalista (Robbins, 1988). Ello motivó que se persiguiera con más ahínco a las hechiceras, consideradas herejes, que a las brujas, con respecto a las cuales se mantuvo una postura templada en lo intelectual y por ello menos comprometida en sus aspectos teológicos. Y de hecho, la Inquisición se dedicó más a la limpieza étnica que a la persecución del demonio (7). De esta forma, mientras Europa era una auténtica hoguera y la «brujomanía» alcanzaba cotas de absoluta perversión, al ritmo marcado por los dominicos Heinrich Kramer (ca. 1430-1505) y Jacob Sprenger (1436-1495) en su célebre Malleus Maleficarum (1486), en España se entendía la brujería antes como una cuestión de ignorancia, que de auténtica herejía o maldad.

En cualquier caso, tras la criminalización de brujas (8), hechiceras, curanderas o comadronas, y junto con los motivos religiosos y políticos expuestos previamente, también existía un fuerte componente folklórico y misógino (9). No es solo que la mujer fuera considerada débil y tendente al pecado por ser de la piel de Eva, tampoco únicamente que pudiera resultar proclive a la locura, sino también de un interés activo por parte de la institución eclesiástica de apartar a la mujer de cualquier práctica que tuviera visos científicos (10). De hecho, solo así puede comprenderse el diferente tratamiento de género que recibían hombres y mujeres acusados –o perseguidos- de similares delitos ante los tribunales del Santo Oficio (Marsá González, 2009).

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(6)    Con la bula Ad abolendam, del papa Lucio III (1097-1185), se estableció la Inquisición (Inquisitio Haereticae Pravitatis Sanctum Officium) en 1184, en el Languedoc francés. Inicialmente fundada para combatir la herejía albigense y cátara, esta institución se ocupó también, posteriormente, de perseguir duramente cualquier posibilidad de desviación de la ortodoxia católica, incluyendo, por supuesto, las prácticas de brujería.
(7) Así lo prueba el hecho de que a partir de 1550 la mayor parte de las personas acusadas de brujería ante tribunales, como el de Calahorra, fuesen personas de etnia gitana, gentes de paso o descendientes de conversos (Caseda, 1998).
(8)   Popularmente llamadas también «comadres».
(9)    Amparado en la retórica de la mujer como ser débil y pecaminoso tan habitual entre los teólogos.
(10)  Es preciso resaltar que las mujeres dedicadas al curanderismo y la hechicería, a menudo, eran las únicas personas que prestaban asistencia sanitaria a una población desprotegida que carecía de otros medios para afrontar sus dolencias. Y esta asociación era especialmente clara en el caso de la partería, que era la ocupación médica fundamental de la mujer, al punto de que muchas de ellas se convirtieron en auténticas expertas en el uso de toda clase fármacos naturales para combatir los dolores del parto. No tardó, pues, en extenderse la teoría de que las comadronas-brujas robaban niños neonatos para devorarlos, intervenían en el ciclo de Dios mediante la práctica sistemática de abortos, o bien practicaban toda suerte de sortilegios para corromper las almas de los recién nacidos o provocar el nacimiento de demonios familiares valiéndose del ciclo natural establecido por la divinidad.

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LA DESPENSA  DE LAS BRUJAS:  EL USO EXTRATERAPÉUTICO DE LAS PLANTAS PSICOTRÓPICAS

Centrándonos en el motivo del presente trabajo, y como hemos comentado, hay que resaltar que prácticamente las mismas sustancias de origen vegetal que formaban parte del arsenal terapéutico de la medicina durante la Edad Media y el Renacimiento también eran empleadas, en el entorno mágico de la época, como venenos o agentes recreativos en el ámbito de las prácticas de hechicería y brujería, como, por ejemplo, las pociones de bruja (11). Entre las hierbas que integraban estos preparados elaborados en el marco de las prácticas de brujería cabe mencionar a las plantas de la familia de las Solanaceae, todas ellas dotadas de propiedades psicotrópicas, como el beleño (Hyoscyamus albus o niger) (12), la belladona (Atropa belladona) (13), la mandrágora (Mandragora officinarum) (14), el estramonio (Datura estramonio) (15)  y el heléboro (Helleborus niger o Veratrum álbum), además de otras especies, como la valeriana (Valeriana officinalis), la verbena (Verbena officinalis), el acónito o napelo (Aconitum napellus), la cicuta (Conium maculatum), la adelfa (Nerium oleander) o el opio (Papaver somniferum), prototipo, este último, de agente sedante (López- Muñoz et al., 2005) (Figura 2).

Sin embargo, son muy pocos los procesos europeos por brujería donde se hiciera constar a ciencia cierta la utilización de estas sustancias. En algunos juicios inquisitoriales, como el del famoso caso de Zugarramurdi (1610), se confirmó el uso por parte de las lamias de pócimas y ungüentos elaborados con estas plantas alucinógenas, como la mandrágora (16), la dulcamara, «hierba mora» o «tomatillos del diablo» (Solanum nigrum), el beleño (17), la belladona o el estramonio, que eran cocidas en sus famosos calderos junto con grasas y otras muchas sustancias (Figura 3) (Levack, 1995). Aunque estos brebajes y ungüentos se emplearon asiduamente durante la Edad Media (Harner, 1973; Caro Baroja, 2003), esta tradición aún perduraría en España durante el periodo renacentista.

En cualquier caso, las hechiceras y brujas solían ser unas perfectas conocedoras de la botánica natural y de las propiedades de las plantas. Como muy bien afirma Faggin:

Como manipuladora de filtros, ungüentos y venenos, la hechicera pertenece a la historia de la ciencia. De ellas, Paracelso afirmaba haber aprendido más cosas que de todos los profesores de las academias. La hechicera representa el recurso directo a la naturaleza y a sus propiedades secretas: a la terapéutica sacramental de la religión, ella se contrapone con una terapéutica material (Faggin, 1959, p. 76).

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(11)       En este sentido habría que recordar que el propio término “fármaco” deriva de la acepción griega «pharmakon», que puede significar no solo remedio, sino también veneno, e, incluso, elemento de connotaciones mágicas.
(12)     En España crecen las dos especies: el beleño blanco, conocido popularmente como «adormidera de zorra» o «flor de la muerte», de flores amarillo-pálidas, es más frecuente en el sur de la península, y el negro, o «hierba loca», con flores moteadas y hojas «pelosas», en el norte (Morales, 1995). Suele crecer en las inmediaciones de casas de campo abandonadas y escombreras.
(13)      En la península Ibérica habita en bosques de montaña, hayedos y robledales, básicamente en la mitad norte. Se denomina técnicamente Atropa en honor de la parca Átropos, la responsable de cortar el hilo de la vida en la mitología griega. Sin embargo, su nombre vulgar, belladona, procede de su capacidad para inducir dilatación de la pupila, propiedad que era muy útil a las mujeres romanas en sus cánones de belleza (bellas donnas) (Muñoz Páez, 2012).
(14)       Esta planta crece habitualmente en la mitad sur de España, en terrenos húmedos, y florece en otoño (Morales, 1995): sus hojas son de color verde oscuro y las flores blanquecinas o azuladas, en forma de campanillas, que rodean al fruto, redondo, liso y de olor fétido. Su nombre procede del griego «mandras» (establo) y «agrauros»Anthropomorphon
, por cuanto su raíz semeja a un pequeño cuerpo humano con sus cuatro extremidades. Lope de Vega identifica la mandrágora, descrita en la Historia Natural de Plinio (23-79), con la planta centum capita, que también aparece recogida en la obra pliniana y de donde parece proceder la información que ofrece sobre ella el dramaturgo en La Dorotea (1632): «Julio.─ Hay una yerba que los latinos llaman centum cápita… Tiene la yerba que digo la raíz hermafrodita, y como cae la diferencia a hombre o mujer, así hace el efecto… Ludovico.─ El mismo autor afirma que, por tener essa raíz safo, aquella gran poetissa, quiso tanto a Faón lesbio, que fue sujeto de una de las Epístolas de Ovidio. Julio.- Si Gerarda ha descubierto esta yerba, que las tales llaman mandrágora» (Acto 3º, Escena 4ª).
(15)      Su nombre procede de la acepción «estremonia» (castellano y catalán antiguo), que viene a significar brujería o magia. Suele crecer en huertas y campos de cultivo. Esta planta ha tenido diferentes nombres vulgares y populares como «higuera del infierno», «higuera loca», «berenjena del diablo», «flor de trompeta» o incluso «hierba de los brujos». En algunas regiones de América Latina se le llama «vuelveteloco».
(16)     En Alemania, desde el tiempo de los godos, el término «alraun werzel» es sinónimo de bruja o raíz de mandrágora. De hecho, las brujas admitían que arrancando la planta del pie de los cadalsos (mediante el diente de un perro, que luego debía morir) podían transformar a los hombres en bestias o pervertir la razón, enajenando a las personas (Guerrino, 1969).
(17 )    El beleño es denominado en las islas Baleares como «caramel de bruixa».

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Figura 2: Principales plantas dotadas de propiedades psicotrópicas empleadas en la botica de brujas y hechiceras.

Figura 2: Principales plantas dotadas de propiedades psicotrópicas empleadas en la botica de brujas y hechiceras.

 

Figura 3: Brujas sosteniendo un gallo y una serpiente sobre un caldero. Ilustración de la obra De Lamiis y Phytonicis Muelieribus (Las brujas y mujeres adivinas), de Ulrich Molitor (Reutlingen: 1489). Museum of Witchcraft, Cornwall.

Figura 3: Brujas sosteniendo un gallo y una serpiente sobre un caldero. Ilustración de la obra De Lamiis y Phytonicis Muelieribus (Las brujas y mujeres adivinas), de Ulrich Molitor (Reutlingen:

 

BRUJAS,  HECHICERAS  Y SUSTANCIAS PSICOTRÓPICAS  EN LOS TEXTOS LITERARIOS  DEL SIGLO  DE ORO

Como ya se ha comentado, la brujería en España era cosa más libresca que tomada por real y a menudo parecía existir solo como delirio teológico de tratadistas o como motivo para la manifestación artística, siendo estos personajes objeto central de diferentes obras literarias del Siglo de Oro español. Además, estos personajes tenían un fácil entronque en el ámbito de la literatura picaresca tan en boga a partir de la publicación de La Celestina.

En los textos cervantinos podemos leer todo tipo de actividades relacionadas con la brujería, desde el uso de objetos de naturaleza mágica hasta invocaciones demoníacas y ritos diabólicos realizados en los conventículos. La obra más representativa, en este sentido, es, sin duda, la novela ejemplar El coloquio de los perros (1613), donde se relatan las prácticas brujeriles de una comunidad de brujas llamadas las Camachas (18).

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(18)   Esta comunidad de brujas presenta unos orígenes reales, en la localidad cordobesa de Montilla. El número de integrantes de esta comunidad fue de cinco mujeres: Leonor Rodríguez, conocida precisamente con el sobrenombre de la Camacha, quien aprendió su «arte» de una hechicera morisca granadina, su hermana Catalina Rodríguez, María Sánchez, apodada «la Coja», Mayor Díaz e Isabel Martín, «la Roma». Acusadas del delito de brujería y hechicería, fueron procesadas por el Tribunal de la Inquisición de Córdoba, saliendo en Auto de Fe público el 8 de diciembre de 1572. A título de ejemplo, la Camacha fue condenada a salir al auto público en forma de penitente con coroza en la cabeza y las insignias de hechicera, abjurar de leví, recibir cien latigazos en Córdoba y otros cien en Montilla, sufrir destierro de su localidad durante diez años, servir los dos primeros en un hospital de Córdoba, y pagar una multa de 150 ducados al receptor (Alamillos, 2013). Amezúa y Mayo (1956) apunta que Cervantes posiblemente conoció a alguna de las integrantes de esta comunidad a su paso por Montilla, como recaudador de la Real Hacienda, en 1592.

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Este tema también es recurrente en la novela Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1617), donde se narran tres episodios relativos a brujas o hechiceras (Figura 4). En sus obras, Cervantes muestra una amplia pléyade de mujeres vinculadas a la práctica de la magia; ancianas brujas desahuciadas socialmente, hechiceras étnicas, moriscas y judías, condenadas más por su vinculación religiosa que por sus artes prohibidos, y prepotentes magas. Mujeres, todas, con cierto desarraigo social, despreciadas por la población, que venden y usan sus saberes por intereses amatorios y eróticos o son cautivas de una vulgar adicción farmacológica.

Figura 4: Ilustración de la novela Los trabajos de Persiles y Sigismunda, editada por Antonio de Sancha (Madrid, 1781), atribuida a José Antonio Ximeno y Carrera y grabada por José Joaquín Fábregat, donde se muestra el proceder en la aplicación de los hechizos.

Figura 4: Ilustración de la novela Los trabajos de Persiles y Sigismunda, editada por Antonio de Sancha (Madrid, 1781), atribuida a José Antonio Ximeno y Carrera y grabada por José Joaquín Fábregat, donde se muestra el proceder en la aplicación de los hechizos.

Lope de Vega aborda el tema de las hechiceras y brujas en dos obras teatrales, El caballero de Olmedo (1620-1625) y el drama cortesano El vellocino de oro (1622), en el poema La Circe (1624), y en la narración en prosa dialogada de género celestinesco La Dorotea (1632). En la tragicomedia El caballero de Olmedo (19) se recurre a una alcahueta celestinesca, elaboradora de cosméticos y otros brebajes y frecuentadora de cementerios y encrucijadas.

Ambos autores, salvo en los textos de ambientación mitológica de Lope de Vega, nos muestran los efectos de la sociedad que les tocó vivir y las consecuencias de una atroz persecución religiosa, racial, económica y de género hacia estas mujeres de vida marginal (20).

 

LAS PROPIEDADES PSICOACTIVAS  DE LAS PLANTAS: SOBRE LAS FUENTES DOCUMENTALES  DE LOS AUTORES ÁUREOS

Tal como lo demuestra en sus textos, sobre todo en las Novelas Ejemplares (1613), Cervantes parece disponer de conocimientos significativos sobre las virtudes de numerosas plantas que constituían los herbolarios de su época, además de los diferentes preparados de botica elaborados con ellas, como aceites, ungüentos, bálsamos, raíces, cortezas o jarabes (Esteva de Sagrera, 2005; López-Muñoz et al., 2006; 2008a). Sin embargo, en relación con estos agentes puramente psicotrópicos, Cervantes suele evitar mencionarlos específicamente, sobre todo en el caso del opio (21), y se limita a glosar las propiedades y efectos de los preparados herbales utilizados a nivel popular, sin incidir en su hipotética composición. No debemos olvidar, en este punto, la especial vulnerabilidad del literato, que, cuestionado como cristiano viejo, debía dejar inmaculada de forma permanente su limpieza de sangre.

Por su parte, Lope de Vega, en líneas generales, hace amplias referencias al uso terapéutico de las plantas en multitud de sus obras teatrales, e incluso parece conocer las indicaciones terapéuticas de algunas hierbas, pero, en general, profundiza poco en ellas, y suele mencionarlas sin precisar sus propiedades salutíferas o nocivas para la salud. Con respecto a los agentes psicotrópicos, se suele referir a ellos de forma alegórica y metafórica, aunque las sustancias narcóticas y venenosas constituyen valiosas herramientas en las tramas de sus obras dramáticas (22), lo que hace evidente que Lope de Vega era un gran conocedor del carácter popular que determinadas drogas tenían en la sociedad de su tiempo (Becerra, 2004).

Pero, ¿cuáles fueron, en su caso, las fuentes científicas en materia médica y terapéutica que pudieron utilizar estos autores para documentarse técnicamente? En el caso de Cervantes parece bastante claro, a la luz de los trabajos de investigación desarrollados por nuestro grupo (López-Muñoz y Álamo, 2007; López-Muñoz et al., 2007a; 2007b) y también plausible en el caso de Lope de Vega y otros relevantes autores áureos.

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(19)    En opinión de Ruano de la Haza (1984), El caballero de Olmedo es la obra más representativa de Lope en el terreno hechiceril.
(20)    En relación al género, hay que insistir en que el mundo de la brujería poseía connotaciones de marcado carácter misógino en el periodo áureo, y se consideraba algo natural la propensión femenina hacia la superstición y hacia el mal, entendidos como una debilidad o como un peligroso poder maléfico, respectivamente, ambos intrínsecos a la mujer (Hutchinson, 1992).
(21)   Esto posiblemente no se deba a la ignorancia del autor, que no era ajeno a la materia médica y terapéutica, sino, como postulan varios autores, a un exceso de celo frente a las autoridades de la Inquisición, debido al controvertido y desprestigiado uso extraterapéutico de estas sustancias, muy criticado por las autoridades eclesiásticas (Fraile et al., 2003).
(22)      Véase, a título de ejemplo, La sortija del olvido (1619), donde la poción contenida en una sortija altera el entendimiento de su portador; El rey sin reino (1625), en la que la reina Elisa muere envenenada; La reina Juana de Nápoles, y marido bien ahorcado (1615), en cuya trama la regente protagonista sobrevive a un envenenamiento; o El gran duque de Moscovia y emperador perseguido (1617), donde se emplean unas hierbas para intentar asesinar a Teodoro, quien también logra salvar la vida, aunque pierde la cordura y la capacidad para reinar.

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Se trata del texto de referencia en el campo de la terapéutica durante los siglos dorados: el Dioscórides, denominación popular y vulgarizada del tratado Sobre la Materia Médica, principal obra científica del médico griego Pedacio Dioscórides Anazarbeo (Anazarba, c. 40 – c. 90). Una de las más relevantes versiones comentadas del Dioscórides fue la del médico segoviano Andrés Laguna (1599-1560) (23), primera realizada en lengua castellana (24) (González Manjarrés, 2000).

Cervantes, como familiar de sanitarios (25), disponía de ciertos conocimientos del arte de la medicina, conocimientos que pudo transfundir a sus creaciones literarias. Además, en su biblioteca particular se han identificado varios tratados de materia médica, incluyendo un ejemplar del Dioscórides, comentado e ilustrado por Andrés Laguna (26). Incluso llega a referenciar este texto y a su autor (27), única obra de carácter científico-médico que cita Cervantes en toda su producción literaria, en concreto en El Quijote (Primera parte, capítulo XVIII).

Con respecto a Lope de Vega, aun sabiendo que el inventario que acompañó a su testamento listaba más de 1500 libros, no existen datos fiables sobre los títulos de su biblioteca particular, pues, por desgracia se perdieron con el paso del tiempo, y solo a través de la lectura de sus obras podemos intuir qué libros pudo consultar el dramaturgo (Sánchez-Jiménez, 2010). En cualquier caso, en lo que todos los investigadores concuerdan es en su uso constante de diferentes manuales, enciclopedias y polianteas (Dixon, 2010). Pero, al igual que Cervantes, Lope de Vega también menciona a Laguna en una de sus obras, El acero de Madrid (ca. 1618).

Otro relevante literato del Siglo de Oro, Tirso de Molina, también menciona a Laguna en su famosa comedia La Fingida Arcadia (1676) (28)   e incluso Calderón de la Barca también pudo haber dispuesto de un ejemplar de la versión comentada del Dioscórides del humanista segoviano en su biblioteca particular (Slater, 2010).

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(23)   Andrés Fernández de Laguna puede ser considerado como el prototipo de científico humanista del Renacimiento, y aun siendo hijo de médico judeoconverso, alcanzaría la fama en vida, como una de las más brillantes figuras de la cultura europea de la época. Aunque escribió más de 30 obras de diversas materias, incluyendo las de orden filosófico, histórico, político y literario, además de las estrictamente médicas, la obra más conocida de Laguna es la traducción comentada de la Materia Médica de Dioscórides.
(24)      Prueba de la gran aportación original de Laguna a este compendio clásico es que sus comentarios duplican en extensión el texto completo de Dioscórides, comentarios en los que se incorporan observaciones y opiniones fruto de su amplia experiencia como botánico y farmacólogo, y de sus continuos viajes por Europa, donde siempre se ocupó de recoger y estudiar cuantas hierbas y plantas pudo.
(25)       Hijo de cirujano-sangrador (Rodrigo de Cervantes, 1509- 1585), hermano de enfermera (Andrea de Cervantes, 1545?-1609) y bisnieto de bachiller médico (Juan Díaz de Torreblanca (n.d.-1512).
(26)      Ateniéndonos a la reconstrucción de la biblioteca de Cervantes, la edición reseñada por Eisenberg (2002) fue Pedacio Dioscórides Anazarbeo, acerca de la materia medicinal, y de los venenos mortíferos, Traduzido de la lengua Griega, en la vulgar Castellana, & illustrado con claras y substanciales annotaciones, y con las figuras de innumeras plantas exquisitas y raras, por el Doctor Andrés de Laguna, Médico de Iulio III. Pont. Maxi Libro editado en Salamanca. Si este libro corresponde, como indica el investigador, al legado paterno, debía corresponder a la edición salmantina de 1563, o una de sus reimpresiones de 1566 o 1570, ya que Rodrigo de Cervantes falleció en 1585. En este trabajo se ha utilizado una versión electrónica de la edición salmantina del Dioscórides de Laguna de 1563, posiblemente la misma que debió manejar Cervantes, impresa, con privilegio, en la casa de Mathias Gast.
(27)       Hay que tener presente, según postulan algunos autores (Baranda, 1993), que Laguna redactó sus comentarios al Dioscórides mediante un discurso universal en lengua castellana, de forma que pudiesen ser utilizados y entendidos, además de por los profesionales de la medicina de la época, por personas legas en materia terapéutica, ya que evitó recurrir a la tecnificación del lenguaje vulgar. (Gutiérrez Rodilla, 2005).
(28)       Las obras de teatro de Tirso de Molina también han sido con- sultadas en la base de datos TESO:
http://0-teso.chadwyck.co.uk.cisne.sim.ucm.es/frames/htxview?template=basic.htx&content=frameset.htx (TESO, 2016).

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Volviendo de nuevo a Lope de Vega, ejemplo por excelencia de literato erudito, su obra dramática hace traslucir que también conocía los textos técnicos y, sobre todo, la Historia Natural de Cayo Plinio Segundo, apodado Plinio el Viejo (23-79 d.C.), así como la de los dos médicos coetáneos que fueron los principales comentadores y traductores del autor clásico, Francisco Hernández (ca. 1514- 1587) y Gerónimo de Huerta (1573-1643), quienes aumentaron el peso y trascendencia de la terapéutica de la obra de Plinio (29). Lope de Vega hace múltiples referencias a Plinio en su obra, sobre todo como autoridad en el ámbito de las ciencias naturales, tanto en relación al mundo vegetal como animal o incluso simplemente como autoridad histórica, pero en ocasiones también hace referencia al naturalista clásico como autoridad en el uso farmacológico de las plantas o animales. En concreto, Lope de Vega cita a Plinio en 41 reseñas de sus obras dramáticas, y a su traductor y comentarista Gerónimo de Huerta también lo menciona en el Laurel de Apolo (1630).

Otra posible fuente de consulta de Lope de Vega en materia terapéutica, que ya hemos contrastado en trabajos previos (Andrade-Rosa y López-Muñoz, 2016), es el texto de Constantino Castriota (n.d.) (30) titulado Il Sapere Util´e Delettevole (El saber útil y agradable), editado en Nápoles en la década de 1550. Lope de Vega, gracias a los conocimientos lingüísticos que del italiano tenía, pudo leer esta obra sin dificultad. En este caso concreto, podemos afirmar que la consulta del texto de Castriota (31)  a la hora de redactar La Arcadia (1598) fue directa, dada la gran similitud, e incluso literalidad, existente entre los párrafos de ambos textos (Andrade-Rosa y López-Muñoz, 2016).

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(29)  En este trabajo, hemos empleado la edición de Somolinos d’Ardois y Nogués de 1999, correspondiente a la versión de la Historia Natural de Plinio anotada por Francisco Hernández y por Gerónimo de Huerta (Madrid: Visor Libros - Universidad Nacional de México).
(30)   Constantino Castriota fue un literato y hombre de armas napolitano del siglo XVI, autor (con el pseudónimo de Filonico Alicarnasseo) de una controvertida obra sobre vidas de hombres y mujeres ilustres.
(31)   El afán divulgativo y la forma de unir tantos temas diferentes en una misma obra hace que el texto de Castriota resulte ser un cúmulo indiscriminado de mitos, fábulas, anécdotas histórico-geográficas y bíblicas, etc., todo ello de escasa calidad científica y literaria. Pero era precisamente este tipo de obras las que gustaba de consultar el Fénix de los Ingenios en los momentos de formación y documentación previos al diseño de sus obras literarias (Dixon, 2010).

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PÓCIMAS VENENOSAS Y MÁGICAS:  DE LA DESPENSA  DE LAS BRUJAS A LOS MAGOS  DE LAS LETRAS

A continuación describiremos los preparados elaborados con sustancias dotadas de propiedades psicotrópicas y empleados, al margen de sus indicaciones clínicas, con otros fines no terapéuticos, en el marco de la tradición mágica durante el Siglo de Oro español, y en concreto las pócimas venenosas y narcóticas, de uso preferencial en el ámbito del delito. La trascendencia literaria de estos preparados, elaborados por personas no cultivadas, ajenas a la materia médica y perseguidas por los responsables eclesiásticos, es tal, que constituyen una parte de gran relevancia en el discurso narrativo de algunos textos literarios.

Las pociones mágicas eran bebedizos elaborados por brujas y hechiceras con diferentes objetivos: curación de enfermedades, hechizos o envenenamientos. El término «poción» deriva del latín «potio», que significa «bebida»; técnicamente, en el ámbito de la terapéutica, una poción era un preparado líquido de un peso de cuatro a seis onzas que se administraba en forma de cucharadas. Sin embargo, a nivel popular, este término rápidamente derivó hacia la acepción de «veneno» y se enmarcó en la cultura de la magia, vinculándose a una amplia variedad de efectos, como la amnesia y la sedación, el enamoramiento, la transformación y la metamorfosis, la invisibilidad o la invulnerabilidad. Como «bebedizos o pociones de bruja», estos preparados, obtenidos del caldo de la cocción de plantas y otras sustancias, se asociaron estrechamente al mundo de los venenos (32).

La elaboración y distribución de venenos en la época áurea estuvo en manos, excluyendo las propias de la profesión médica, de personas de grupos sociales marginales vinculados a la práctica de las «artes mágicas y oscuras». Estas prácticas hechiceriles, en los territorios de la Corona española, anclados en viejas y acrisoladas supersticiones, se entrelazaban, habitualmente, con el ejercicio laboral de otros actores sociales, como adivinos, saludadores o sanadores (33). Del mismo modo, brujas y hechiceras, sobre todo en los grandes núcleos urbanos, estaban muy vinculadas al mundo de la germanía (34) y del hampa (35). Entre las múltiples actividades de estas asociaciones delictivas, además del robo, del control de las casas de juego y de los ajustes de cuentas por encargo, se encontraba todo el submundo de la prostitución (Deleito y Piñuela, 2013). Los burdeles eran regidos por las denominadas «madres», que, en muchas ocasiones, ejercían también el oficio de brujas (36). De hecho, estas mancebías, denominadas también, curiosamente, boticas, no sólo ofrecían el servicio de las meretrices o servían para su hospedaje, sino que servían de centro de distribución de pócimas y venenos, debido a la gran demanda de estos preparados (37). Los fines criminales de la cofradías de malhechores y de las envenenadoras por cuenta ajena solían ser muy diversos (Ferraris, 1907); desde intoxicaciones agudas con fines puramente homicidas, hasta intoxicaciones crónicas, con dosis bajas de veneno, con objeto de dejar indefensa a la víctima y enmascarar el fin último del delito, que bien podría ser una incapacitación legal, la modificación de la voluntad o del juicio del envenenado, e incluso un adulterio. Y, por supuesto, también se disponía de su venta para la comisión de suicidios.

Los ingredientes tóxicos de las pócimas venenosas procedían en exclusividad de la misma naturaleza, fundamentalmente del reino vegetal, y se venían utilizando simultáneamente como remedios terapéuticos desde tiempos remotos, a dosis más bajas, salvo ciertas excepciones, como la cicuta o el acónito; en menor medida, existían algunos minerales empleados como venenos, como el arsénico o el mercurio, mientras el resto procedía del reino animal, especialmente peligroso y temido (cantáridas o venenos de serpientes y escorpiones, por ejemplo). Entre las plantas cabe mencionar la adelfa, la verbena o el tejo (Taxus baccata), aunque entre todas ellas destacan las plantas de la familia de las solanáceas (38), como el beleño (39), el eléboro, la belladona, la mandrágora o el estramonio (López-Muñoz et al., 2005). Tampoco hay que olvidar al opio, prototipo, como se ha comentado, de agente sedante (Postel y Quétel, 1987). Otras plantas empleadas en la elaboración de las pócimas fueron el apio (Apium graveolens), la cebolla albarrana (Urginea maritima), la artemisa (Artemisia vulgaris), la lechuga venenosa (Lactuca virosa), la higuera silvestre (40) (Ficus carica) y el ciprés fúnebre (Cupressus sempervirens).

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(32)       De hecho, un tipo especial de bruja fue la «venefica», que significa envenenadora, y era contratada específicamente para estos fines.
(33)       Comadres, comadronas y alcahuetas, además de herbolarias y sanadoras, ejercían actividades indiferenciadas, relacionadas con el ejercicio heterodoxo y vulgar de la medicina, y concretamente, en lo que nos incumbe, eran unas perfectas conocedoras de las sustancias tóxicas.
(34)       El término «Germanía» deriva de la acepción «Hermandad», pues el mundo de la delincuencia urbana, durante este Siglo de Oro, estaba organizado mediante una serie de normas internas que regulaban las actividades de todos sus miembros (desde una jerga propia a los ascensos en la organización): coimas, cotarreras, rufianes, pegoles, jorgolinos, mandiles, abispones, postas, birlos, bravos, jaques o jayanes. [Véase, en este sentido, Perry (2012)].
(35)       Este ambiente de las asociaciones de malhechores y su funcionamiento se encuentra perfectamente retratado en la novela picaresca de Cervantes Rinconete y Cortadillo (1612).
(36)       Piénsese en Aldonza, la madre del Pablos «El Buscón», a la que Francisco de Quevedo hizo dedicarse precisamente a ambos menesteres ilegales.
(37)       Hay que tener presente que los venenos adquirieron una enorme popularidad durante el Renacimiento por su relevancia criminal, política y militar. Desde la perspectiva social, también influyó sobremanera la alta cota de virtuosismo que el «arte del envenenamiento» con fines políticos adquirió en este periodo; piénsese en la Italia subyugada al papado de los Borgia (1455-1503) y de los cardenales florentinos, quienes incluso desarrollaron su propio veneno, denominado «cantarella», «Acquetta di Perugia» o «Acqua di Napoli» (en el que el arsénico constituía un ingrediente básico), o en la corte francesa de Catalina de Médicis (1519-1589) (Corbella, 1998).
(38)       Lope de Vega se hace eco del carácter mágico y narcótico de estas plantas en su obra El llegar en ocasión (1615): «Octavio.- Alguna yerva encantada / pise esta noche en la fierce, / o alguna rabiosa perra / de los lobos mordiscada. / Ha dormido en mis vestidos, / pues se ve tan claramente, / que en no conocer la gente / perdí los cinco sentidos… / Tirso.- Alto, yo estoy sin sentido, / del campo truje este mal. / O la mandrágora vi, / o algún pastor me echó sueño / con dormidera, o veleño, / o alguna adelfa comí» (Acto 2º, vv.10-23).
(39)       Un refrán popular español dice que «al que come beleño, no le faltará sueño», y «embeleñar» viene a significar adormecer. En Galicia se conoce como «herba dos ouvidos», pues no se recuerda lo acontecido tras su consumo. Y el Tesoro de la Lengua Castellana o Española de Covarrubias (1611) apunta: «Del veleño entiendo haberse dicho envelesarse, que es pasmarse y estar embelesado, y embelecos los engaños que nos hacen los embustidores y charlatanes, que nos sacan de sentido».
(40)       Sobre todo si era arrancada de la proximidad de un sepulcro.

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Entre los ingredientes de procedencia animal cabe resaltar las sustancias obtenidas de ciertos anfibios como sapos y escuerzos. De hecho, los sapos siempre han estado presentes en la simbología asociada a la brujería (41). De ellos se obtenían ciertos líquidos (42) que se empleaban en la fabricación de las unturas para el vuelo a los aquelarres (43)  y también constituía un ingrediente básico para la elaboración de muchas pócimas (44). Y entre los ingredientes de origen mineral destaca el arsénico (45), considerado como el rey de los venenos. Durante el Renacimiento, el arsénico constituyó el agente letal (46) más importante del «arte del envenenamiento» (Pelta, 2000). La toxicidad del arsénico es recogida por Lope de Vega en El santo negro llamado San Benedito de Palermo (1612): «Quando no pueda vengar, / mi cólera de otra suerte / le tengo de dar la muerte, / echándole rejalgar / en la comida, pues soy / del convento cocinero» (Acto 2º, v. 695). El dramaturgo también utiliza este mineral, de forma simbólica, en El llegar en ocasión (1615): «Laura.- ¡ay amor inhumano! / ¡ay basilisco encubierto!. / O qué fingido tesoro / estaba la estimación, / y como tus gustos son, / arsénico envuelto en oro» (Acto 2º, v. 325).

Con respecto a los agentes vegetales, además de las solanáceas, las plantas más tóxicas usadas como ingredientes de las pociones venenosas son la cicuta, el acónito y la adelfa. La cicuta es una planta bienal de la familia de las umbelíferas que puede alcanzar los dos metros de altura y crece habitualmente en los bordes de los caminos de terrenos húmedos. De ella se obtenían unas semillas extremadamente tóxicas (47), empleadas desde la Antigüedad. Decía Laguna en su Dioscórides que «la cicuta engendra vahídos de cabeza, y de tal suerte ofusca la vista que no ve nada el paciente. Le sobrevienen zollipos, se le turba el sentido, se le hielan las partes extremas y finalmente se le ataja el anhélito y así viene a ahogarse pasmado» (Laguna, 1563). Lope de Vega gustaba de utilizar la cicuta como herramienta metafórica. Como ejemplo, de entre las 10 obras en que es mencionada, baste recordar El peregrino en su patria (1604): «Tiempla el furor; / ¿no ves que quien da el veneno / hace el pecado, y no el vaso / que va de sicuta lleno?» (Libro III). Por su parte, el acónito (napelo) (48) es otra planta muy tóxica (49)  que, desde la Edad Media, era utilizada, junto al eléboro negro (50), para emponzoñar las saetas de los ballesteros. De ella decía Laguna (1563) que era veneno que «inflama la lengua y los labios» (51). Lope de Vega hace referencia al acónito, siempre de forma simbólica, en el Isidro (1599) (52) y en La Gatomaquia (1624) (53). La adelfa (54), popularmente conocida como «baladre» (55), también ha formado parte, junto con hortensias y cactus, de la despensa de hechiceras, las cuales utilizaban sus propiedades tóxicas para cocinar sus mágicas pócimas, especialmente las de aojamiento o mal de ojo (Hernández y Santillana, 2003). Cervantes destaca el carácter ponzoñoso y amargo de la adelfa en La Galatea (1585) («composición venenosa / con jugo de adelfa amarga») y en El Quijote («... y tan amargo que en su composición son dulces las tueras y sabrosas las adelfas»). Curiosamente, estos pasajes están redactados siguiendo un estilo muy parecido al de las anotaciones de Andrés Laguna, quien comenta que «a causa de su notable amargor, solemos rogar a Dios, que a la hembra desamorada, a adelfa le sepa el agua» (Laguna,1563). Por su parte, Lope de Vega hace mención a esta planta en 13 de sus obras y siempre en forma alegórica, como en El Perseo (1621) («Verdes Adelfas, si tenéis veneno, / y tanto os parecéis a la hermosura, / que mata con mirar blando y sereno», Acto 3º, vv. 562-564) o en Angelica en el Catay (1617) («Dime muger, para mi mal nacida / entre las yervas frías de Tesalia, / adelfa vil, veneno de mi vida», Acto 1º, vv. 230-232). En la actualidad, conocemos sus potentes efectos cardiológicos, semejantes a la intoxicación digitálica (56).

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(41)       El sapo era la forma que adquiría el demonio familiar que acompañaba día y noche a las brujas.
(42)      Hoy se sabe que de la piel de determinados sapos del género Bufo, como el Bufo marinu, se obtiene la bufotenina (N-dimetil-5-hidroxitriptamina), un alcaloide de efectos alucinógenos derivado de la serotonina, mediante dimetilación de su grupo amina.
(43)       Aquelarre viene a significar, en euskera, «llano del macho cabrío».
(44)       A título de ejemplo, existe constancia de su empleo en el juicio inquisitorial de Fago y Anso (1657-1658), en Aragón. Una de las reas, Gracia Aznárez, confesó que su comunidad de brujas se untaban con una sustancia extraída de un sapo (véase Gari Lacruz, 1993). Del mismo modo, en el más famoso de los procesos inquisitoriales por brujería en España, el de Logroño (1609-1614), donde 2000 personas fueron investigadas y procesadas por brujería, incluidas las brujas de Zugarramurdi, la rea Ana Sanz de Ylarduya confiesó que María de Eguilaz, viuda y vecina de Egino, e Ynesa Ruiz de Luzuriaga preparaban los ungüentos elaborados «con el agua que vomitan los sapos», con los que se untaban en el aquelarre de Ezcabita (Fernández de Pinedo y Otsoa de Alda, 2008).
(45)      Este mineral de color amarillo era denominado por los griegos «oropimente» (auri pigmentum: pigmento dorado) y desde la Edad Media se llamó «arsenikon» (que viene a significar potente o viril). La variedad blanca se denominaba vulgarmente «rejalgar».
(46)       A dosis elevadas causa la muerte del intoxicado en unas horas por fallos vasculares. A dosis más bajas, pero en casos también de intoxicación aguda por arsénico, al cabo de unas 12 horas tras la ingesta aparecen trastornos gastrointestinales, como vómitos violentos e intensas diarreas, con una disminución progresiva de la presión arterial, con convulsiones, coma y muerte. Sin embargo, en casos de intoxicación crónica, además de un cuadro intestinal de diarrea, náuseas y vómitos, suelen aparecer síntomas de debilidad y fatiga, por afectación hematológica, e incluso hiperpigmentación cutánea (Ferraris, 1907).
(47)       El principal responsable de la toxicidad de esta planta es un alcaloide llamado coniína, anteriormente denominado cicutina (Bruneton, 2000).
(48)       El acónito es conocido popularmente con distintos nombres, como «matalobos», «capucha de monje» (por la forma de sus flores), «nabillo del diablo» (por la forma de su raíz),
«napela» o «centella» (por el resplandor de su raíz cuando se aproximaba una lámpara).
(49)       En este sentido, ya que el anapelo suele crecer entre los berros, un clásico refrán español apunta: «Moza que coges el berro, guárdate del anapelo».
(50)       El eléboro negro era denominado en Castilla como «hierba de los ballesteros».
(51)       Su gran toxicidad, con efectos paralizantes similares a la cicuta o al curare, hizo que la mitología griega uniera su origen a la espuma que echaba por la boca el guardián del inframundo, el perro Cerbero (Muñoz Páez, 2012).
(52)       «Porsena de barro hizo / la vajilla en que comió, / de ésta Agatocles se honró, / que, en barro quebradizo, / nunca acónito se dio» (Canto IV, v. 375).
(53)       « […] y dio bien, según los aforismos / de Nicandro; que son los celos mismos / un veneno tan súbito, que apenas / toca la lengua, cuando ya las venas / y el corazón abrasan: / Tan presto al centro de la vida pasan; / que no hay frías cicutas ni anapelos / como solo un escrúpulo de celos» (pp. 165-166).
(54)       De esta planta, recita el Dioscórides que «sus hojas y sus flores son veneno mortífero de los perros, de los asnos, de los mulos y de otros muchos animales cuadrúpedos» (Laguna 1563).
(55)       Llama la atención, en este sentido, su denominación vasca, «eriotz-orri», que viene a significar hoja de muerte, seguramente por su toxicidad, o el dicho popular de ser «más malo que el baladre».
(56)        Entre 4 y 12 horas tras la ingesta de esta planta aparecen los primeros síntomas de intoxicación, como trastornos gastrointestinales (náuseas y vómitos), sensación de vértigo, excitación nerviosa, disnea, convulsiones tetaniformes y arritmias que pueden finalizar en parada cardiaca. Estos efectos de deben a su riqueza en heterósidos cardiotónicos (0,05-0,01%), como eleandrina y diacetiloleandrina, y geninas, como la digiroxigenina y la gitoxigenina (Bruneton, 2001).

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En el marco literario de las intoxicaciones de base amatoria, Cervantes recurre al empleo de los venenos (López-Muñoz et al., 2011a; 2011b) con fines homicidas y criminales en su novela ejemplar de género bizantino La española inglesa (1613) (57) (Figura 5). En la trama narrativa, la camarera protestante, por despecho, decide envenenar a Isabela al haber despreciado los amores de su hijo, el conde Arnesto, aunque no se indica la fuente de obtención del veneno (58): «Y fue su determinación matar con tósigo a Isabela;... aquella misma tarde atosigó a Isabela en una conserva que le dio, forzándola que la tomase por ser buena contra las ansias de corazón que sentía... a Isabela se le comenzó a hinchar la lengua y la garganta, y a ponérsele denegridos los labios, y a enronquecérsele la voz, turbársele los ojos y apretársele el pecho: todas conocidas señales de haberle dado veneno». Cervantes, en esta obra, utiliza la acepción «tósigo», que procede del término latino «toxicum» y es referida en el Dioscórides como un veneno que inflama la lengua y los labios e induce la locura. Precisamente, Laguna describe en su Libro VI, de forma muy parecida a como lo hace Cervantes, los efectos tóxicos inducidos por el beleño (59): «a los que tragaron el hyoscyamo blanco sobreviene gran relajación de junturas, apostémaseles la lengua, hínchaseles la boca, inflámaseles y paréceles turbios los ojos, estréchaseles el aliento, acúdeles sordedad con váguidos de cabeza, y una comezón de las encías, y en todo el cuerpo. Además de esto, embótaseles el sentido, les viene borrachez...» (Laguna, 1563). Sin embargo, otras sustancias tóxicas también podrían ocasionar la sintomatología descrita por Cervantes. Curiosamente, en el capítulo destinado al «toxico», veneno que «inflama la lengua y los labios», Laguna discute la naturaleza de esta sustancia mencionada por Dioscórides y de la que comenta que usaban los bárbaros para emponzoñar sus saetas. Por este motivo, postula la posibilidad del eléboro negro o del napelo (60), también usado por los árabes para este menester, ambos causantes de síntomas parecidos. Del mismo modo, debido a su sinonimia, Laguna asocia el «toxico»a los «taxicos», es decir aquellos venenos elaborados con el «zumo del texo» (61), del que comenta que comido «es veneno que muy presto despacha… El hervido de las bayas del árbol llamado taxo, si se bebe, induce por todo el cuerpo una gran frialdad, ahoga y da muerte muy presta y acelerada» (Laguna, 1563). Hoy se conocen los efectos tóxicos paralizantes del sistema nervioso central de la taxina, un potente alcaloide obtenido de estos árboles del género Taxus(62). Al hilo de los efectos secundarios de estos agentes, no deja de ser curiosa otra de las consecuencias del envenenamiento narrado por Cervantes: «Isabela no perdió la vida, que el quedar con ella la naturaleza lo conmutó en dejarla sin cejas, pestañas y sin cabello». Precisamente, uno de los efectos adversos más frecuentes de los taxanos (cuya frecuencia es superior al 10%) es la inducción de alopecia, debido a su mecanismo de acción antitumoral (63).

Figura 5: Ilustración de la novela La española inglesa atribuida a Josef Ximeno para la edición de las Novelas Exemplares de Antonio de Sancha (Madrid, 1783).

Figura 5: Ilustración de la novela La española

Las solanáceas son plantas muy abundantes en la península, que crecen en terrenos nitrogenados, ricos en materia orgánica, como basureros, cementerios, riberas de los ríos, etc., por lo que brujas y hechiceras podían adquirirlas sin dificultad para elaborar sus pociones y sin desplazarse largos trechos. En el caso de los bebedizos venenosos, además del beleño, comentado previamente, la mandrágora era otra de las plantas solanáceas más relacionada con el entorno de la brujería (64)  y de la magia (65).

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(57)       En ella, Cervantes recurre a las aventuras de una feliz pareja que sufre continuos contratiempos, peligros, amenazas y ataques feroces de enemigos varios, pero, tras prolongados viajes por el mundo conocido, acaba triunfando el amor y la felicidad (Vivó de Undabarrena, 2006).
(58)       Nótese que el veneno fue administrado en una «conserva», es decir en un medicamento de consistencia blanda, integrado por una sustancia vegetal y azúcar, de forma que el principio activo terapéutico se conservaba y se facilitaba su administración.
(59)       Aunque Cervantes no menciona expresamente al beleño en relación a la composición de este preparado, si lo hace en alguna otra de sus obras literarias, aunque con un marcado carácter simbólico en relación a sus propiedades narcóticas. Así es mencionado en La Galatea (1585): «Tu has quitado las fuerzas al beleño, / con que el amor ingrato / adormecía a mi virtud doliente». También en Viaje del Parnaso (1614): «Morfeo, el dios del sueño, por encanto / allí se apareció, cuya corona / era de ramos de beleño santo». Y finalmente en la comedia La casa de los zelos y selvas de Ardenia (1615): «Bernardo. - … Eres un cierto beleño, / que, entre cuidados, y enojos, / ofreces siempre a los ojos, / blando, aunque forçoso sueño» (Jornada 1ª, v. 421). Por su parte, Quevedo hace una mención especial al beleño en una de sus sátiras, cuya intoxicación puede conducir a un sueño mortal del que no se despierta: «No ves que el aluro le trocó en beleño, / y que deja el velar para las grullas, / y ya es letargo el que antes era ceño?» (Quevedo, 1967, p. 463). Esto mismo podemos leer en la obra de Calderón de la Barca La vida es sueño, cuando Sombra se dirige al príncipe de las Tinieblas: «Confeccionemos, pues, lleno / de Opio, Veleño, y Cicuta, / en Flor, en Planta o en Fruta, / tal hechizo, o tal veneno, / que de sentidos ajeno / rompa el Precepto, y postrado, / deshecha, y aniquilado, / duerme letargo tan fiero, / que inhábil para Heredero / despierte, del Real Estado» (Acto 1º, v. 804).
(60)       La aconitina, alcaloide extraído de las raíces del acónito, es un potente veneno que produce, inicialmente, anestesia de labios, lengua, boca y faringe y, posteriormente, arritmias cardiacas, bradipnea, náuseas, vómitos, diarrea y convulsiones (Velasco, 1998).
(61)       De hecho, es conocido como el «árbol de la muerte».
(62)     De estas plantas se han obtenido, además, modernos agentes antineoplásicos, conocidos como taxanos o taxoides (paclitaxel y docetaxel).
(63)       Este mecanismo consiste en la inhibición de la función de los microtúbulos, esenciales para la división celular, por lo que a estos agentes se les ha catalogado como «venenos de la mitosis» (Horwitz, 1992).
(64)       En este sentido, se tuvo por cierto que crecía debajo de las horcas, que era fertilizada por la sangre de los cadáveres y de ahí el nombre alemán «Galgenmannlein» (hombrecillo de las horcas).
(65)       Dado este carácter mágico, existió todo un ritual relativo al procedimiento de extracción de esta planta. El más documentado durante el medievo consistía en atar la raíz de la mandrágora con una cuerda de la cual tiraba un perro negro, símbolo del maligno, que generalmente moría al oír el grito desgarrador de la planta durante su extracción. Por este motivo, las personas que organizaban el proceso debían taparse los oídos para evitar el mismo destino que el animal o bien para evitar perder la razón (Folch, 1942). Incluso en las fuentes árabes medievales se hace referencia a las propiedades mágicas de esta planta, advirtiendo del cuidado de arrancarla si no se quiere sufrir todo tipo de desgracias (Aba al-Malik B. Zuhr, 1992).

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Además de los fines criminales, las pócimas de lamias y hechiceras también se elaboraban con otros usos ilegales, como era la sedación de los incautos (66)  con objetivos varios, como el robo o el adulterio. Precisamente, este último uso aparece recogido en una curiosa cita en la novela ejemplar de Cervantes El celoso extremeño (1613), cuando la joven esposa Leonora aplica un preparado narcótico a su anciano marido Carrizales: «... los polvos, o un ungüento, de tal virtud que, untados los pulsos y las sienes con él, causaba un sueño profundo, sin que de él se pudiese despertar en dos días,... y asimismo le untó las ventanas de las narices... Poco espacio tardó el alopiado ungüento en dar manifiestas señales de su virtud, porque luego comenzó a dar el viejo tan grandes ronquidos... El ungüento con que estaba untado su señor tenía tal virtud que, fuera de quitar la vida, ponía a un hombre como muerto». En este pasaje, Cervantes utiliza un adjetivo italianizado («alopiado») para dar cuenta de que el unto aplicado por la esposa está elaborado con opio (67). Según Bucalo (1998), esta acepción, que no encuentra en ningún otro autor español de la época, deriva del término «alloppiato», que se venía utilizando en Italia desde el siglo XIV para designar aquellas bebidas que contenían derivados opiáceos (68). En este punto, es preciso resaltar que la descripción de los efectos del ungüento «alopiado» concuerda en gran medida con las descripciones efectuadas por Laguna en su Dioscórides. En relación con el papaver hortense, sobre todo la variedad llamada pithitis o nigrum papaver, Laguna anota que: «dada una onza de simiente a un hombre de complexión delicada, le hará dormir in aeternum... La lecheriza de la simiente... hace dormir gravísimamente... Es tan grande la frialdad del opio que quita el sentido a las partes, y ansí adormenta... En suma, el opio, enemigo del cuerpo humano, es un veneno sabroso, que de nuestro calor natural no puede ser, sino difícilmente, alterado» (Laguna, 1563) (69). En esta novela, Cervantes también elude dar datos concretos sobre la composición del preparado, debido a la precaución que le causaba los efectos censores y punitivos del Tribunal del Santo Oficio, recurriendo al término italianizado «alopiado» como forma de enmascarar la referencia explícita al opio. Tampoco comenta Cervantes la procedencia del mirífico unto, aunque la elaboración de este tipo de preparados solía recaer en manos de herbolarias y sanadoras, mujeres próximas al ámbito de la hechicería y brujería, e incluso con actividades muchas veces compartidas.

Mucho más concreto y claro es Lope de Vega en relación al opio, tal vez por no temer a los censores inquisitoriales, dada su limpieza de sangre y sus vínculos religiosos. Aunque se refiere a la adormidera en 5 de sus obras, habitualmente de forma metafórica, en una de ellas, La pobreza estimada (1623), establece su relación con el mundo de la hechicería: «Julio.- Busquemos una hechicera. / Ricardo.- ¿Sabrá desapasionarme? / Julio.- Pues no, con darte un adarme / de infernal adormidera» (Acto 3º, v. 210). En La Arcadia, Lope de Vega hace alarde de sus conocimientos sobre mitología y recuerda la utilización de la adormidera en la época romana, que, como rito previo al noviazgo, se mezclaba con leche y miel, tal y como le sucedió a la diosa Venus. Por tanto, no es de extrañar, como señala Lope de Vega en esta obra, que, en los sacrificios de los romanos a Venus, la adormidera sirviera como ofrenda a los dioses (Becerra, 2009).Calderón de la Barca también utiliza la adormidera y su jugo en su afamada obra La vida es sueño (1635), en manos del viejo Clotaldo, para narcotizar a Segismundo (70), sacarlo de la torre y conducirlo a palacio en calidad de príncipe, lo que incide una vez más en el carácter tradicionalmente popular de esta planta.

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(66)       Estos «filtros narcóticos» ya aparecen recogidos en el famoso Libro de Picatrix (El objetivo del sabio), escrito en el siglo X y atribuido al matemático andalusí Maslama al-Mayriti (n.d.), donde se mencionan como ingredientes, además del opio, otras sustancias ya comentadas: mandrágora, beleño negro, cilantro verde, adormidera negra, arsénico, estramonio, eléboro negro, cicuta, etc.
(67)       Ya en la Roma clásica, Dioscórides elaboraba una bebida para inducir el sueño a base de cocimiento de cabezuelas de papaver Reas.
(68)       Hay que tener presente, en este sentido, que Cervantes recurrió al uso frecuente de italianismos en sus obras (Bucalo, 1998), dado su periplo italiano durante su juventud, entre 1569 y 1575.
(69)       De forma parecida se expresa Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana o Española (1611): «porque tomado con exceso puede resfriar de tal suerte el cerebro que, dejándole helado, le haga dormir a uno hasta el día del juicio».
(70)       «Con la apacible bebida / que, de confecciones llena, / hacer mandaste mezclando / la virtud de algunas hierbas, / cuyo tirano poder / y cuya secreta fuerza / así el humano discurso / priva, roba y enajena / que deja vivo cadáver / a un hombre, y cuya violencia / adormecido le quita / los sentidos y potencias» (pp. 170-171).

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CONCLUSIONES

El mundo de la brujería y de los fenómenos afines es bastante habitual en los textos literarios del Siglo de Oro (Díez Fernández y Aguirre de Cárcer, 1992; Molho, 1992). No obstante, este tema puede constituir una mera extrapolación del interés, tanto popular como literario, que por estos temas hubo durante el periodo de la Contrarreforma en España (Lisón, 1990).

En el caso concreto de Cervantes, no solamente se limita en sus obras a describir detalladamente este tipo de prácticas y a mostrar el perfil de los sujetos que las ejecutan o las sufren, así como a relatar su forma de conexionarse con el resto de actores sociales, sino que, en un paso más allá, nos muestra los efectos tóxicos de las sustancias y preparados elaborados por estos personajes, ampliando nuestros conocimientos sobre el manejo de estos productos herbales por parte de colectivos marginales durante el periodo tardorrenacentista en España. Pero Cervantes, habitualmente, evita dar datos concretos sobre la composición de los preparados de esta naturaleza que cita en sus obras, ni suele especificar ninguno de sus ingredientes, como hemos resaltado, a pesar de indicar su procedencia herbal, debido posiblemente a evitar una confrontación directa con el Tribunal de la Inquisición. No obstante, el literato incide en una valoración juiciosa del carácter diabólico de estas prácticas (Johnson, 1991), realizando una profunda crítica a las ancestrales supersticiones asociadas a este entorno. De esta forma, Cervantes afirma en la novela ejemplar El coloquio de los perros, en relación a la adscripción vulgar de las pócimas con las prácticas mágicas, que «todas estas cosas y las semejantes son embelecos, mentiras». Así mismo, también se refiere despectivamente a los filtros de amor y a las pócimas narcóticas elaborados con remedios herbales, a pesar del gran arraigo popular de que gozaban, como se pone de manifiesto en El Quijote: «suelen hacer algunas mujercillas simples y algunos embusteros bellacos, algunas misturas y venenos con que vuelven locos a los hombres» (Primera parte, capítulo XXII).

De forma distinta, Lope de Vega, ejemplo más llamativo de literato erudito del Renacimiento tardío español, versado en los saberes de la Antigüedad Clásica, hace trascender en sus obras un amplio conocimiento de diferentes materias científicas, destacando los concernientes a la historia natural, aunque también los de naturaleza terapéutica y tóxica. En los textos lopianos, las llamadas a los agentes psicotrópicos, muchas veces relacionados con un simple inventario, a modo de bodegón, es harto habitual, tópico que puede constituir una mera extrapolación del interés, tanto popular como literario, que por estos temas hubo durante el Siglo Áureo. En este contexto, los efectos tóxicos o salutíferos de estas sustancias tampoco escaparon a la pluma del dramaturgo madrileño, aunque estos recursos literarios fueron habitualmente de carácter simbólico y metafórico. En suma, podemos afirmar que las obras lopianas reflejan el saber enciclopédico de su época y que Lope de Vega logró el arduo triunfo de difundir el conocimiento sobre la naturaleza legado por los clásicos, en nuestro caso en relación a la toxicología, al pueblo llano, sin desmerecer la atención por parte de las clases más cultivadas.

Cervantes y Lope de Vega, autores que abordaron en sus textos literarios el tópico de la brujería y de la botica hechiceril desde enfoques diametralmente opuestos, pero que recurrieron para su documentación a las más destacadas obras científicas de su tiempo; el Dioscórides de Laguna en ambos casos y la Historia Natural pliniana en el segundo. El uso de estas obras como herramienta referencial y documental no supone ninguna merma de la creatividad artística de ambos autores, como se podría pensar desde planteamientos reduccionistas, sino todo lo contrario: una aproximación de la ciencia a la literatura por primera vez en la historia de las letras españolas.


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Recibido: 29 de septiembre de 2017.
Aceptado: 10 de octubre de 2017.

Correspondencia: Francisco López-Muñoz francisco.lopez.munoz@gmail.com